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Alejandro Varderi

Victoria Ocampo en el mundo de Marcel Proust (I)

Cuando estudiaba una maestría de literatura hispanoamericana en la Universidad de Illinois, buscando en la biblioteca, una de las más completas de Estados Unidos por cierto, me topé casualmente con un volumen en cuya tapa aparecía el rostro muy hermoso de una mujer. Al moverme hacia el nombre leí: Victoria Ocampo. Quedé ahí fascinado por la doble belleza, la del rostro y la del nombre, e inmediatamente vi en su poseedora la sombra de un personaje proustiano; alguien a quien el narrador de En busca del tiempo perdido habría incorporado a su obra de haberla conocido. Ello no hubiera resultado difícil pues Victoria Ocampo, desaparecida físicamente hace poco más de cuatro décadas, estaba en París cuando los años de Marcel Proust, de cuyo fallecimiento se cumple un siglo el año próximo, tomaban forma en la Recherche. Pero, claro, Marcel salía ya poco; se hallaba encerrado recuperando el Tiempo, mientras Victoria se encontraba muy ocupada perdiéndolo.

Me sorprendí al observar que el nombre de aquella mujer se prolongaba de uno a otro estante; que la pasión se extendía tanto o más que la de aquel. No toqué aquellos volúmenes, sin embargo, y en muchas idas a la biblioteca los visité, como hubiese podido visitar el salón de Madame Lemaire o el de la Verdurin: mirándolos sin rozarlos. Tiempo después, en Manhattan, pensé que era hora de acercarme a Victoria y premeditadamente me dirigí a la biblioteca de la Universidad de Nueva York, donde seguía mi doctorado, con la intención de tocar esa imagen. Mi decepción fue grande: el rostro había sido borrado por una encuadernación verde botella que probablemente habría horrorizado a la autora; la disposición de los volúmenes tampoco seguía el cuidadoso orden de Urbana-Champaign y, además, estaban incompletos. Y es que la vida en Manhattan no sigue el riguroso trazado de los campos de maíz del estado de Illinois, tampoco, por suerte, su monotonía.

Empecé así a leerla fragmentariamente, como años antes había leído a Proust, dejándola dibujarse en mí a partir de los recuerdos consignados en sus Testimonios (1935-1978) y su Autobiografía, comenzada en 1952 y publicada en 1982. Como Marcel, también Victoria empezará a narrarse desde los recuerdos de los otros. “Los recuerdos que le traía (al padre) el olor de la retama”, las andanzas del abuelo “para traer el quebracho necesario para el durmiente de las vías (del tren)”, son los que el narrador de Albertina toma prestados de su propio abuelo al rememorar su relación con el padre del señor Swann, o los dibujos moros en los “platitos dulces de Combray” que remiten a la tía de Marcel al mundo que Swann, sin ella saberlo, frecuentaba ampliamente, y que sería después el dominio de donde Proust extraería la materia para su propia recherche. Pero para ambos la vida era aún entonces un “puro presente” en el que Swann se completa a los ojos de Marcel desde sus mayores, y la tía abuela Luisa surge desde las anécdotas del primo Germán a quien la misma Victoria recuerda como “un encantador personaje proustiano”.

Tanto para Victoria como para Marcel el sueño es el estadio donde invariablemente ancla el cuerpo y zarpa la memoria, siempre sin rumbo fijo, pues solo a la deriva les es posible recuperar los instantes almacenados por detrás de la vida que pasa. Instantes que para Ocampo son “un archipiélago caprichoso en un océano de olvido” y para Proust “un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada”.

Estas dos maneras de actuar la memoria signarán la doble senda por donde se deslizan las obras. Una, la de Victoria, acudirá a la investigación del Tiempo para ponerlo al servicio de la literatura y preservar simultáneamente la memoria de un país; construyendo así un conjunto de islas, como lugar sólido hacia el cual el lector pueda devolverse y comprender mejor toda una gama de fenómenos culturales insertos en la historia argentina.

