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Zoé Valdés: Escribir entre dos aguas (Parte II)

En el lenguaje a velocidad de ametralladora de la narradora cubana Zoé Valdés, el efecto del afecto nos ofrece con cariño un pastiche escandalosamente colorido de la desgracia primigenia, donde se superponen con gusto el low y el high, mediante un entrecruzamiento de anécdotas, tiempos históricos, comportamientos, reacciones, actitudes y maneras de confrontar la sobrevivencia cotidiana. “Porque en este país cada quien tiene un balsero”, recuerdan “las cinco mosqueteras” de Te di la vida entera, entre la basura que el capital trasatlántico ha dejado dispersa sobre el Malecón, tras el ostentoso show de los amos de la isla, cortando en seco el carnaval lingüístico y haciendo de lo grotesco del régimen una caricatura de sí mismo.

De la capacidad de Zoé Valdés para remedar lo que el kitsch ha falsificado a fuerza de reproducirlo y copiarlo, extraemos la verdad de quienes resisten entre los intersticios del horror: Cuca, Mechunga, Puchunga, el Fax, la Fotocopiadora, puestas a reinterpretar, desde la precariedad de los espacios que las contienen, el desfile musical que encabeza cada capítulo de esta novela con el arrebato de sus letras, en las voces de los inmortales del bolero y el son. Bola de Nieve, Beny Moré, Barbarito Díez, Olga Guillot, Freddy, La Lupe, planean sobre la inadecuación de las protagonistas, del modo como los films de los años treinta y cuarenta proyectan el acontecer de las heroínas de Manuel Puig en The Buenos Aires Affair (1973). Y, al igual que Gladys en la novela de Puig, también ellas actúan el melodrama en estrecha sintonía con un entorno ajeno y castrador, pues ha sido construido a base de abusos e intimidaciones a fin de lograr la supresión del yo de cada una.

Desde el residuo, o más bien “el raspado”, de lo que ha quedado en los envases de sus vidas después que se lo han llevado todo, ellas, “luchando contra la impotencia” de no poder alterar los eventos atenazándolas, se refugian en el pasado prerrevolucionario, cuando percibieron cierta semblanza de felicidad, quedando allí contenidas como si de un álbum fotográfico se tratara. Y a él regresa la narradora, pasando las páginas a fin de recuperar las instantáneas antes del desmoronamiento, mientras ve jugar a su marido y a su hija en un parque madrileño donde confluye la añoranza intercontinental, abriéndose, simultáneamente, el futuro de una nueva generación de cubanos en el exilio.

Iris Arco, protagonista de Milagro en Miami, es el retoño de esa generación por estrenar que de Guanajaboa aterriza en el frenesí urbano del “dauntaun”, convirtiéndose en una admirada top model, remedo de las cenicientas de los cuentos infantiles y las heroínas de cómics. Acudiendo a la ilusión una vez más, la autora envuelve a Iris en la maraña de un cañaveral de pasiones que, como el de la telenovela mexicana del mismo nombre, “desbordaba mentira y odio”, mediante un lenguaje afectado puesto a duplicar el efecto de los guiones propios del género.

Con esta estrategia, Valdés equipara lo elitista, lo masificado y lo popular, sin jerarquizarlos, recuperándolos como pastiche postmoderno donde se enfrenta lo sublime mayamero con lo grotesco de la isla. Derroche versus escasez, laissez faire versus represión, porque “en Miami es donde mejor se come comida cubana” y, en la isla, la hija de un prisionero político fusilado “se ahorcó de una viga del baño de la beca en el campo, mientras los demás estudiantes se dirigían al comedor a la hora de la rebatiña para cenar”. Al entreverar de una a otra costa mofa y fatalidad, con la intriga y el tumulto que puntean el discurrir de la protagonista, la narración se convierte en un espejo donde se refractan sin profundidad estos excesos, transformándose por obra del kitsch en réplicas de sí mismos, con lo cual queda magnificado el impacto del lenguaje, y la novela adquiere todo su sentido y más.

Ello quiere hacer del lector de Milagro en Miami, partícipe activo en la contienda entre las dos Cubas, que Valdés pone a competir bajo el gozo de un lenguaje presto a agilizar la contienda de una costa a otra. Con esta operación, la novela trasciende los nacionalismos cerrados y aboga por un diálogo abierto, donde el universalismo de las ideas prive sobre el localismo de las ideologías. Un localismo ideológico que, desafortunadamente, se ha extendido a otros países de Hispanoamérica; y está financiado fundamentalmente con petróleo venezolano a expensas del país, hoy en bancarrota, amenazando las libertades democráticas y la renovación de las estructuras productivas existentes a nivel continental.

