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Victoria de un solo tiro

De principio a fin, sin apagar la cámara, plano secuencia en tiempo real, ficción documental, un nuevo género de registro emocional tan honesto que rueda apegado a cada suspiro, cada susto, cada guiño, sin abandonar el cuidado en el encuadre, el movimiento, el ritmo, el vértigo cuando las cosas empiezan a ir mal… ¡simplemente brillante! El cine vuelve al teatro.

Me refiero a “Victoria”, película alemana en competencia en el Festival de Cine de Berlín, en febrero de 2015. Sebastian Schipper, su director, hizo la película tres veces. A la tercera fue la vencida. Quiere decir que su película la hizo en seis horas de filmación. Muestra de que sí se puede cuando lo que mandan son las ganas y no los grandes presupuestos de producción.

La cámara en manos de Sturla Brandth Grovlen rueda al paso de la historia que ocurre tan cercana a la verdad, como cercanas son todas las locaciones donde tiene lugar: la discoteca a ver si hago amigos en medio de la noche, el trabajo que me da justo el sustento y no entretiene, la azotea para unos tragos de más, el garaje donde se esconde impúdico el mal, el banco donde está el dinero de unos que cambia la fortuna de otros, el edificio lleno de asustados inocentes que encierran sus miserias sin poder ver más allá, el hotel del silencioso lujo que no calma las angustias, la incertidumbre de las calles vacías al amanecer. La geografía de la narrativa se circunscribe en torno a un espacio condensado del centro de la ciudad, los lugares necesarios a distancia de peatón o taxi de poca monta.

Debo decir que muy superado quedó el infortunio de “Birdman”, esa película llena de lugares comunes, de manipulación técnica repetitiva y giros engañosos que poco sorprenden más sí traicionan la fe del espectador, ganadora de un Oscar.

Y no es que esta maravilla de película, Victoria, haga prestidigitación de alta tecnología. Lo que sobrecoge es su franqueza narrativa. En la ansiosa búsqueda de originalidad es frecuente olvidar que el asunto, desde el comienzo de los juglares de cavernas oscuras, ha sido y siempre será, la habilidad de contar historias. Y en eso esta película se luce con los recursos básicos del cine hecho sin recursos.

22 locaciones en un sólo meneo, 134 minutos tejidos en una sola toma, el relato de una joven, Victoria, a la que le mutilaron sin piedad sus aspiraciones como prodigio del piano en Madrid, -como pasa y vuelve a pasar en cualquier sitio que promete pero somos muchos y no cabemos todos-, huye a la Berlín de muros caídos, permisiva y tolerante, reinventada desde el olvido, por hacerse de otra vida, otras razones, amigos y amores tal vez… conoce a un grupo de amigos, se va enamorando de uno de ellos, Sonne, al tiempo que se va enredando en una diligencia de pago de deuda del otro recién adquirido amigo, Boxer, que adeuda 50.000 euros por pagar la protección que un mafioso malo maluco le diera en prisión. No puede hacerlo sin una pequeña ayuda de sus amigos, como dice la canción.

La necesidad de compañía, de dolientes, más que el tema de esta película y otras tantas, es una realidad que nos afecta hasta la depresión que se riega entre nosotros en la soledad de nuestros apartamentos todos. Llevada al límite, surge la pregunta: si pertenecer, ser parte de, estar con, sentir emoción, interactuar, tomar decisiones vitales que importan, que van y vienen en relación con los otros; si para besar y querer, has de enredarte en un atraco de banco, ser prófuga de la policía, correr por salvar la vida, ¿vale la pena tomar el riesgo? ¿O mejor es quedarse sola y sin amigos, sin emoción ni cariño, sin riesgo ni sorpresas, sin nadie a quien le importe…?

Los humanos necesitamos de otros humanos, estar en relación con otros de forma vital. La parodia de comunicación y conexión que nos ofrecen las nuevas tecnologías no es suficiente. No hay nada que sustituya el abrazo… Somos muchos los que lo decimos y empezamos a estar preocupados, pegados sin embargo de nuestros teléfonos, laptops, tabletas y demás artefactos. Lo sabemos pero seguimos cada vez más adictos a la compañía ficticia, horrorizados de sentirnos solos, tristemente conectados, silenciosamente asustados, sumergidos en una nebulosa inter-náutica que nos apaga. Me pregunto si vamos a ser capaces de llegar tan lejos como para perder la habilidad de estar con otros, de mirarnos, de deponer las necesidad de consumo a favor de la necesidad de compartir.

