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Zoé Valdés: Escribir entre dos aguas (Parte I)

Si las nuevas tecnologías han permitido el cruce instantáneo de información posibilitando la implosión total del espacio en el tiempo, no es menos cierto que su uso, por parte de los escritores, ha redundado en una mayor proyección de los textos convirtiéndose, como es el caso de Zoé Valdés, en extensión de la obra misma. Su blog complementa así el universo narrativo donde, al igual que otros cubanos intercontinentales como Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, la geografía primigenia desde el exilio envuelve, con el descomedimiento de sus actos, el devenir de los protagonistas; en el imaginario de Valdés, mujeres extraídas de la propia biografía.

Desde La nada cotidiana (1995) hasta El todo cotidiano (2010), Yocandra (La nada cotidiana), La Ida (El todo cotidiano), Cuca (Te di la vida entera, 1996), Iris (Milagro en Miami, 2001) y Canela (Bailar con la vida, 2005), como desdoblamientos de sí misma o de los miembros de su familia natural y escogida, recuperan las pequeñas historias del vivir, a caballo entre la isla y lo que la Revolución les ha hurtado, a fin de reafirmarse y denunciar al opresor. Una posición que le ha valido a Zoé Valdés tanto reconocimientos como ataques, dependiendo del lugar donde, ideológicamente, se ubique quien compra los libros, la sigue en la red o analiza sus entrevistas.

Lo que sí es seguro es que el lector siempre encontrará un lenguaje afilado y ardoroso con respecto a su asunto y, por tanto, dable de despertar pasiones, lo cual es siempre necesario para reforzar las conmociones del espíritu que llevan hasta el kitsch al objeto de nuestros excesos. Algo que ella considera intrínseco al ser cubano cuando afirma: “A mi madre le arrebataba tanto la palabra ilusión que todos sus zapatos llevaban tacones ilusión, muy de moda en los años cincuenta. Y no paraba de entonar aquel bolero fatal que hablaba de falsas ilusiones, lo que es ya una redundancia extrema. El cubano ha vivido estos últimos casi cincuenta años varado en la ilusión”.

Tales delirios del espíritu, puestos a rodear, con los restos de un aura fragmentada por lo implacable de la dictadura, el carácter único que para la escritora tiene el zapato materno como alegoría de un pueblo detenido durante medio siglo en la esperanza de cambio, constituyen el sustrato de las novelas, donde el reciclaje de la cultura popular tiene como objetivo exponer la violencia, el sexismo, la homofobia y la xenofobia del régimen castrista.

Si bien La hija del embajador (1995) —que le abrió las puertas al mercado español, tras ganar el premio de novela breve Juan March Cencillo— ya apuntaba estos temas pero desde la fantasía de Daniela, una joven privilegiada por ser la hija del embajador cubano en París, será a partir de La nada cotidiana cuando adquieran un carácter de urgencia y con ellos quede firmemente establecida la persona política de Valdés dentro de la discusión intercontinental sobre el castrismo. Desde Madrid, Miami y París —ciudad en la cual se radicó al exilarse con su hija y su marido, el cineasta Ricardo Vega—, la voz de la autora anega, con lo implacable de su condena a la revolución, los espacios virtuales, televisivos y literarios, constituyéndose en depositaria de los furores propios del devenir caribeño, donde el paso de lo sublime a lo grotesco siempre es instantáneo.

Aun cuando la obra de Valdés no deslumbra con el lenguaje de Arenas ni la complejidad crítica de Sarduy, es más efectiva como depositaria del kitsch básico y, por ende, establece una sintonía inmediata con el gran público, convirtiéndose simultáneamente en un activo importante para los conglomerados editoriales, deseosos de mejorar sus niveles de ventas, que los premios literarios y honores concedidos han contribuido a incrementar, al tiempo que tales triunfos siguen exaltando los ánimos de sus detractores. Queda así garantizado el flujo del kitsch trasatlántico puesto a permear, mediante un amplio repertorio de ademanes lingüísticos, el trabajo narrativo de esta prolífica autora.

El arco geográfico de las novelas sigue el de la propia Zoé moviéndose entre dos aguas, la del Caribe y la del Atlántico. Cuba-Francia-España-Estados Unidos tejen en la ficción el periplo intercontinental de la escritora, desterritorializándose de la isla durante los años ochenta para trabajar en el servicio diplomático con destino París, a fin de reterritorializarse nuevamente a principios de los noventa y codirigir la revista Cine cubano del ICAIC, exilándose definitivamente a mediados de aquella década. Un peregrinaje presente en la obra narrativa, donde los vaivenes de las protagonistas remedan las distintas etapas del castrismo, al haber nacido Valdés el día del triunfo de la Revolución.