La involución socioeconómica en el nuevo milenio, siguiendo el agotamiento del modelo castrista, queda apuntada desde la tragicómica llegada de una patera a las playas de Cancún, donde los refugiados cambiarán un viaje de vacaciones a Cayo Cruz —paraíso turístico cubano de los aficionados a la pesca de arrastre— que les ha tocado en suerte, por “dos paquetes de galleticas, dos tacos bien rellenitos de carne, dos Coca-colas y una llamada telefónica”. La irrisión del lenguaje, al contraponer la carestía sufrida por el cubano en la isla con los privilegios de que disfruta el visitante extranjero, predice posiblemente la dinámica a desarrollarse en México, ahora que los movimientos populistas buscan hacerse con el poder, tal cual ocurrió en Venezuela a fines del pasado siglo.

Miami, como simulacro hiperreal de una Habana mítica, se convierte en el escenario de brujerías, secuestros, persecuciones, intrigas y desproporciones de los cubanos, inmersos en el American way of life hasta el punto de olvidarse de las costas dejadas atrás. Hacerlos recordar, devolverles la memoria de lo perdido es, en última instancia, el milagro que la novela propone, más allá de los desmanes, incongruencias y juegos verbales con que inunda el imaginario trasnacional de los personajes. Porque descentrar los discursos hegemónicos de revolucionarios y caudillos, para diluir la toxicidad de sus postulados, deviene labor de sobrevivencia, no solo para los protagonistas del texto sino para la autora misma, enraizada en París pero, como Iris Arco, con su cabellera ondulando sobre el Malecón habanero.

Sentada en ese mismo Malecón, tal cual recoge la portada de la edición española de Bailar con la vida, Zoé-Canela-Marie o la Mujer Sin Nombre recuerda, y al recordar recobra la memoria de las protagonistas movilizándose de La Habana a Nueva York, Londres o París con la soltura de quien domina la porosidad de las fronteras. El imaginario trasatlántico de la autora, logrado a fuerza de luchar consigo misma y el país perdido al exilarse, se articula desde la alusión a los años vividos en la isla, contrastándolos con las experiencias que el afuera ha ido consignando en la materia de su escritura, es decir, la vida al son de la rumba que Canela marca desde sus evocaciones.

En el centro del relato conviven entonces el yo de la autora y el de sus heroínas, activando con sus desplazamientos el caudal del discurso, dable de abarcar los entresijos de existencias que se ofrecen con la despreocupación del sexo sin ataduras. Desde las voces de la mujer y el homosexual, Valdés recurre a la mueca para vulgarizar lo bello, a fin de desmitificar el deseo y transformarlo en una herramienta dable de agilizar los encuentros y desencuentros de personajes marcados por el terrorismo, las dictaduras y su expulsión de los lugares donde pertenecieron una vez. Por ello el sexo, por su carácter de urgencia, deforma a quienes lo utilizan para someter al otro, caricaturizando el acto que, no obstante, sigue siendo muy eficaz para exponer los desmanes de quienes detentan el poder, fragilizándolos.

La yuxtaposición de historias, los quiebres temporales y el uso de intertextos extraídos del cine, la novela negra o el folletín, se ponen al servicio del deseo, estallando con la premura de quien no tiene nada que perder pues se lo han arrebatado todo. “Soy la sobreviviente de una guerra”, confiesa la Mujer sin Nombre, mientras deambula por las calles de París, aunque no tenga interlocutor alguno para confortarla. Solo encontrará la intemperie y el abuso de quienes no irán a consolarla sino exigirán de ella favores, el cuerpo, o la alegría perdida por lo traumático de sus experiencias. “Desposeída al atravesar las fronteras”, ella solo tiene “las atormentadoras memorias” de una existencia que se le hurta. Por eso su desarraigo se vive, como el de las demás heroínas, en línea de fuga permanente, pues así la pérdida de la tierra primigenia duele menos, al comparar el destino de paria que le ha tocado vivir, con el de los amigos franceses, ingleses, españoles o norteamericanos cómodamente instalados en sus lugares de origen.

