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arturo serna
Photo by: Gerard Untalan ©

Yerba Buena (II)

Francisco, el hijo del escritor Hugo Foguet, es el dueño del hostel en el que me hospedo. Es un hombre amable y muy simpático. Toma mis datos y me muestra las dependencias de “su” casa. Dejo mis cosas rápidamente en la habitación. Me indica la heladera y solo intercambio un par de palabras antes de ir a dormir. Estoy exhausto.

A la mañana siguiente, me despierto temprano. Extraño las callecitas de Almagro y el olor del subte. Pero estoy aquí con una misión ligada a la sociedad secreta. Cordial, conversador, Francisco me dice que es una mañana especial para hacer deportes en la montaña. Le confieso que soy un bicho de ciudad y que extraño mis salidas en el subte porteño. Él no sabe –no tiene forma de saberlo– que persigo un objetivo en el que él tiene un lugar clave. Le hablo de la ciudad de Buenos Aires, de mi familia en Moreno y él se distrae. Y luego se pierde en el interior de la casa. Respiro aliviado ya que no quiero generar ninguna sospecha.

Después del desayuno me recuesto en una hamaca colgada en la galería. Reviso los mensajes en el teléfono y tengo uno de JDB. Me dice que podemos salir a la tarde. Noto que no quiere ser descortés. Pero me doy cuenta de que puedo resultar pesado si no hago mi vida solo y si lo dejo que se mueva sin presiones. Le respondo que no se preocupe, que le escribo más tarde para ver qué hacemos.

Almuerzo empanadas en la casona que está cerca del hostel, la misma en la que estuvimos con JDB el día anterior. Muy cerca está el Banco Galicia. Extraigo unos billetes. Debo tener el dinero para pagar mi estadía.

Un rato posterior al mediodía, me instalo, de nuevo, en la hamaca plácida. Tengo un libro en la mano. Francisco lo advierte y me pregunta qué estoy leyendo. Y engancha las referencias a los libros con la historia de su padre. El plan sale bien. Me dice que su viejo era marino y que también publicó varios libros.

Francisco me dice que su padre, Hugo Foguet, estaba poco tiempo en la casa ya que permanentemente estaba en los barcos. Foguet había estudiado marina en la Escuela Mecánica de la Armada. Su pasión por los barcos empezó de chico.

Le menciono la falsa paradoja de que un muchacho nacido entre montañas anhelara el mar. Francisco se ríe y dice que no le parece extraño sino todo lo contrario, dice que le parece una consecuencia natural que alguien que nació entre montañas desee algo que no tiene cerca. Así funciona el deseo, agrega.

Suena el teléfono. Francisco atiende. Intuyo que es un cliente pero me equivoco. Es JDB. La llamada es para mí. Atiendo. Me dice que tiene un regalo para darme y que podemos vernos en la plaza vieja de Marcos Paz, que seguro el dueño del hostel podrá orientarme.

Cuelgo. Francisco se acerca y me ofrece un cigarrillo. El vínculo se torna más íntimo, imprevistamente. Me pasa eso con el humo: me pongo melancólico y estrábico. Veo las cosas de otra manera. El humo mejora mi vida.

Francisco se sienta a mi lado. Yo sigo con el libro en una de mis manos. La hamaca apenas se mueve por la brisa que contonea el follaje del jardín interior. Aún hay sol.

Con un tono nuevo, curiosamente confesional, Francisco me dice que los viajes de su padre fueron tantos que no recuerda el número.

Le digo que algo conozco la historia porque he leído un libro publicado por la editorial Perfil. Francisco salta en la silla y hace un ruido con la boca, entre el asombro y la expectación. Se pone contento. Le hablo de la novela y él conecta la historia con otra anécdota. Me pide que lo acompañe. Me muestra el interior de una pieza ubicada al fondo. Dice que ahí, sentado cerca de esa banca, su padre escribió su novela Pretérito perfecto.

