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Nathalia Baena Giraldo

100 años del eterno viajero olvidado

 

Un pequeño perfil sobre el Nobel de Literatura, Camilo José Cela

Camilo José Cela, el escritor español, el viajero de boina negra, el vagabundo, el mismo de La familia de Pascual Duarte y el creador de la editorial Alfaguara. Que nació hace un siglo, que fue senador de designación real y marqués, censor y conservador. Padre de un hijo, esposo de dos mujeres, poeta. Camilo José Cela, Nobel de Literatura en 1989, el también olvidado.

Bautizado con los nombres de Camilo José Manuel Juan Ramón Francisco de Jerónimo, vivió sus primeros veinte años con dos tipos de enfermedades: la tuberculosis y la Guerra Civil Española. Ambas, casi tan amargas como inolvidables, le sirvieron para leer intensamente, encerrado, y para aquello a lo que le dedicó gran parte de su vida: escribir.

Cuando la guerra terminó, Cela, el provocador, comenzó a trabajar en una industria textil donde inició La familia de Pascual Duarte. «Empecé a escribir acción sobre acción y sangre sobre sangre y aquello me quedó como un petardo». Con el paso del tiempo malvivió de colaboraciones con la prensa en la posguerra y ese petardo –aunque necesario- no sólo hizo que sus dos primeras novelas fueran censuradas, sino que su visión del mundo y de lo que implicaba vivir, resultaran atadas a un hilo implacable. Y entonces Cela, el impasible, escribía mientras caminaba que “no hay más, absolutamente nada más, que negra vileza, amarillo dolor, verde veneno”.

“Tenía una especie de aureola bastante desagradable para la gente de España. Fue odiado y olvidado, lo último más que lo primero”, mencionó Carlos Rivas, doctor en Literatura y docente de la Universidad Eafit.

En la introducción a La familia de Pascual Duarte, publicada por la editorial Austral, Adolfo Sotelo Vásquez cuenta que, entre otras cosas, hay datos que parecen simplemente anecdóticos, pero que es posible que sean más que eso. Por ejemplo que Cela, en medio de tantos, se haya fijado en Dostoyevski. Sus personajes (víctimas y victimarios) hablan de la miseria, del desmoronamiento de sus vidas en el que confiesan un destino doloroso, como si fuera Cela, el de la voz desgraciada, quien aún le está hablando a las personas. Toda época y todo país tienen momentos así, con un pasado, presente y destinos dolorosos. Y él, desde siempre y sin embargo, lo supo.

Caminante desde siempre, fue testigo de las montañas y de la nieve y de lo otro. Su hijo, Camilo José Cela Conde, escribió en El Periódico que el hombre de barba oscura y poblada y mirada perdida no se respondía más que de la buena voluntad. “La buena voluntad es garantía suficiente y más aún si la enarbola un hombre aún joven y solitario como un lobo que se pierde en la nieve”. Un lobo que tomaba notas de viaje con la inexorable seguridad de que no tenían que ser al pie de la letra, porque quizá así debía ser la vida.

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Años más tarde apareció La colmena, editada primero en 1951 en Buenos Aires, ya que la censura prohibió su publicación en España debido a sus pasajes eróticos. Luego fue nombrado senador en las primeras Cortes Generales de la transición democrática. Después, ya dándolo por perdido, llegó el Nobel y, casi de inmediato, su injusto olvido: “La vida no es buena; el hombre tampoco lo es. Quizás fuera más cómodo pensar lo contrario. La vida, a veces, presenta fugaces y luminosas ráfagas de simpatía, de sosiego e incluso, ¿por qué no?, de amor”, escribió Cela en La galera de la literatura (1951).

“Su obra es enteramente rescatable, sobre todo y cómo no, La colmena. Tenía mucho amor y una conciencia inmensa por la lengua española. Hay un personaje en La colmena, por ejemplo, que inventa palabras y se las regala a la gente, de modo que hace que sepamos que él sabía lo que habitaba en ellas”, mencionó Cristian Cárdenas, docente de humanidades de la Universidad Tecnológica de Pereira y crítico de literatura.

Tal vez la importancia de no olvidar a Cela tenga que ver, un poco, con la desgracia y con la crisis que las víctimas y los victimarios padecen. Tal vez Cela sabía que los países que sufrieron su misma enfermedad necesitan darles voz a sus enfermos, así como él lo hizo en sus frías novelas. O tal vez todo quede mejor expresado en su propia voz: “No entendía: mi madre no entendía. Me miraba, me hablaba… ¡Ay, si no me mirara! -¿Ves los lobos que tiran por el monte, el gavilán que vuela hasta las nubes, la víbora que espera entre las piedras? ¡Pues peor que todos juntos es el hombre!”, diálogo entre Pascual Duarte y su madre, capítulo 12.

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