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Photo Credits: Gabriela Camaton ©

Volver a soñar 

En el horizonte próximo no pareciera haber solución. La situación precipita. Se agrava día tras día. Venezuela, otrora, había sido una isla de paz en un continente ensangrentado por dictaduras militares. Hoy pareciera haberse transformado en un laboratorio en el cual viejos hábitos conviven con nuevas tendencias. En él encuentran cabida la vocación autoritaria de unos pocos, administrada, dosificada y adaptada a las nuevas realidades; y rancios teoremas intervencionistas, que creíamos extinguidos con la caída del “Muro de Berlín”. En Venezuela pareciera revivir la guerra fría que caracterizó medio siglo de historia de la humanidad. 

Venezuela vive una crisis sin fin. Inútil volver a soltar cifras harto conocidas. Iperinflación, caída del Producto Interno Bruto, desaparición de la clase media, destrucción del tejido productivo, crecimiento de la pobreza. La realidad es que todo eso, al gobierno del presidente Maduro, pareciera no preocuparle. Hay quién dice que no tiene la capacidad ni la voluntad para aplicar las medidas impopulares, necesarias para reconstruir la economía de sus cenizas. Es comprensible. Debería aceptar el fracaso de una revolución que en 20 años sólo ha sido capaz de crear pobreza, miseria y delincuencia. Más cómodo es atribuir toda responsabilidad a una presunta “guerra económica”, declarada al país por el capitalismo mundial. La lucha de David contra Goliat. Pero, en esta ocasión, David está agónico, desahuciado. Así que la alternativa a un golpe de timón es seguir con el “estado paternalista”. Más que eso,  con el Estado asistencial con fines electorales. Chantajea al electorado. Lo mantiene dependiente de las “misiones”, de los “bonos”, de las “bolsas clap”. Entrega migajas en cambio de votos, mientras el poder se enriquece.   

No hay oposición política real. El archipiélago de pequeños partidos está dividido y sin norte. Se reconoce en un objetivo común. Y, sin embargo, es incapaz de trazar una estrategia a largo plazo para alcanzarlo. Privan envidias, recelos, intereses personales. Se enfrascan en rencillas de comadres, a veces alimentadas por el poder. Divide y gobernará. 

Mientras el país vive el peor momento de su historia, las potencias mundiales parecieran transformarlo en un “pequeño laboratorio”.  El  magnate norteamericano, ahora inquilino de la Casa Blanca y el ex jefe de la Kgb, ahora dueño y señor del Kremlin miden sus fuerzas. Se vuelve a la “guerra fría” y hasta se barajan hipótesis de intervenciones militares. 

En días pasados un funcionario norteamericano reveló que el presidente Trump asomó a algunos de sus consejeros la posibilidad de invadir el país. La misma idea habría sido expuestas a presidentes latinoamericanos en el curso de una cena privada. La noticia sorprendió. Es el regreso al pasado. Trump pareciera querer desempolvar viejas costumbres que no tienen asideros en el siglo XXI. La “Casa Blanca” desmiente. Sin embargo, al hacerlo confirma. No está planteada una invasión armada; pero La “Casa Blanca” estudia todas las hipótesis. También esa. 

Mientras tanto crece el éxodo de venezolanos. Son cada vez más los jóvenes y los profesionales que buscan en otras tierras tranquilidad y un futuro mejor. La diáspora venezolana es una realidad. Puede crear desequilibrios en la región. Y eso inquieta a las naciones del hemisferio. Ahora se habla de permisos temporales, de asilo político y hasta de la creación de figuras legales “ad hoc” que permitan filtrar la emigración venezolana.  Tal vez, como han sugerido algunos expertos, haya llegado el momento de otorgar a los venezolanos el “status” de refugiados. Y permitir a los que lo deseen establecerse en otros países, reconstruir sus vida y finalmente volver a soñar. 


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