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Venezuela en la frente

El régimen populista dictatorial de Nicolás Maduro, en Venezuela, se tambalea desde hace días herido de muerte, no sólo por el hartazgo que ha generado en los venezolanos el experimento populista de Hugo Chávez, sino por la exigencia popular de restituir la democracia y restaurar el orden constitucional en ese país.

El procedimiento que llevó a la proclamación de Juan Guaidó como presidente de la nación, tiene como fundamento el artículo 233 de la Constitución Bolivariana de Venezuela, en el que se precisa: “ante un vacío de poder, el presidente de la Asamblea Nacional asume la Presidencia de la República, permaneciendo en el cargo hasta la elección de un nuevo presidente”. Por tanto, no hay en la asunción de Juan Guaidó un dejo de ocurrencia de la oposición venezolana, una confabulación de petroleras internacionales en pos del “oro negro” ni un “golpe intervencionista del imperialismo”, sino el despliegue de una estrategia constitucional para poner fin a la dictadura populista y burocrática que ha llevado a la ruina a Venezuela.

Lo que hizo el parlamento venezolano al denunciar la usurpación de Nicolás Maduro, fue catalizar y potenciar la inconformidad de la sociedad civil a favor de un cambio político, como única vía para restituir la democracia y restablecer el orden constitucional en ese país, que una de las peores expresiones de la izquierda latinoamericana había secuestrado durante veinte años con limosnas “clientelares”, lavado de cerebro, dádivas asistenciales, “rollo” mareador, fantasías paranoides y todo el conjunto de tretas que suelen emplear los populistas para asegurar el control de la sociedad y la prolongación de su poder.

Es cierto que sin la audacia parlamentaria de proclamar a Juan Guaidó presidente de la sufrida Venezuela, no habría renacido con mayor ímpetu la esperanza de un cambio en los millones de venezolanos que, dentro y fuera de ese país, veían cada vez más lejana la posibilidad de echar del poder al dictador. También es cierto que, sin ese golpe de audacia, ni la OEA, ni el Grupo de Lima (14 países), ni Estados Unidos y Canadá, ni la Unión Europea (28 países) ni los países asiáticos habrían conformado el cinturón de fuerza y la presión internacional que ha colocado ya con un pie fuera del poder a la dictadura despótica de Nicolás Maduro.

Lo que ha retrasado una pronta solución a la crisis venezolana son tres factores: uno interno y dos externos. El interno es una casta militar que -con la excepción de las fuerzas armadas en su conjunto- continúa apostando a la prolongación de la dictadura porque cifra en ella la preservación y el atesoramiento de mayores privilegios, que incluyen “corredores clave” de lavado de dinero, grandes propiedades en el interior del país y cuentas en dólares en Panamá, Colombia y Estados Unidos. Un factor externo es el desempeño, poco menos que ridículo y risible, que ha tenido el gobierno mexicano en esta crisis, pues no sólo ha renunciado a fijar una postura de dignidad y compromiso con la democracia en organismos multilaterales y foros internacionales, sino que, sabedor del tipo de experimento populista en que se piensa aventurar a México, ha preferido jugar a una discutible neutralidad y a “hacerse de la vista gorda” hoy frente al caso venezolano, en el intento de pretender burlar cualquier supervisión y censura internacional para el caso mexicano el día de mañana. ¿Alguien no entendió la señal? ¿Acaso hay que desentrañar de qué se trata todo esto? El factor Rusia es el tercero, pues no sólo ha evitado pronunciarse a favor del proceso de democratización en Venezuela, sino que aún espera cobrarle a la dictadura burocrática, antes de su probable caída, las enormes facturas que le adeuda.

El rol equívoco y el comportamiento errático que ha tenido el gobierno mexicano respecto de la crisis venezolana, invocando principios descontinuados de política exterior y evitando el reconocimiento expreso al retorno de la democracia en ese país, llaman poderosamente la atención por varios motivos.

Las ideas de “democracia popular” y “democracia radical” que enarbola el vértice del poder en México, según las cuales el Estado debe ser puesto al servicio de los pobres y necesitados, son ideas que lo acercan -y frecuentemente lo emparentan- con los regímenes populistas y dictatoriales de América Latina y el Caribe: ahí están, por ejemplo, la sufrida Nicaragüa de Daniel Ortega, la Cuba poscastrista, la Bolivia del mando casi único de Evo Morales y, desde luego, la Venezuela del autoritarismo despótico y tiránico de Maduro. Se supone -y además la evidencia empírica lo confirma- que México es un eslabón más de esa cadena.

Las señales y los indicios de que México se aproxima a un experimento populista más en Latinoamérica, están por doquier y son del más variado signo. El exacerbado culto a la personalidad del jefe de Estado; el desmantelamiento gradual de lo que se concibe como “enclaves” de la economía neoliberal; el mal manejo que se hace de la economía, sin entrever los riesgos de una estanflación o de una peor caída del crecimiento económico; el empleo de 292 mil millones de pesos anuales en programas sociales, para beneficiar a 25 millones de personas, no es lo que parece a primera vista sino una apuesta por el control electoral morenista y a favor de la transexenalización del proyecto obradorista; el control que poco a poco se hace de las instituciones clave del Poder Judicial (la esposa de José María Rioobó en la terna de aspirantes a ministro de la Suprema Corte, ¡imagine usted!) y, desde luego, el discurso de odio que se siembra todas las mañanas y a todas horas en el país, son evidencia de que hay un experimento en marcha en México.

La conducta del gobierno de AMLO frente al caso venezolano es muy clara: No busca ni alienta la caída de Maduro porque se quedaría con un aliado menos en el hemisferio; no busca pasar por sospechoso de “injerencia” o de “intervención” en Venezuela hoy, porque no quiere supervisión, auditoría ni censura internacionales el día de mañana; no desea una democracia en Venezuela, porque lo que alienta es un populismo autoritario para México.

Pisapapeles

Como escribió Jean Cocteau: “Una cosa es la verdad y otra la opinión de la mayoría”.

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