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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

6’ 20’’

Al momento de escribir estas líneas, han pasado casi dos semanas desde que la joven estudiante –y activista a regañadientes– Emma González se convirtiera, de golpe y literalmente ante nuestros ojos, en un verdadero ícono cultural cuya efigie probablemente empezará a proliferar en camisetas, parches y panfletos de insurgentes del mundo entero. En efecto, en la masiva March for Our Lives que tuvo lugar en Washington DC el 24 de marzo de este año para protestar contra la parálisis de la clase política estadounidense ante el insostenible comercio con armas de fuego, González, sobreviviente de la masacre escolar de Marjory Stoneman Douglas High School de Parkland (Florida) de San Valentín pasado, en la que 17 de sus compañeros fueron asesinados por un demente con demasiadas ideas fascistoides en la cabeza y con demasiadas armas legalmente adquiridas en su arsenal, se paró frente a la multitud y, en seis minutos y veinte segundos, es decir exactamente en el tiempo que duró la masacre a la que sobrevivió, performó uno de los discursos políticos más emotivos y más notables de la historia de Estados Unidos de América, y sin duda el más sincero y efectivo de la era de Trump. Y digo que lo “performó” y no que lo “pronunció” porque, como toda persona que esté leyendo esto a estas alturas sabrá, durante este discurso González calló mucho más tiempo del que habló, dejando que sea tanto su silencio brutal como su rostro digno y firme, pero también cambiante y a ratos abrumado por la emoción, el que gritara a los cuatro vientos que, cuando los serviles lacayos de la National Rifle Association dicen que no se puede hacer nada contra la violencia en Estados Unidos aunque, inevitablemente, envían sus “thoughts and prayers” a las víctimas de una, dos, cientos de matanzas, “We call B.S.!” (el gancho de otro discurso ya legendario de González que se ha convertido, junto con “Never again!”, en el slogan de todo el movimiento).

 

Incluso sin entrar al espinoso tema de la validez o viabilidad del contenido de las reivindicaciones concretas que planteaba –vaya, que exigía– la March for Our Lives, en general, y la intervención de González, en particular (por mi parte, y al igual que John Paul Stevens, ex magistrado de la Corte Suprema de EE.UU., creo que habría que aprovechar el ímpetu actual y llamar no sólo por la adopción de medidas parciales para el control de la venta de armas sino por la derogación de la sacrosanta Segunda Enmienda, por ejemplo), el discurso que nos ocupa es estremecedor por varias razones. Por un lado, está el hecho de que, muy pese a las teorías conspirativas de la extrema derecha norteamericana, ya fuera de sí y exacerbada en su orgullosa irracionalidad, sabemos que esta muchacha, lejos de ser un agente pagado por Hillary Clinton para acabar con la “libertad” de comprar y portar armas de tipo militar si a uno se le viene en gana y cuando a uno se le venga en gana (“Live Free or Die!”), ha sido víctima de un acontecimiento altamente traumático que a cualquier persona menos valiente y menos fuerte dejaría postrada per saecula saeculorum. No obstante, ha sabido superar sus propios miedos, así como sus propias limitaciones, para intentar sacar algo positivo y constructivo de este trauma y, así, para ayudar a construir un movimiento político y cultural tendiente a evitar su –en el contexto actual de los U.S. of A. inevitable– repetición que, ya con la March for Our Lives, ha cambiado el discurso estadounidense de una manera sensible; si me ponen, yo diría que las multitudes del 24 de marzo y el silencio de Emma González han ganado ya la guerra cultural sobre el tema de las armas… aunque, alas, pueden faltar años o hasta décadas para que esto se plasme en cambios y correcciones a nivel de la política federal y estatal.