Sin preámbulos, le hablo de la sociedad de escépticos. Francisco sostiene, para mi sorpresa, que él considera que el capitalismo no da más, que el hippismo fue una forma de anarquismo que fracasó, que hay que probar algo nuevo. Le digo que su padre, el gran Hugo Foguet, dejó una huella imprevisible en un marino escéptico de Ucrania. Francisco se queda estupefacto. Cuando se repone del mutismo, dice que nunca le habló de eso, que hablaba poco cuando volvía de las vueltas por el mundo. Le cuento la historia de Litivenko y de su nieto, le advierto que el nieto está en contacto conmigo por lo de la sociedad de escépticos. Francisco se entusiasma y entonces me pide que firme el libro de los visitantes ilustres. Me pongo serio. Le confieso que la solemnidad es uno de los peores males del mundo y que prefiero no firmar. Francisco no se enoja, pone la pava y me ofrece unos mates.

Llego a la plaza con cierta dificultad. En uno de los bancos del centro de la vieja plaza está sentado JDB. Me pide que caminemos. Me habla, ufano, de las muchas gestas acaecidas en Tucumán. Por supuesto, narra los pormenores de la batalla de Tucumán y recupera la figura de Belgrano. Le digo que en Tucumán también ocurrió el Operativo Independencia. JDB me ataja con la mano. Me pide que dejemos ese tema para otro momento.

La noche se pone tensa. Me río. Él sonríe. Nos sentamos, al frente de la iglesia. Le señalo los árboles altos, vigías inútiles, y las casonas, el bar que está cerca. JDB saca un libro y lo acaricia como si fuera un niño. Yo veo la tapa y no digo nada. Con humedad en los ojos, recuerda a su abuelo árabe, las siestas de juegos en su pueblo natal, cerca de Salta, las noches de lecturas del Billiken, la casa de Lola Mora. Y enfatiza la idea de que Lola Mora es tucumana.

Más aliviado, con la charla con Francisco en mi cabeza, le cuento el propósito de mi viaje. Le digo que quería visitar la provincia para ver a mi amigo y también para indagar en la conexión de Hugo Foguet con una célula anarquista de Ucrania.

JDB se entusiasma. Me dice que él sabe que esos viajes del marino tienen cola. Le digo que sí, que por una fuente confiable, sabemos que Foguet se conectó con un miembro del grupo anarquista. Ese antiguo miembro tiene un nieto que ahora es filósofo.

JDB me pide aclaraciones. Le digo que es un filósofo que forma parte de la sociedad de escépticos. Me dice que estoy loco. Le digo que no, que de a poco vamos a cambiar algunas cosas. Señalo la iglesia y le comento que han hecho mucho daño, que las sociedades necesitan más ateos y menos religiones. JDB se enoja y golpea con el lomo del libro en el banco. El silencio exterior se modifica con el leve golpe en el cemento. Al frente, en la iglesia, un curita sale a saludar a algunos visitantes. JDB lo ve y le hace un saludo con el brazo. El curita hace lo mismo.

Me pide que me calle. Insisto. Le digo que la iglesia es la responsable de los atropellos de los últimos años en el mundo. Me dice que soy un fanático. Le pido que se calme. El curita se mete en la iglesia y se distrae en la conversación con unas chicas presuntamente devotas, con polleras largas y el cuello cubierto por un pañuelo. JDB sigue la figura del curita y misteriosamente encuentra el sosiego.

Suspira. Levanta el brazo y me muestra la tapa. Es el volumen grueso de las Prosas, de Enrique Banchs, el libro que suele citar. Lo abre y recorre con el dedo la foto y la firma de Banchs. Dice que en esas páginas, y las señala, está cifrado el pasado y también la misión que tienen los tucumanos: volver a ser lo que eran. Le recuerdo que Nietzsche decía “conviértete en lo que eres”.

“Eso mismo”, dice JDB, y se emociona.


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