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Alejandro Varderi

Para hablar sobre el amor (II)

Al hablar del amor Divino en contraposición al amor terrenal, siguiendo los Diálogos de amor de León Hebreo, es interesante observar cómo el juego dialéctico entre las dos abstracciones, que en última instancia son sus interlocutores, Philón y Sophía, llega a un punto álgido al producirse una doble confrontación: la anecdótica, representada por el amor de Philón hacia Sophía, que ha seguido un ritmo in crescendo a lo largo de los dos primeros diálogos, y la filosófica, que reside en la concertación de la teorías de Platón y Aristóteles. Solo a partir del concepto de amor por la belleza —“Y deste tal amor dize Platón que no lo hay en Dios, y no porque en Dios no haya amor, sino porque tal amor no está sin potencia, passión y falta, las cuales cosas en Dios no se hallan”— Philón se reconciliará con la teoría platónica salvándola de la herejía, al asentar que tal sentimiento solo lo experimenta quien es presa de apetitos, es decir, el hombre. Y por primera vez concertará, con este concepto en el texto, a ambos filósofos cuando afirme que “el amor humano, de quien principalmente hablamos, es propiamente desseo de cosa buena como dize Aristóteles”.

Dios, como movedor inmóvil, dirige los cambios que se producen en la materia, eterna al haber sido por Él creada. Materia sujeta además a corrupción perpetua para dar forma a las cosas y seres, que se suceden en la órbita celeste circularmente, no solo porque únicamente desde esta abstracción geométrica puede entenderse la noción de infinito —“Al movimiento circular repugna el haber principio; porque assí como la figura redonda, cual es la celeste, no tiene principio y todo punto de ella es principio y fin, assí el movimiento circular es sin principio, y cualquier parte suya es principio y fin”— sino porque, desde el punto de vista teológico, al ser ellos imagen y semejanza del Creador, deben estar acorde con Su naturaleza. Con esta afirmación se logra la intención última de León Hebreo en sus diálogos, es decir, la superioridad absoluta del amor divino sobre cualquier otro amor. A partir de este punto todas las comparaciones que se hagan en este terreno tendrán como modelo al Creador.

De hecho Dios, como primer amante-amado, se articula desde los labios de Philón, quien hace casa en la cuestión de la inmortalidad, atendiendo a esa circularidad ya apuntada anteriormente. El alma “intelectiva”, como la califica Platón, imprime a la materia dicho movimiento para que la mutación sea constante. Movimiento que se manifiesta en el individuo a través de la procreación y lo lleva simultáneamente a querer eternizarse como especie.

Para dialogar acerca de la formación del amor, Philón acude nuevamente a los dioses, atribuyéndole al sentimiento la forma de un ser doble, es decir, de un ser que contendría en su cuerpo y sus facciones ambos sexos, estando consecuentemente demasiado cerca de los ángeles. De ahí que debería ser dividido, “porque la vida fuesse antes humana que angélica”. De esta división, que es no obstante una adición, sería engendrado el amor —“Te digo que el padre común de todo amor es lo hermoso, y la madre común es el conocimiento de lo hermoso mezclado con falta”— tal como se manifiesta en el individuo: exceso versus carencia, belleza versus repulsión, presencia versus ausencia de y hacia lo que ama y se ama. Ello pone en evidencia lo contradictorio de un sentimiento que se ubica siempre por encima de cualquier forma posible de expresión y, lo que es más importante, de toda lucidez, llegando incluso a someter a la razón, en una batalla donde la carne derrota al entendimiento: “Después que la razón conocitiva lo produze, el amor, nacido que es, no se dexa más ordenar ni gobernar por la razón de la cual fue engendrado, antes calcitra contra la madre y se haze, como dixiste, desenfrenado, tanto que sale en perjuyzio y daño de amante; porque, quien bien ama, se desama a sí mismo, que es contra toda razón y equidad… pues amamos más a otros que a nosotros mismos”.

