Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

Victoria Ocampo en el mundo de Marcel Proust (II)

La totalidad de los “nombres de nombres” y sus historias transcurren en el país particular de Victoria Ocampo trazado con calles que, como las casas que las bordean, constituyen parte de su herencia o fueron también los predios del narrador de Albertina. Así, la esquina en la confluencia de las calles San Martín y Viamonte “en que echaría ancla esta mi vida y en que se desarrollarían los acontecimientos o parte de los acontecimientos más importantes de mi vivir (SUR en la misma esquina), llevaba mi nombre y apellido en un momento estremecido de nuestra historia”. Florida será la de Vitola y el primer desengaño de su Tiempo entre dos continentes, pues al volver de su primer viaje a París la autora la encontrará estrecha y fea, al compararla con la Avenue des Champs-Élysées; tanto como a Marcel, en su regreso a Combray, le había parecido el río Vivonne al equipararlo con el Sena. Tucumán contendrá la casa de la madrina, segunda de sus tías preferidas y escenario de los juegos de infancia; también de su primer dolor en ese volver a colocar con los huesos, tras una caída patinando, uno más de sus recuerdos.

A partir de este instante, la vida de Victoria Ocampo será un continuo poner una vez más en su sitio todas las cosas vividas a ambos lados del océano. En el que se ubica París, el Boulevard Malesherbes adquiere particular relieve, desde el punto de vista afectivo; no solo porque contiene la casa donde Proust estuvo con su familia los primeros treinta años de vida, y le inspiró consecuentemente diversas escenas de En busca del tiempo perdido, sino porque constituye la primera geografía hacia donde la pasión de Victoria se dirige, al contener la casa del hombre que durante quince años sería su amante.

Y si Proust vive en aquel boulevard el amor filial del cual se desprenden los celos, que en su caso exigían la posesión casi enfermiza de la madre, Ocampo experimenta los celos que surgen del amor carnal ante la dificultad para poseer a su objeto; no solo por estar casada con otro hombre, sino por tener aquel una fama de mujeriego y conquistador, semejante al Swann de la Recherche. Aunque, en el fondo, también Jaime Martínez se sentirá opacado por su Victoria-Odette, e igualmente deberá reconocer la superioridad de una mujer, a quien Virginia Woolf había imaginado sobre la cubierta de un barco jugando al tenis con alguien parecido al rey de España, José Ortega y Gasset llamaría “la Gioconda Austral”, André Malraux “reina de ningún país”, y Ernest Ansermet “el Ritz de la inteligencia”.

Pero aún Victoria, como Marcel, no tenía conciencia clara de su destino y exigía de su Albertina saber todo: “Hasta tus más insignificantes calaveradas. Yo creía que cuando lo supiera todo me quedaría en paz, o que por lo menos me quemaría menos esa llama, pues sufría de unos celos retrospectivos a lo Proust (a quien no conocí: À la recherche du temps perdu se publicó en 1914, en plena guerra, en plenos amores)”.

Las calles de Buenos Aires, especialmente la de Garay en la cual se ubica el apartamento donde clandestinamente Victoria y Jaime se encontraban, constituirá el escenario donde transcurre la relación, entre los altibajos signo del “amor-pasión” y que, como la del narrador por Albertina, encuentra con la recuperación del Tiempo y la ejercitación de la memoria su expresión más acabada.

El recuerdo de las infidelidades pasadas, cuando el objeto amoroso no había entrado aún en sus vidas produce, tanto en Victoria como en Marcel, un desasosiego extremo. Cualquier incidente exterior que les recuerde el horror se transforma en agonía, “pues así como al principio el amor está formado de deseos, más tarde solo lo sostiene la ansiedad dolorosa”. Marcel no puede soportar, al ver a Andrea, la posibilidad de que Albertina haya tenido una relación con ella o con alguna otra de las muchachas-flor; y cuando le detalla alguno de los vestidos que él no le ha visto puestos, le ocurre como a Victoria la tarde cuando una probadora, midiéndole el ruedo de la falda, describió el cuerpo de una mujer con quien Jaime había tenido un affaire: las piernas “empezaron a temblar, mi corazón a latir como cuando a uno le advierte el médico que le queda poco tiempo de vida a un enfermo querido”.

