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La escucha ontológica (II)

Antes de comenzar voy a proponer un ejercicio. Si vive con su familia, excúsese por no estar durante alguna comida. Si no, discúlpese con sus compañeros de trabajo por no asistir a alguna reunión. En todo caso, procúrese un lugar oculto desde donde observarlos. No. No va a espiar ni nada parecido. Usted va a mirar esa parcela de su mundo, donde usted siempre es y está, sin usted. Imagine que está muerto. Luego recuerde que no es así. ¿No son modos muy diversos de pensar el mundo sin su presencia? El primero es una ausencia definitiva. El segundo, una ausencia discreta y temporal. Véalos de nuevo, sin usted, y piense en qué significa ese trozo de su mundo falto de su presencia.

Conviene de tanto en tanto pensar el mundo sin nosotros. Rápidamente entendemos que somos frágiles y evanescentes —y que los otros también lo son—, que no somos imprescindibles aunque sí únicos e irrepetibles, que el mundo siempre tendrá una dinámica alterna a nuestra ausencia, que la vida continúa y se abre paso con los recursos de que dispone —incluso sin nosotros—, que aportamos valía al mundo a pesar de nuestra temporalidad.

La ausencia discreta es una virtud difícil de cultivar. Supone optar por ella y otorgarle un sentido que se completará en otras presencias, e implica que la falta de enunciación adquiera sentido en otros enunciados. Es exactamente la misma relación que hay entre las notas musicales y los silencios. Tanto para enunciar este tipo de tacitum como para escucharlo hace falta una peculiar inteligencia ontológica, una conciencia del ser en relación con la otredad y de los modos como vamos construyendo el discurso ontológico que somos junto a los otros.

Ejemplo de lo que pretendo decir es el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein. Luego de publicar el Tractatus logico-philosophicus (1921), hizo silencio: se alejó durante ocho años de los círculos filosóficos hasta 1929, cuando regresó a Cambridge. En julio de dicho año publicó «Some Remarks on Logical Form» en las Proceedings of the Aristotelian Society. Luego no volvió a publicar en los veintidós años de vida que le restaron.

Pese a ello, en este tiempo cambiaría radicalmente su concepción filosófica, expresada en dos obras póstumas: 1) una compilación de apuntes de sus clases entre 1933 y 1935, publicada en 1958 por su discípulo Rush Rhees bajo el título Preliminary Studies for the “Philosophical Investigations” (conocida luego como Los cuadernos azul y marrón), y 2) Philosophische Untersuchungen (Investigaciones filosóficas). Ambos Wittgenstein, el del Tractatus y el de las Investigaciones, se oponen entre sí sin dejar de ser válidos. Y entre los dos… el silencio.

Wittgenstein era consciente de estos juegos de lenguaje (Sprachspiel), término que él acuñó, y de lo cual quedó constancia en una carta a Ludwig von Ficker acerca del Tractatus: «Mi libro consta de dos partes: lo escrito y todo lo que no escribí. Esta última es la parte más importante». Por consiguiente, el Tractatus fue concebido como un tacitum y su lectura supone una escucha ontológica. Por ello ha generado tantas y tan disímiles interpretaciones. Apenas hoy estamos consintiendo que su centro, más que la lógica, eran la ética y la mística.

Wittgenstein fue un maestro de la ausencia discreta. Estaba ahí, en Cambridge, en uno de los focos europeos de la filosofía, mirando discretamente la filosofía, sin él, y pensándola. Cuando llegó a Cambridge en 1929, debió presentar exámenes como si no fuera Ludwig Wittgenstein, el célebre autor del Tractatus, y los presentó… en silencio. Pudo haber publicado sobradamente, pero no lo hizo: sabía que alguien lo haría, y tuvo el desprendimiento de dejar que otro pusiera palabras a su pensamiento expresado privadamente en las clases. Tampoco se apresuró en concluir las Investigaciones antes de morir.

En consecuencia, ¿es posible leer el Wittgenstein publicado sin el Wittgenstein tácito? No. Este último dice mucho más que el primero (pese a que el primero es dos Wittgenstein). Aquel joven veinteañero que renunció a una de las fortunas más grandes del mundo —la de su padre, que era un potentado del hierro y el acero— no está desconectado de este otro que renunció a publicar durante las últimas dos décadas de su vida, cuando tenía tanto que decir… y mucho más que callar. ¿Acaso, a la luz de su silencio, es posible leer solo literalmente la frase final del Tractatus: «De lo que no se puede hablar, hay que callar» (§ 7)?

La escucha ontológica, tanto para aproximarse a Wittgenstein como a otros tácitos, requiere completar lo que falta del puzle ontológico: no es posible leer las ausencias si no hemos elegido ser ausencia antes. Hay una lógica de la ausencia que solo comprende el que voluntariamente ha vivido algún tipo de sfumato. En este asunto no cuentan los eclipses, esos ocultamientos impuestos: hay en ellos una lógica del resentimiento que es ajena a la ausencia discreta. La ausencia discreta supone, en cambio, un modo asumido de exploración y estudio. Precisamente… un tipo de investigación filosófica.

Tampoco es posible leer las ausencias discretas si no hay intermitencia. Lo segundo implica ser la condición sine qua non de lo primero. Toda ausencia se completa en una presencia, y viceversa. Convertirse en un tácito presupone haber comprendido la sintaxis del silencio fecundo, el que constituye la parte más importante de lo dicho, y hacer de ella no tanto una lógica como una ética y una mística.

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