Con humor e ironía, Yocandra, en La nada cotidiana, abre el texto mediante su “heroico nacimiento”, cuando entraron las tropas fidelistas a La Habana, y prosigue hasta los años más duros del Período Especial, cuando queda fondeada ante una ventana frente al mar, entre dos amantes que terminan ignorándola y el recuerdo de los amigos perdidos.

Este choteo intercontinental, espejea la resistencia cultural de Valdés ante la descomposición de Cuba, frente a la cual, y a diferencia de Arenas o Sarduy, antepone una oposición política activa y militante, para arrasar con la tibia participación de muchos cubanos en el exilio. El uso de la parodia, satiriza el drama de la escasez y exterioriza la doble moral revolucionaria a través de la música romántica; pues nada hay como el bolero para consignar la volubilidad de nuestros sentimientos: en una estrofa los amantes se odian, pero en la siguiente se juran amor eterno y aquí no ha pasado nada.

Lo mudable del carácter cubano, le permite a la escritora incorporar con naturalidad tales contradicciones, a modo de señas de identidad, en una sociedad moviéndose según los cambios de humor del dictador, tan pronto dispuesto a extender la mano como a cerrarla, presto a mostrar cierta apariencia de compasión o una profunda crueldad. Todo ello, consignado en la escritura y la autobiografía para hacer de Yocandra-Zoé espectadora-contadora de la miseria y el hambre, mientras se desplaza en su bicicleta por las calles de La Habana o responde con un reiterado “¿Te acuerdas?” a la carta de su amiga Gusana. Una amiga, casada con “el Dinosauro gallego que te invitaba a las piscinas de los hoteles, te regalaba ropa con etiquetas, y te mantenía al nivel de diplocomida”, y emigrada a un Madrid antojándosele “una ciudad bastante sucia y abarrotada de turistas [donde] los madrileños se mueren por parecer americanos”.

Al contrastar, desde el kitsch trasatlántico, los argumentos encontrados de ambas mujeres con respecto a lo que les ha tocado vivir de un continente a otro, Valdés posiciona a sus heroínas en el umbral de una modernidad que se les escapa. Una modernidad cuya validez no se ubica en las grandes gestas de la época donde se hallan inmersas, sino en los pequeños gestos de rebelión hacia la brecha entre lo que tienen y añoran tener, entre lo que tuvieron una vez y han perdido o nunca poseyeron realmente. Pero siempre negociando su postura, no en la retaguardia de la comodidad, sino desde el frente de batalla de lo que atormenta y debe ser contado.

Y es ahí donde esta escritura se hace fértil pues, espejeando al mar que ciñe la isla, circunda con su inmediatez los antagonismos entre dos caras de la cultura hispana igualmente excluyentes; porque ni España quiere a Cuba y viceversa: solo lo que un país puede obtener del otro. Se afirman así ambas sociedades, mediante el desconocimiento de acciones genuinamente solidarias en que priva más bien el menosprecio hacia el invasor, invirtiéndose los roles de víctima y victimario, dependiendo del lugar donde se ubique quien detenta el poder. Estos choques conllevan resistencias y ambiguos procesos de fascinación y deyección, de mutaciones y trueques, en que las protagonistas de Valdés se sumergen para escapar de los infortunios, con la soltura y el desparpajo producto de una existencia modelada por el “resuelve”.

Cuca Martínez, por su parte, en Te di la vida entera, antes de estatizarse durante más de tres décadas sobre un sillón a la espera del amante que la dejó embarazada y huyó al despuntar la Revolución, disfruta fugazmente de una “Habana, colorida, iluminada”, pero mítica para su hija María Regla, pues se la perdió “por culpa de nacer tarde”. Varadas en su “falsa ilusión” ambas mujeres encuentran sin embargo, en el amplio catálogo del kitsch básico, a los artistas, las películas, los chistes, las canciones, los clubs y las telenovelas, dables de alumbrar, con lo artificioso de sus conflictos, un día a día opacado por la carestía y el miedo.

Bajo tal simulación se encubre el “Yo acuso” de la autora, punzante entre las incongruencias de una banalidad impostada, puesta, no obstante, a hacer de la dictadura una certeza mucho más descarnada que la proveniente de las arengas gubernamentales, el bloqueo norteamericano, la queja de los exilados “resueltos” y las disquisiciones filosóficas de la izquierda ilustrada europea, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.

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