La conjunción o el doble naufragio de los celos y la memoria en el sueño, llevará a Ocampo a publicar su primer artículo; como si con ello pudiese, no solo mostrar su independencia, sino indirectamente hacer pública la pasión por el otro —se lo dedica a J.— que hasta entonces había mantenido oculta. Otra calle, la Avenida de los Incas, encuadrará la madurez del sentimiento. La casa que el amante literalmente ordena hacerse allí marca también para Victoria el comienzo de su vida propia; y las calles y casas que hasta entonces habían sido heredadas de otros, serán a partir de entonces adultamente escogidas: de un lado, Montevideo, Mar del Plata y Palermo Chico, del otro, la Rue d’Artois. Y esa facilidad —desparpajo casi— con que Ocampo se manda a construir y se deshace de sus casas y las calles que las contienen, se convertirá en alegoría de la desenvoltura con que escribirá sus Testimonios y “jugará” con quienes contribuyeron a escribir la Historia en su momento.

“Voulez-vous jouer avec moi?” Esta súplica que Victoria y Marcel niños hacen en el Pré Catelan de Champs Élysées espera del otro una respuesta afirmativa, o más bien una rendición incondicional a sus deseos. Desde la intimidad de las casas a la exterioridad de las calles y ciudades, tanto Proust como Ocampo tuvieron sus dioses pero también quienes existieron en función de sus deseos; cual si ambos fuesen la prueba sensible de que nadie puede vivir así, si no hay antes un ser que viva dedicado a uno. De las relaciones escogidas Marcel tuvo a la “querida” Celeste y Victoria a la “arbitraria” Fani. Ellas velaron por los miedos de sus amos —el ruido en Marcel, los truenos en Victoria—, como un remanente del temor infantil a la oscuridad, que ambos combatían con una lámpara vieilleuse. Una actitud, contrapartida de su abierta generosidad. Y es que si, por ejemplo, Victoria malvende una medialuna de brillantes para pagarle a Rabindranath Tagore su estancia en Argentina, y Marcel se deshace de algunas piezas del mobiliario familiar a fin de poder seguir agasajando a sus amigos con fastuosas cenas, es porque existe en ambos la necesidad de compensar su marcada dependencia hacia los otros. Dependencia que va, indistintamente, de lo personal a lo profesional y que tiene a las casas como marco.

Proust pedirá constantemente a sus amigos que le visiten en la cama —allí les leerá a Reynaldo y a Lauris las primeras páginas de su obra. Y Victoria, en sus casas de Buenos Aires y especialmente San Isidro, solicitará desde colaboraciones para la revista Sur —fundada por ella el año 1931, y como excepción, en un continente donde la continuidad no existe, se publicó durante medio siglo—, hasta visitas de sus incondicionales como Ortega y Gasset, a quien en carta de 1949 desde San Carlos de Bariloche le dice: “Yo aquí compro un terreno y me hago un rancho. Quiero tenerlo listo dentro de 5 meses. Espera hasta entonces y te mostraré mi Patagonia”.

Pero entre todos los lugares, San Isidro será el verdadero Combray de Victoria; la geografía a la cual imaginariamente más se devuelva, idealizándola tanto como Proust la suya de Illiers, aun cuando ella no le haya cambiado el nombre. Las separaciones de quienes ama hacen de San Isidro y sus tormentas un referente constante. Al embarcarse a los seis años por primera vez hacia Europa escribe: “Yo temí las lágrimas de mis tías como temía las súbitas tormentas de San Isidro”. Fani, antes de morir, también se despide de ella en esa casa, y al irse definitivamente “ella ya no oía los truenos ni volvería a entrar en mi cuarto para protegerme con su presencia de las tormentas de San Isidro”.

Como el Illiers de Proust, San Isidro prueba la consistencia de sus amores, donde el temor a causarle un disgusto a sus padres lleva a Ocampo a vivir ocho años bajo el mismo techo con su marido pero sin dirigirle la palabra, infringiéndose consecuentemente un daño que Marcel arrastrará hasta la muerte; no solo porque en su caso signará la culpa ante sus “perversiones” sexuales, sino porque le llevará a reprochar secretamente a su madre el beso negado tantos años antes. Una responsabilidad que solo expiará al expirar. “Madre”, en efecto, será la última palabra pronunciada.

