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Begona Quesada

WHITE  71

-Entonces, ¿cómo lo ve? ¿Acepta usted?

El hombre le ofreció su mano sobre la mesa. Era una mano blanca y suave, con una pelusilla casi adolescente en el envés. Demasiado joven.

Levantó la vista hacia sus ojos, en un fugaz intento inocente de asegurar la honestidad del trato. Tenía un ojo más azul que otro, con una fina grieta negra en el iris, como un rayo profundo clavado contra la pupila. Era lo único llamativo de su aspecto. Desde la mesa de al lado, parecería un hombre normal: quizás la barriga, las audaces gafas de sol y la llave del camión sobre la mesa delatarían su actual profesión. Teo habría esperado al menos una perilla, o una pajarita. Y unas manos con más nudos, más historiadas, y las uñas sin duda no tan inmaculadas. 

-¿Ningún sueño, nunca más?

-Bueno, ningún buen sueño. Las pesadillas no forman parte del trato. Pero solo serán las habituales, no más frecuentes ni peores.

 -¿Y me aseguras que lo veré, que lo podré tocar, hablarle y que me hable?

-Como si estuviera vivo. Le reconocerás a él y tu padre a ti.

-Media hora. Media hora exacta. Y que podré recordarlo luego.

Asintió dos veces.

Teo estiró la mano y se la dio. Esperaba un estremecimiento en algún sitio, qué se siente cuando te desalman, pero apenas tuvo una leve sensación de frío, como la hoja de un cuchillo afilado. Instintivamente se chupó el pliegue entre el pulgar y el índice, aunque no había nada.

-Dime,… solo por curiosidad. Naciste Tadeo Fernández Bellido, pero ahora te haces llamar Teo Bellido. ¿Por qué tanto interés en hablar con el hombre a cuyo nombre y apellido has renunciado?

-No llegué a tiempo para despedirme. Eso es todo. Yo amaba a mi padre. El nombre no tiene nada que ver.

Arqueó las cejas.

-Nunca entenderé por qué os preocupan cosas tan efímeras como un nombre. O un imperio. De veras creo que el principal fallo en la concepción del ser humano es la falta de aceptación de su finitud. Nada tan breve nunca se creyó tan eterno.

El hombre se sacó del bolsillo una especie de bolígrafo Bic azul y lo puso delante de Teo sobre la mesa. Luego abrió una cartera negra y de un fajo que parecía haber pasado por miles de manos extrajo un billete gastado y verdoso. Era un billete lejano, un general con boina ladeada en el frente y una numeración muy larga en dólares.

-En fin… yo te agradezco el trato. Paga tu entrada con esto. Y aquí tienes la dirección y las instrucciones para llegar. Solo se puede leer con el reflejo directo de la luz del sol. Directo, no a través de una ventana ni de unas gafas de sol. Es una letra muy pequeña, estoy intentando mejorarlo porque los humanos cada vez ven peor antes… Pero tú eres aún joven, la podrás leer. Sigue los pasos ordenadamente, sé meticuloso. No tendrás ningún problema. Aunque… repito… ¡Te podrías haber ahorrado todo esto hace tanto tiempo! Pero en fin, nunca es tarde si es dicha. Ahora sí: bebamos.

Le ofreció su cerveza. Casi se podía ver la huella de la  mano muscular, casi invertebrada, del hombre sobre el cristal de la botella. Teo la cogió entre el índice y el anular, intentando el mínimo contacto, y la volcó en su boca, dispuesto a tragar lo que cayese.

De repente ver todos sus sueños, sus fantásticos sueños, los de la isla verde, los de volar, los de bucear como un pez, los sexuales y de amor con algunas de sus antiguas novias o con la mujer del momento, los de flotar sin miedo sobre un mar amigo como una tabla de surf, los de hojas y olores,… Todos a cambio de un billete sudado y una carcasa rayada, le produjo un vértigo mercúrico.

-¿Y ya está? ¿Eso es todo? ¿Y si no lo encuentro? ¿Y si no llego a tiempo, si llego tarde?

El hombre cerraba su mochila mientras se levantaba de la mesa.

-No te preocupes, tu padre no se va a ir ya a ninguna parte. Lo encontrarás.

-¿Y si no está? ¿Y si no? ¿Volveré a soñar?

-Confía en mí. Llevo mucho tiempo en esto… Me alegro de que hayas vuelto a mí.

Abrió la puerta de cristal y la campanilla del techo pareció empujarle hacia la calle.

Al día siguiente, Teo se puso en marcha y setenta y tres horas después, a través de rutas de autobús que no traían los mapas, túneles que parecían recién excavados y tres conductores extrañamente simpáticos que le aceptaron como autoestopista, llegó delante de la casa blanca que la carcasa anunciaba en su última instrucción. Exactamente esa, el número nueve.