Por otro lado, está el silencio mismo como recurso. En una época de balbuceos progresivamente más descabellados e incoherentes de algunos “líderes” occidentales, así como de un perceptible fortalecimiento de las estructuras autoritarias en prácticamente todas las regiones del mundo y de un recrudecimiento de las pugnas de intereses entre naciones y elites que, fácilmente, pueden desembocar en conflictos bélicos a la vieja usanza, es como si González nos dijera que es mejor callar y, así, preservar la superioridad moral. Su gesto contrasta con toda la política estadounidense mainstream, independientemente de partidos políticos, además de, ya descaradamente, con la verborrea constante de la televisión por cable y de las redes sociales y de las fake news… En ese sentido, su silencio es primigenio, refundador, casi extradiscursivo… si no fuera, por supuesto, porque parece provenir también, inconscientemente, de corrientes y sensibilidades artísticas concretas que ya, en el siglo XX, postularon que callar también es revolucionario. Piénsese, por ejemplo, en la legendaria pieza musical “4’ 33’’” (1952), del compositor de vanguardia John Cage, consistente en cuatro minutos y 33 segundos de silencio… el público, predeciblemente, se sentía incómodo cuando esta pieza era “tocada”, tal cual la audiencia de Emma González, que, como se ve en el video arriba insertado, no sabe qué hacer con su silencio prolongado. Piénsese, también, en el gran Samuel Beckett, quien se fuera callando cada vez más, prescindiendo de esa palabra que dominaba como nadie, para llegar a un estado más cercano a la verdad, a la nada, que no puede ser aprehendida por el lenguaje y que, sin embargo, no podemos aprehender con nada más. Como lo pone en su novela The Unnamable (1953):

“It will be I? It will be the silence, where I am? I don’t know, I’ll never know: in the silence I don’t know.

You must go on.

I can’t go on.

I’ll go on.”

Finalmente, está la imagen misma de González, quien, con su cabeza rapada, su cara seria y decidida, sus ojos simplemente inteligentes y su aire general de estoicismo pero también de no aceptar bullshit (por no mencionar su chamarra con consignas progresistas y con una banderita de Cuba en el hombro), representa un escupitajo a los obsoletos pero aún influyentes ideales de belleza femenina de Occidente y muy especialmente a los del conservadurismo norteamericano, sin por esto dejar de ser profundamente simpática y, en una palabra, hermosa. En un agudo artículo publicado en The New Yorker el 26 de marzo de este año, Rebecca Mead compara a González con la actriz Renée Maria Falconetti, quien, en 1928, participó como protagonista del clásico del cine silente La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, en una de las interpretaciones actorales más justamente aclamadas de la historia del séptimo arte. Al igual que Falconetti en su rol de Juana de Arco, Emma González tiene la cabeza rapada, no porque se la haya rapado la Inquisición sino como para deshacerse de todo accesorio superfluo; al igual que Falconetti, González habla, en el discurso en el que se queda callada, por medio de su mirada a ratos feroz y a ratos desamparada, por medio de cambios casi imperceptibles de expresión y de emoción subyacente a su pose desafiante, por medio de las lágrimas que ruedan por sus mejillas y que ella, honorablemente, se rehúsa a secar. Al igual que Juana de Arco, en esta comparación, González personifica una verdad superior, accesible sólo a sujetos puros e irreprochables, y prefiere callar antes que tener que debatir con los viejos, odiosos, reaccionarios inquisidores que osan juzgarla cuando, realmente, no son dignos de respirar su mismo aire. Al igual que Juana de Arco, González puede ser tachada de loca… pero va a ganar la guerra.

No puedo dejar de decir, aquí, que a mí la performance de González me recuerda sin duda a Falconetti pero también, ¡cómo no!, a la gran Sinéad O’Connor, quien, en el momento de su máximo apogeo como artista y como voz de una generación, a principios de los noventa del siglo XX, fue también vilipendiada por sus opiniones de avanzada y por sus maneras un poco sui géneris y quien, en la lucha contra sus propios inquisidores, perdió (mi siguiente nota semanal en esta revista tratará sobre esa heroica lucha). Quizás ahora que han pasado 25 años de eso, es decir una generación entera, en términos históricos, así como casi 600 desde la infamia de Rouen, nuestra Juana de Arco contemporánea pueda, por fin, ganar.

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