Esa libertad que Proust únicamente alcanza con la muerte y el agotamiento en la obra, Ocampo la obtendrá en vida dedicándose a la suya. Y debe ser así pues si la Recherche exigía la renuncia al afuera, los Testimonios y la Autobiografía piden justamente lo contrario, es decir, la consagración de la autora al mundo exterior. Una certeza de la cual no solo los libros sino también el rostro se hace metáfora y los acerca, ya que Paul Helleu reproduciría el de Marcel en su lecho de muerte, como trece años antes había dibujado el de Victoria pletórico de vida.

Victoria Ocampo comenzará a ganar el Tiempo, el año que Marcel Proust ha consumido el suyo: 1922 constituye, entonces, un principio y un fin. Dos años después Tagore, de cuya obra Victoria había aprendido los matices del amor, llega a Buenos Aires quedándose unos meses con ella; también entonces la autora conoce a Ernest Ansermet, quien le leerá por primera vez a Proust. Estos acontecimientos establecerán el punto de partida para la escritura del yo desde la historia, desarrollada a medida que esta va entrando en su vida. Además, el año 1929, “la pasión amorosa se había convertido en ternura y la exaltación a que me llevaban los libros y la música (y aquellos con quienes la compartía y hablaba de ella) me absorbió al punto de hacerme olvidar a menudo el resto”.

Negándose así al deseo del cuerpo, Victoria se entrega de lleno al otro cuerpo, es decir, el del texto. Aferrada a esa certeza construirá sus casas, las que habita y la que dirigirá por medio siglo. San Isidro y Sur serán los lugares sólidos hacia donde volverá siempre tras los viajes por Europa y América. Ellos conforman su Ínsula; la Ítaca que espera el regreso después de cada aventura, que los Testimonios consignan a fin de ir construyendo desde lo heterogéneo el país personal, donde Argentina y América ocuparán el mayor espacio. Pese a sus años por Europa, y particularmente Francia, Ocampo es profundamente latinoamericana: “Lo que desde ya sabemos afirmar de América es que estamos enamorados extrañamente de ella. Y ese amor, como todo gran amor, es una prueba. Prueba que arroja sobre nuestras incapacidades e imperfecciones una luz resplandeciente y cruel”, escribe Waldo Frank en la carta de fundación de Sur.

Aquello que en su juventud comienza siendo una intuición, la obra lo transforma en una certeza, territorializándolo, al enraizarse su escritura en el continente como lenguaje y como anécdota, con el mismo tesón puesto por la autora para hacerse con el idioma que lo representa. Su francés es al español lo que Europa a Hispanoamérica, un colonialismo del cual hay que desprenderse poco a poco; lo cual no significa negar al otro, ya sea el idioma o el continente. Y Victoria pone a cada uno en su lugar, no sin esfuerzo, errores y sacrificios; pero al hacer un balance, se observa que tanto Sur como los Testimonios se inclinan hacia Latinoamérica mucho más que hacia Europa.

A nivel personal, más que instaurar un cosmopolitismo, Ocampo afianza el universalismo; pues si bien ella está en muchas geografías, sus raíces se encuentran sólidamente plantadas en Suramérica: “Soy suramericana desde hace tantas generaciones que me he olvidado de aparentarlo. No siento la necesidad de disfrazarme de suramericana, de disfrazar mis pensamientos a la sudamericana y de descubrir América del Sur a cada instante. Esta necesidad devora, por el contrario, a los sudamericanos de última hora”.

Ello, no únicamente porque la autora lo diga, sino porque la obra lo refrenda. Y si de algún modo “cuando no estaba en Francia trataba de transportar Francia a la Argentina, por la sencilla razón de que no podía pasarme sin ella”, es porque al hacerlo contribuía a rescatar al país de un localismo que tanto daño ha hecho a través de los siglos a Nuestra América.

Hacia el final de su vida, al donar sus casas más queridas a la UNESCO, Victoria afianza todavía más su latinoamericanismo, y las rescata simultáneamente de la desaparición y el olvido. Marcel no podrá controlar el destino de las suyas cuando se haya ido; solo consignarlas desde la memoria de otros: biógrafos, amigos, familiares, Céline. Victoria, en cambio, las seguirá teniendo tras su partida, a fin de que no se esfumen como las de sus seres más cercanos, transformadas en cines, embajadas o ventas de electrodomésticos. Ello, además de ponerlas al servicio de la educación, cual única vía para construir una Latinoamérica mucho más digna.