Parecía cerrada como una nuez, desposeída después de un verano o de una larga vida regando geranios y preparando almíbar y limonada con menta. Pero sin embargo desprendía el calor de un ser vivo dormido. Armoniosa y a la vez asimétrica.

Teo apretó el pequeño timbre repintado en la jamba derecha. A través de la sobria puerta marrón, resonó el dindón cruzando varios patios. Le pareció que las contraventanas detrás de la reja parpadearon levemente y una luz fugaz  se desprendió del pavés sobre la puerta.

-Pase, le esperan al fondo. Junto al pozo.

Teo sacó el billete verduzco de entre las páginas 64 y 65 de un libro, no se había atrevido a meterlo en su cartera, y lo dejó entre los dedos regordetes de la señora en bata guateada que le abrió la puerta. Esa era la última instrucción. A partir de aquí, el haber del trato.

Su padre se levantó nada más verle. Había otras mesas, todas redondas de hierro con gruesas patas enroscadas y sillas similares que hacían un ronco carraspeo contra los adoquines al correrlas. En cada una había dos o tres personas absolutamente enfrascadas en sus conversaciones. Se oían risas, frases cruzadas y palabras sueltas, como en una cafetería, pero la ausencia del tintineo de vasos  y cubiertos amortiguaba la escena como un grueso musgo.

Teo corrió hacia él y se abrazaron largo. Su olor, la forma de su torso al apoyar la cara contra el largo hueso del  hombro, la temperatura y presión de sus brazos rodeándole y finalmente el sonido de su voz.

-¡Hijo mío! ¡Hijo!

-¡Papá! Eres tú. ¡Papá!

-¡No podía creérmelo! Cuando me lo dijeron, cuando me dijeron que era posible… No me lo creía. Tocarte otra vez, sentirte. Te sigo viendo y te oigo, ¿sabes? Pero tocaros, a ti y a tu madre y a tu hermana, oleros… Lo echo tanto de menos. Es lo más duro de estar muerto. Eso y no estar ahí con vosotros, pasando lo que pasáis. Haciendo lo que hacéis.

-¿Nos ves? ¿De verdad? ¿Y nos oyes, me oyes cuando te hablo?

-Todo el rato, Teo. Todo el rato. Siempre.

-¡Papá!

Le abrazó otra vez. Luego le agarró las manos, apaisadas y salpicadas de vello oscuro, la uña negra del índice machacada por el trabajo en la tejera de niño, las palmas grandes y profundas. Le agarró las dos, una en cada una de las suyas, fuerte.

-Papá, no tengo mucho tiempo. He venido a decirte que te quiero. Que te quiero mucho. Que te he querido siempre. Que te agradezco muchas cosas, todo, todo lo que soy. Que me equivoqué muchas veces. Que te admiro. Que lo hiciste muy bien. Que te echamos  de menos. Que si alguna vez tengo hijos les hablaré de ti, y si es un niño le pondré Tadeo, como tú. Como yo.

-Lo sé, hijo. Todo eso, lo sé. Me lo has dicho muchas veces desde que me he muerto. Y siempre te he escuchado. Y yo a ti. Siempre lo he hecho. Y a tu madre y a tu hermano.

Teo le apretó las manos mientras hablaban hasta que le dolieron los nudillos. Había soñado tantas veces con volver a coger esas manos, estudiarlas. Memorizar sus lunares y la distribución de las pequeñas matas oscuras.

De repente, se dio cuenta de que las luces perdieron intensidad y también la conversación de las otras mesas. Esta vez fue su padre el que le presionó las manos, las lámparas parecieron volver a ganar vida y el teatro de las otras mesas se reactivó. Pero su padre se abalanzó sobre él y le apretó hasta casi dejarle sin respiración, dándole un largo beso en la mejilla izquierda. Las luces bajaron otra vez y esta vez la pausa fue más larga, la presencia de su padre perdió consistencia. Cuando volvió la claridad sólo estaba la señora de la bata junto a la puerta, con la mano en el pestillo.

-De aquí solo se puede ir en taxi. ¿A nombre de quién?

-De Tadeo. Tadeo Fernández Bellido.

-Muy bien. Lo tiene en la puerta.

Desde la calle, la casa volvió a tener esa apariencia de nuez. Se subió al taxi y se quedó dormido. Cuando le despertaron estaban frente a la antigua estación de autobuses de Palos de la Frontera en Madrid. Acababa de llegar un autocar desde Lugo y la gente salía de la estación hacia el metro arrastrando maletas y cargando bolsas. No reconocía los negocios a su alrededor, ni el aspecto de la calle, pero sí el plano de metro, así que decidió coger la línea hacia su casa. Tenía la sensación de haber dormido profundamente durante solo unos minutos y de no haber soñado nada.


Foto Credits: Marcelo del Pozo, @marcelo.del.pozo

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