Eso es lo que guía a Victoria, la necesidad del otro. Al principio su disposición al riesgo me resultó algo extrema hasta el punto de llegar a parecerme inverosímil. Me di cuenta entonces de que me estaba poniendo en el lugar de la madre y no en el lugar de Victoria. Una vez hecho el traslado en mi mecanismo de catarsis, vuelta Victoria, pude fácilmente reconocer la cantidad de veces en que había yo estado en situaciones similares o peores, en que había tomado riesgos similares o peores… que no terminara en el atraco a un banco, asesinato o violación, es lo que no hizo de mi vida una película simplemente. Esto me hizo pensar en lo importante que es asumir el punto de vista a la hora de generar opinión. Porque al cambiarlo, cambia todo.

La película es un viaje vertiginoso en tiempo real, dos horas en que la vida de tres seres se junta y cambia para siempre.

Puedo imaginarme que a cualquiera de los que estaba en el cine le fue fácil en momentos dejar de creer justo antes de que la película nos llevara por un camino inesperado y de nuevo posible, de acciones encadenadas cada vez más imprudentes, que pusieron a prueba la fe entre los que en el acuerdo tácito entre desconocidos que sucede en el cuarto oscuro que es la sala de proyección, veíamos la película. Pero la fuerza centrípeta de técnica vigorosa de la película nunca pierde el control sobre el espectador.

Cabe señalar que el cineasta Schipper fue primero actor. Y eso lo acredita con una sabiduría emocional pues dirige después que sabe cómo se interpreta, que es como decir que inventa después que sabe cómo se vive.

Las actuaciones de Laia Costa (Victoria), la camarera veinteañera e ingenua de Madrid y de Frederick Lau (Sonne) el seductor alemán de mirada que esconde dulzuras, suceden en un registro que parece el de un documental. Un guión básico de diálogo que pareciera totalmente improvisado, habla certeramente de lo delicada y conmovedora que es la soledad cuando trasciende niveles sociales, culturas y naciones.

El virtuosismo del camarógrafo Sturla Brandth Grovlen, -como no es usual, pero merecidamente, sus créditos anteceden los del director-, atlético, comprometido, tan eficiente en comunicar la urgencia, el miedo, el ansia, como la ternura, la tristeza, el amor… no se permite ningún descuido compositivo, alterando su ritmo y movimientos, al paso de las emociones. La música acompaña en el mismo tono, virando de la trepidación y caos electrónicos a las melodías de ensueño de piano y violoncello. Así como sucede todo en la cabeza de Victoria… en su corazón, sus vísceras, miedos y anhelos más recónditos, expuesta en close up el revés de su alma en la gran pantalla. Una exploración que sólo es posible vivir a esa escala, la de la gran pantalla, fuera del ámbito de las cuatro paredes conocidas y Netflix o películas en demanda en la televisión del dormitorio.

Pero cada vez hay menos gente en el cine. Menos la gente que se aventura a sentir el vértigo que produce espiar las emociones de otro de manera tan descarnada y experiencial.

Sin duda esta película no produce el mismo efecto vista en una pantalla de televisión o computadora. El cine es un invento que sucede a la escala del que se atreve a salir de su casa. A llorar y reír junto a desconocidos que son sus cómplices por dos horas, que tal vez aun retienen en el cerebelo alguna historia que vivieron sus abuelos y que regresa cuando ven La Mujer del Cuadro (Simon Curtis). Y si no es así, igual es muy probable que cuando vuelvas a tu casa después de ver la historia del cuadro de Klimt, aun te acompañe el estupor de saber de la complicidad de los gobiernos que aun mantienen 100.000 obras de arte, de las que fueron saqueadas por los bárbaros nazis, y que ellos mantienen en sus museos, hurtadas de sus dueños.

Vale la pena ir al cine y tomar el riesgo de encontrarse con desaciertos como Birdman porque puedes encontrarte con joyas como Victoria, porque sales ganando.

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