Tal idea de ir contra la pasión terrenal alcanza un máximo en el modernismo inglés dentro de la mentalidad victoriana, y es sintetizado por Sir Leslie Stephen, padre de Virginia Woolf, quien veía “la vida inmoral y la lujuria como los garfios que agarran al hombre y lo rebajan por debajo de los ángeles”. Pero cómo es que estos diálogos, donde la materia se encuentra lista a arder al menor gesto, se mantienen dentro de un equilibrio que le permite al lector seguir sin rupturas el hilo conductor tendido por León Hebreo. La respuesta no surge únicamente de la limitación sensorial, ya anotada anteriormente, ni siquiera del hecho de que sea teológico el móvil último de las conversaciones. Hay, sí, una particularidad secreta del amor que se corresponde con la naturaleza misma de su origen. Esto es su rechazo intrínseco a cualquier forma física de manifestarse. El cuerpo como arma está a punto siempre de desaparecer, y cuando definitivamente la relación entre los sujetos del deseo ha superado el estadio de la simple atracción, tiene forzosamente que borrarse, de lo contrario él se volverá contra sus poseedores asesinándolos.

Para no llevar al texto hacia el doble crimen de Philón y Sophía, el autor permanece en el terreno de la imagen. Las figuras especulares a las que acude, a fin de desarrollar su teoría sobre el amor, se encuentran pues en el estadio de “lo intelectivo”, y la belleza física —esa sorpresa del cuerpo, ante la cual se pierden todas las defensas hasta querer rendirnos al vértigo de su posesión, aun cuando luego nos retraigamos de hacerlo llevados por el temor que simultáneamente provoca en nosotros su realidad más pura— no será sino una “sombra” fuera de toda concreción. Solo la otra belleza, la espiritual, será posible aquí, a la par que dará sentido a las teorías de Philón, acerca del carácter de la piel más como obstáculo que como cobertura, para encajar dentro de las “proporciones” de una perfección que, como todo lo ideal, es inalcanzable. Es por ello que los Diálogos de amor de León Hebreo se fundamentan en una imposibilidad y se alimentan del fracaso.

El desastre siempre estrepitoso que sufrimos ante la porción carnal del deseo cuando intentamos sobreponernos a ella, moviliza la última sección de los diálogos y le permite al autor justificar la perfección de la otra parte, es decir, el amor como la ruta más viable para lograr el “conocimiento primero”. Parte esta que, sin embargo, solo se logra a través del esfuerzo que conlleva aquella negación; cual si las diferentes formas que adopta el placer corporal para manifestarse fuesen el conjunto de vías que, a manera de abanico, se abrieran no desde sino hacia el “principio divino” o “primer amante”, en todo momento ubicado más allá de todo entendimiento que, tal cual quedó ya apuntando, pierde la lucha ante la fuerza de lo sensual.

León Hebreo deposita en esta incomprensión todas las preguntas, que por boca de Sophía van encaminadas a sostener el desarrollo de un texto, cuyo principal logro es el de parecer dar respuestas convincentes a ciertos puntos de una materia sin respuestas. La muerte por amor, sin embargo, no está presente en los diálogos; tampoco el tema de los “efetos del amor humano”, que iba a ser motivo de un cuarto diálogo nunca escrito por Hebreo.

En la exposición que bajo el título “One Thousand Years of Spanish Books” se llevó a cabo en la Public Library de Nueva York en 1986, tuve oportunidad de observar el ejemplar de la traducción de Guedella Yahía, contemporáneo del autor, donde figura una nota autógrafa de su poseedor original, Usoz, con algunos datos acerca de Hebreo y su vida: nacido en Lisboa, criado en Castilla, expulsado de España junto con los demás judíos en 1492, residenciado en Nápoles y Génova donde ejerció como médico; detalles todos de un tiempo que, a simple vista, pareciera ajeno a la temática desarrollada en esta obra singular. Sin embargo la raíz es la misma, pues resultan ser la prueba sensible de una precariedad, indispensable cuando se trabaja con afectos, y que en el libro se refleja mediante el comportamiento de Philón con respecto a la supremacía de Dios y a la indiferencia de Sophía hacia su deseo.

Philón vence finalmente en la disputa porque al hacer alarde de la escasez permanente de su amor para alcanzar la perfección del de Dios y la sensualidad del de Sophía, logra trazar claramente la inaccesibilidad del Creador y obtiene imaginariamente a esta última ya que, al fin y al cabo, se vive siempre en el terreno de las apariencias donde, como diría Roberto Juarroz, “Debemos conseguir que el texto que leemos/ nos lea … Debemos conseguir que la música que escuchamos/ nos oiga … Debemos conseguir que aquello que amamos/ parezca por lo menos amarnos”.

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