Otra, la de Marcel, hará de la recherche del Tiempo una cuestión de vida o muerte, al ser el recuerdo el único sostén que mantendrá al autor a salvo del mundo. Su obra surgirá entonces como agradecimiento ante esa gracia divina, y se constituirá para el lector en fuente inagotable de energía, cuando busque llevar a cabo su propia investigación en el pasado; además de ser documento invalorable desde el cual reconstruir un momento histórico muy específico, el de la desintegración de la aristocracia francesa como clase dirigente.

La labor de rescate del Tiempo en el sueño tiene a la noche como marco. La noche es esa “peligrosa travesía” que no puede ser emprendida sin el auxilio de un nombre. Vitola, mamá, guardan, respectivamente, la consistencia de las palmeras de “Blas Mango” y de los hojaldres de “Rebattet-Rebattet”, cuyo “espesor semántico” lo constituyen distintas capas de vida entre las cuales se acumulan los recuerdos generados en el roce continuo, la dependencia absoluta con el referente. Ni Marcel ni Victoria podrán conciliar el sueño sin invocar antes el nombre y obtener del referente la materialización de una “figura”, que no es sino un gesto o la musicalidad de ciertas palabras. Así, Marcel exige el beso materno y Victoria el “hasta mañana” de Vitola.

Ambas demandas no les tranquilizarán, sin embargo, pues una vez satisfechas les dejan nuevamente sin timón. De hecho, el roce del vestido de la madre subiendo por la escalera hacia el cuarto de Marcel, anticipa el dolor posterior a su partida. Y el silencio, entre un saludo y otro, sumirá a Victoria en un desasosiego infinito ante la imposibilidad de demostrarle a Vitola su afecto: “la quería con ese apasionamiento de que solo son capaces los niños. Así debía de querer Proust a su abuela”.

Los nombres se asocian entonces al primer desengaño amoroso: “la historia del nombre es la historia de mis peores angustias sentimentales”, confiesa Ocampo; en tanto que Proust, a solas con su madre, da rienda suelta al llanto, unos “sollozos (que) no cesaron nunca”. Esta vinculación entre el nombre como lugar de la ausencia del objeto amado y la recuperación del Tiempo, movilizará ambas obras y establecerá una relación de dependencia con el lector, quien verá en ellas la materialización de sus miedos más íntimos, de su vulnerabilidad ante el otro y de la fragilidad de su propia memoria.

En Victoria Ocampo tal asociación vendrá enriquecida por la inscripción de los hechos vividos, al encauzarse su obra tanto hacia lo autobiográfico como a lo testimonial. En efecto, los Testimonios conforman el sustrato sobre el que la autora edificará su Autobiografía, si bien, al igual que Marcel, ella habrá empezado desde muchos años atrás a anotarse cuidadosamente. “Hace años había yo empezado a escribir unos recuerdos de infancia —recuerdos que duermen en un cajón y que quizá publique—”, apunta en crónica del año 1937 sobre Silvina Ocampo, como una manera de señalar el curso que iba ella tomando ante los acontecimientos personales.

Y es que ya antes de darse a conocer la Autobiografía, la lectura de los Testimonios articula a Victoria como autora y personaje, pues ella es quien escribe y se escribe. Al igual que el narrador de la Recherche, su yo se ficcionaliza en el sueño. Una visita a Virginia Woolf, el gesto rebelde de tirar las medias por la ventana del hotel Ritz, sus días en la cárcel como prisionera política, la descripción de las tías abuelas, un almuerzo con Coco Chanel, pierden su condición de hechos estrictamente reales para empaparse del sueño, hacia donde la memoria bucea rescatándolos para el lenguaje. Al describirlos, tales eventos pierden los linderos de lo vivido y ganan la vastedad de lo soñado, dándose entonces lo que la misma autora define, a propósito de un texto de su hermana Silvina, como “coalición de una realidad que se ha vuelto irreal y un sueño que se ha vuelto realidad”.