Para ellas, el suplicio surge de la no pertenencia, de un no ser en los parajes por los cuales transitan, tal cual apunta Jacques Derrida, “como caminantes pacientes e impacientes, como huéspedes a veces indeseables, como una mala conciencia espectral”. No es de extrañar entonces que al aterrizar en Río de Janeiro al final de su largo periplo trasatlántico, la Mujer sin Nombre esté a punto de ser deportada a un país que tampoco es el suyo; si bien debe reconocer que Francia le ha ofrecido refugio y, quizás, sea allí donde, como la autora, encuentre el reposo definitivo.

Me gustaría volver, por supuesto, pero no a un país destruido. Yo tengo mi tumba en Père Lachaise, junto a la de mi madre. Me gusta ese lugar para el reposo eterno. Da el sol en verano, y en invierno se cubre de nieve”, apunta Valdés. Esta confesión, a propósito de la publicación de El todo cotidiano, asienta las bases del puente tendido por la obra de un continente a otro. El arco entre La Habana y París, con escalas en Miami, Nueva York y Madrid, queda, así, firmemente afianzado desde la estereofonía de voces acompañando el extrañamiento de Yocandra: “Las voces no cesaban de hablarme, al compás de mis tacones en el pavimento. Mi voz imperaba como si una mujer, extraña a mí, se expresara a través de ella”. Al desterrarse de sí misma, ella puede observarse desde afuera y rehacer con mayor claridad el hablar de quienes ya no están pero siguen viviendo en sus recuerdos. Y, entre todos los murmullos, sobresale el de la madre, por eso será en torno suyo que Valdés ensamble el texto como un homenaje y retribución de una deuda de amor.

Manteniendo el tono autobiográfico de las restantes novelas, Yocandra consigue negociar la salida de su madre, La Ida, de Cuba para que se instale con ella en París y disfrute de dos años de libertad antes del final. Un lapso, donde no se amargará pensando en las décadas perdidas, sino se centrará en el antes y el ahora: “Era como si todos estos años del castrismo La Ida los hubiera borrado: solo existía el antes del año 1959, y la actualidad”. Al negarle la memoria a la dictadura, ella se reconcilia con el orden interno que el horror había deshecho y, curiosa, decide abocarse a su recherche pero echando mano a la ocurrencia y el goce, al haber recuperado, en el barrio del Marais, aquella ilusión que sus zapatos pre revolucionarios contenían.

El aura que circunda los gestos de La Ida confiere resplandor, ya no al taconeo pero sí a sus pasos, volviéndola entrañable para propios y extraños pues le otorga autenticidad a cada uno de sus actos. El choteo que despliega, mientras se dedica “a enseñarles palabras en español y hasta dichos cubanos a la panadera, al carnicero, al quesero, al lechero”, proviene de esa sabiduría popular, tan cara al kitsch inconsciente, donde no hay duplicidad que empañe lo real. Por eso puede, abiertamente, hacerle un desplante a la Sabandija —simulacro de los informantes de la isla— y telefonear a su amigo homosexual en Cuba a fin de darle ánimos y contarle cuánto se divirtió viendo el desfile gay parisino.

Se observa entonces cómo, utilizando el poder del efecto, Valdés recontextualiza a la madre al otro lado del mar, reconquistando la tierra sometida, aunque no por ello menos prometida, pese a la repulsa que le produce el régimen castrista, pues entre los intersticios del ser cubano trasplantado a los Estados Unidos y al viejo continente, respira la misma fidelidad de la autora a sus orígenes. Ritmos, olores y sabores caribeños impregnan la narración y, por extensión, el discurrir del otro país, en una promiscuidad de signos y de lenguaje, donde lo sugestivo es la intensidad del cruce simbólico y semántico desplegado desde lo confesional.

Al exteriorizarlo, Yocandra-Zoé redime el caudal de emociones, necesidades y deseos que el encierro geográfico había suprimido, en una labor catártica de autoafirmación y desafío. Ello, mediante la insurrección verbal contra el castrismo utilizando todas las armas de su potencial expresivo: blogs, cartas, correos electrónicos, llamadas telefónicas, comunicados imbricándose como intertextos dentro de la narración, en tanto va dilucidándose el destino de la protagonista, paralelamente al de la escritora. Un destino, que no es sino la guerra transoceánica al sistema autocrático cubano, contra el cual Zoé Valdés sigue escribiendo, con el mismo empecinamiento con que dicho sistema permanece enquistado en la Isla, y se ha extendido peligrosamente hacia otros puntos del continente.


Zoé Valdés: Escribir entre dos aguas (Parte I)

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