Al rescoldo de las casas, tanto Proust como Ocampo toman conciencia del Tiempo recobrado; un libro, cierto sonido, les traerá a la mente todo el que ha sido recorrido. La vida y la obra lo inscribirán hacia el final, porque será entonces cuando la simbiosis entre ambas alcance sus instantes de gran desesperación, al ver sus hacedores que el otro Tiempo se acaba y aún no han concluido su labor de recuperar el perdido. Efectivamente, ambas serán obras inacabadas a las que otros, con mayor o menor fortuna, pondrán punto final. En el caso de Ocampo, los dos últimos volúmenes de la Autobiografía serán reconstruidos a posteriori; tanto, como la selección de su correspondencia responderá al gusto de otros.

Igualmente, la casa de la princesa de Guermantes lleva a recordar al narrador de la Recherche, los rostros de la aristocracia que tanto amó, al verlos ajados y en decadencia, cuando eran jóvenes y no habían sufrido aún los estragos del Tiempo. Marcel cae en cuenta ahí de que solamente la obra los rescatará a fin de conservarlos intactos para siempre.

En Victoria son muchos los lugares, las casas. En crónica de 1964, por ejemplo, a los setenta y cuatro años de su edad, evoca desde tres tiempos distintos el último encuentro con Marguerite Moreno, después de la Segunda Guerra Mundial, en el teatro Athenée de París, para recuperarla a principios de siglo, “en un cuarto que ya no existe —fuera de mi memoria— en la esquina de Florida y Viamonte”. “Rodeada del ‘temps retrouvé’” Ocampo, a medida que va acercándose a la muerte, es decir, a la cima del Tiempo recobrado, necesitará inventariar su vida pasada con un énfasis cada vez mayor. Este clímax lo alcanza en el último volumen de los Testimonios donde, en crónica de 1977, no por casualidad intitulada “El tiempo de Malraux”, hace acopio presuroso de toda su existencia.

El tintineo de la campanilla, con el que antaño los padres de Marcel despedían al señor Swann, escuchado en la casa Guermantes, causa en el narrador el mismo efecto; comprende que “aquel tintineo era allí donde estaba, como estaba también entre él y el momento presente, todo aquel pretérito indefinidamente desarrollado que yo no sabía que llevaba en mí”. También ahí ambos temen no haber recordado, reencontrado, el Tiempo suficiente. Marcel al regresar a Combray se resiente: “¡Qué pena comprobar lo poco que revivía mis años de otro tiempo!”, lo mismo que Victoria desde su refugio en San Isidro: “¡Ay, cómo he lamentado el tiempo perdido!”.

Del mismo modo, ambos vacilan en cuanto a sus respectivas capacidades para llevar adelante su tarea. Marcel ante el portal de los Guermantes, a pocas páginas de concluirse la Recherche, se queja de sus “escasas dotes”, y Victoria, en la introducción al último volumen de los Testimonios, deplora la falta de “dotes o posibilidades de desarrollar plenamente las que tenía”.

Pero en seguida se recobran, pues Marcel sabe que con En busca del tiempo perdido les ha dado a sus personajes un lugar “prolongado sin límite en el tiempo”, y Victoria con los Testimonios ha ubicado a los suyos en la Historia; de ahí que se corrija y casi, como última verdad, confiese: “No me arrepiento del tiempo que algunos consideran perdido”.

Claro, los dos sabían desde siempre que era imposible escapar a esa suerte; que sus vidas iban a estar puestas en función del rescate del Tiempo a fin de recuperar todo lo vivido. Y debían hacerlo a la deriva, a punto siempre de naufragar contra las costas de ese mismo Tiempo, sostenidos solo por la incertidumbre y la memoria. Y lo sabían, pues ambos se habían sumergido en las aguas del recuerdo mucho antes de que hubieran consignado recuerdo alguno: Marcel Proust, literalmente, al caerse de niño en la fuente del jardín de Ateuil; y Victoria Ocampo, metafóricamente cuando, niñita, en el patio de la hacienda de Tata Ocampo se trepó al aljibe y “por el agujero miraba el agua” cual espejo inmóvil que, sin embargo, pronto empezaría a moverse para permitirle a su destino levar anclas y zarpar lentamente hacia mar abierto.

Hey you,
¿nos brindas un café?