Su escritura se ubica, igualmente entonces, en esa zona donde las fronteras entre los géneros literarios desaparecen a favor de la poesía, pues al igual que en Proust su prosa cuenta, como indica Octavio Paz, con la capacidad de consagrar el instante; algo que Ocampo ya había apuntado al decir, a propósito de la autobiografía de Graham Greene, que “el gran poeta es autobiográfico casi constantemente”. Un evento histórico, un suceso familiar, un encuentro con quienes movilizan esa misma historia, aparecen ante nosotros envueltos por lo que la autora está sintiendo al evocarlos. Extrayéndolos del olvido que “protege la mayoría de nuestros recuerdos y hace posible esas fulgurantes visiones de la dormida memoria real” surgen, brillantes, las descripciones, por ejemplo, de rostros como el de Ricardo Baeza, o la alegoría a estilos literarios como el de Virginia Woolf.

Repetidamente Victoria Ocampo se achacará, como una falla, su incapacidad de novelar: “Nunca he tenido el arte de hablar de cosas que no conozco por experiencia personal. Forzosamente, mi campo es limitado, y por culpa de esta invalidez no he escrito novelas, ni cuentos… que exigen cierto tipo de imaginación”. Y minimizará su agudeza para abordar los textos de los otros: “No esperen de mí una crítica sobre la obra de Claudel. Yo no soy lo que propiamente se llama crítico literario (…). Siempre he buscado en la literatura algo que no era precisamente ella, pero que la necesitaba ineludiblemente como soporte”.

Aunque más que defectos o falsa modestia, en su caso ello constituye una virtud pues imanta la atención del lector hacia ella como protagonista de la Historia. Proust se borra en Marcel, pero Ocampo está siempre presente en Victoria. Esto permite abrazar en su obra lo narrado, lo testimonial y lo autobiográfico simultáneamente. De hecho, la vida de Proust interesa solo en la medida que sirve para entender el modo como construye su catedral, en cambio comprender la de Ocampo es fundamental, pues ilumina de primera mano momentos del siglo XX que de otro modo se habrían esfumado. Al leerla, se está con ella y Rabindranath Tagore en San Isidro, viajando en el auto que la conduce a Clouds Hill —la casa de T.E. Lawrence— por “parajes inhóspitos persiguiéndose unos a otros”, o caminando a su lado mientras le muestra a Paul Valéry los vitrales de Notre-Dame.

Insistiendo en la novela, Albert Camus le escribe: “He pensado que sus mémoires constituirían una especie de monumento que testimoniaría sobre todo lo que hubo de grande en nuestro tiempo, y esto es una cosa excepcional. Y pensé al mismo tiempo que usted es una novelista o que lo sería admirablemente si se lo propusiera”. Pero Victoria Ocampo no necesita proponerse nada porque la sagacidad de su estilo se impone.

De ambas obras atrae la heterogeneidad de su espacio y su carácter inconcluso. Si la Recherche proustiana es una iglesia, los libros de Victoria constituyen un país construido con elementos tomados de muchas geografías distintas. El autor edifica En busca del tiempo perdido con la plena certeza de que nunca le alcanzará el Tiempo para concluirla y, como tantas catedrales, permanecerá inacabada siempre.

Ocampo, por su parte, pondrá la obra al servicio de tal aseveración, con la diferencia de que en su caso no habrá quedado asentada como estructura inamovible sobre una geografía específica, se llame París o Illiers, sino que tendrá la movilidad de los desplazamientos mismos. “Una de sus misiones, cuando el intelectual es escritor, consiste en servir de puente entre los pueblos”, apunta. Europa y América permanecerán así abrazadas por su lenguaje. Un lenguaje ganado a costa de haber perdido otro; pues si el ritmo, la soltura, lo ameno y el humor tan latinoamericanos parecieran fruto de una naturalidad innata, lo cierto es que son el resultado de una lucha infatigable: “Cualquier intento de escribir en español era un escribir de zurda a quien se le obliga a usar la derecha. Persistí sin embargo; con desolación sentía que adelantaba a paso de tortuga y el francés, del que no podía prescindir, se me deterioraba por añadidura”.

