En los últimos días se difundió la noticia, insólita, por cierto, sobre la gratuidad de los viajes al espacio para quienes así lo dejaran escrito en uno de los tantos formularios que hay que diligenciar para poder ponerse en órbitade una vez por todas. Basta, según el periodista, con que el futuro viajero firme un documento en el que apenas si se escribe el nombre del firmante y la fecha de nacimiento para quedar en la lista de espera e ingresar a los salones en donde los grupos de aprendices se mantienen con la boca abierta. Ya hay varias decenas de miles de viajeros que firmaron sin leer la totalidad del contrato. Algo apenas comprensible, pues pasar los ojos, pensar y asimilar las casi cincuenta mil palabras que tiene el documento podría dar la idea de la pérdida de tiempo, podría hacer pensar que, en caso de leerlas, el viaje nunca llegará.
Para muchos la cantidad de palabras, como en el caso de estos contratos que nadie lee, define a un género literario. Por ejemplo, para que una novela sea corta bien podría tener el tamaño de estos contratos, e inclusive ser más breve. Ni hablar de un libro de cuentos que, según otros tantos, para ser considerado un conjunto de relatos como dios manda, no debe tener más de tantas páginas o de tantas palabras. Y así podríamos seguir un rato, encerrados en cuartos de espejos que parecieran ser, además de más habitados, más grandes de lo que son. Porque estas habitaciones son algo así como los contratos, para no desviarnos del tema principal del que se vino a hablar, mientras más adentro se habiten, más afuera parecerá que se está. Son también una de las tantas formas de perder el tiempo, pero con la pequeña garantía de que, al final, en lugar de estar en el mismo lugar siendo el mismo, se estará a miles de kilómetros siendo otro. Y hay quienes firman esto sin haberlo leído. Y hay quienes firman esto habiéndolo leído.
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