Traduciéndose, Victoria no solo aprenderá a escribir en español sino a escribirse, como una manera de recuperar el Tiempo personal que es también el de una nación, al estar ella emparentada con sus hacedores. Hablar entonces de la casa materna en la calle México, es hacerse parte de la historia argentina para preservar la memoria y la Historia.

Y si Proust indirectamente recupera el Tiempo del fin du siècle, ella premeditadamente consigna el suyo, no solo desde la intimidad de las casas, sino desde los temblores que sacuden el afuera. Las dos guerras mundiales, el peronismo, la cárcel donde aprende la solidaridad, y sus luchas a favor de la mujer y la infancia, adquieren con su estilo un tono que más que denunciar enuncia y al enunciar cincela el siglo, poniéndolo en perspectiva para quienes no tuvieron oportunidad de vivirlo.

“Nombres, toda la noche nombres en mi cabeza, en mi corazón y en mis labios”, escribe en la “Carta a París” durante la Segunda Guerra Mundial, privada del placer de recorrer su ciudad más amada. El nombre como lugar del hurto y continente de lo que las circunstancias le escatiman, viaja de los Testimonios a la Autobiografía con una soltura solo posible en quien, como ella, tuvo desde siempre los recursos económicos para hacerlo y, pese a su situación de mujer inserta en una sociedad victoriana, la independencia para movilizarse y acceder al mundo que gravita fuera de la órbita donde se mueve el común de la gente.

Así, ese París que el recuerdo recobra en medio de la guerra, es el de los lugares vividos en su juventud, cuando se encontraba poblado por quienes Proust utilizó para construir los personajes de su Recherche. Dagman Bouveret le hará, aún soltera —como a la condesa de Greffulhe, modelo para la duquesa de Guermantes— un retrato, mientras conversan sobre La Divina Comedia, inspiración para su primer artículo publicado en el diario La Nación diez años después.

Libre al fin del dominio familiar, pero no obstante “instalada en una dicha mediocre”, una vez casada con quien inmediatamente se volvería un obstáculo, Ocampo asiste a las representaciones de los ballets rusos en que Vaslav Nijinsky actúa y donde también Proust se halla presente. Sentados en el mismo teatro, ambos viven lo que reconstruirán en sus obras: Marcel, los saltos de Nijinsky al describir a Jean Cocteau —el Octave compañero de las muchachas en flor—, y Victoria, su actuación en el Spectre de la rose, que ve sin ver, al darse esa noche cuenta de su pasión por quien, sentado junto a ella y el marido, será su primer amante.

Misia Sert, la princesa Yourbeletieff de la Recherche, también participará de esta aventura, pues invita a Proust a su palco, además de dar en su casa del Quai Voltaire las reuniones para Ida Rubinstein, Nijinsky y Karsavina que quedarían incorporadas a los salones del mundo Guermantes. Y es años después invitada con Coco Chanel por Victoria a la suya de la Avenue Malakoff, donde tomarán el té en su mesa de cocina de pino blanco; una curiosidad para quienes nunca frecuentarían los grands magasins parisinos. Algo que ya Boni de Castellane, uno de los modelos de Saint Loup, había anotado al decir con respecto a los muebles, que “nunca lograba explicarse, en París, a quién se le ocurría comprar los horrores que solía ver en ciertas tiendas y bazares”.

Junto a Anna de Noailles, una de las más íntimas amigas de Marcel, y quien no solo contribuyó con su poesía a liberar el genio del autor, sino que ya en Jean Santeuil, obra temprana de Proust, aparece como la vizcondesa Gaspard de Réveillon, Ocampo organizará una exposición con los dibujos de Rabindranath Tagore, cuya presencia la acompañó siempre. Y escuchará cantar sus “Chansons grises” a Reynaldo Hahn, el gran amor del narrador, y quien toca para él “la pequeña frase”, proveniente de la “Sonata en Re menor para violín y piano de Saint-Saëns:, que Proust incorporará a la “Sonata de Vinteuil”, motivo musical que abre y cierra toda su obra, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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