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Vargas Llosa y el poder de la reflexión (Parte II)

Ensayar desde uno mismo, tal cual hace Vargas Llosa, no es tarea fácil. Muchas son las resistencias, muchos también los impedimentos y los límites. Límites en cuanto a la claridad bachelardiana del lenguaje, la consistencia de nuestros argumentos, el poder abarcador de las ideas que intentamos desarrollar. Entonces el ensayista tiende a ubicarse bajo la sombra de un aparataje crítico determinado, y busca hacer que el texto intervenido calce dentro de ese esquema preconcebido; o se entrega a una labor de corte y costura donde se remiendan ideas prestadas de otros, con citas interminables que no apoyan sino más bien hacen peso para que el texto se hunda.

Ambas posiciones vienen asociadas a dos tendencias que he dado en llamar la crítica lean cuisine, y la crítica de reflexión física. La primera simula esa “cocinita” del escritor, que Vargas Llosa apuntaba en entrevista con García Márquez, y consiste en crear —por ese acto de hacer entrar al texto dentro de una camisa de fuerza— un vacío de sentido, donde las ideas son demasiado magras y no alimentan suficientemente al lector.

Y la segunda, parte de la obligación de escribir la crítica desde presiones extraliterarias, borrándose completamente “le plaisir du texte” barthesiano, y excluyéndose así a todo lector ajeno a quien la escribe. La crítica se hace entonces porque debe hacerse, como una obligación, por ser el único modo de saldar una deuda con un autor o asegurar un lugar en la institución donde ese intelectual busca refugio más que casa; crítica que en última instancia no hace sino reverberar la luz generada por el trabajo de otras mentes genuinamente lúcidas.

Hablar pues de la interconexión entre los géneros y su estado —si admitimos que se los pueda considerar como fenómenos físicos o emocionales—, implica en muchos casos utilizar un lenguaje contaminado. Por ello quien escribe crítica debe asumirse escritor primero; partir de los vacíos y restricciones surgidos del contacto con el objeto a reescribir, dejando que el tema madure dentro de uno hasta sentir el deseo y la necesidad de escribirlo.

Sin embargo adoptar esta postura cuesta, porque ello existe partir de una modestia a la cual no estamos acostumbrados pues queremos tener siempre la ilusión de dominar, estar en control del asunto. Ubicarse a la sombra de una catedral específica o zurcir el pensamiento de otros, nos dejan a medio camino entre una crítica hueca y otra estéril, ya que lo verdaderamente productivo que puede tener un ensayo debe partir de uno mismo. No en vano el mismo Vargas Llosa, refiriéndose a la crítica sobre Flaubert, apunta lo siguiente: “Mi falta de respeto hacia la crítica literaria de actualidad se funda, en buena parte, en mi convencimiento de que, por lo general, los creadores han tenido mejor olfato que los críticos para descubrir lo nuevo”

Ser uno mismo el tema del ensayo como pedía Michel de Montaigne no es sencillo. En Vargas Llosa por ser novelista, este proceso se efectúa de manera natural; algo que el especialista José María Valverde había ya intuido al afirmar que “sus teorías son, en realidad, preparativos para escribir más narrativa”.

Como novelista, Vargas Llosa se sitúa del lado de esas limitaciones de las cuales hemos venido hablando, que lo vulneran sensibilizándolo a la realidad que busca plasmar como texto: “Mi orden es la literatura. Cuando no escribo entro en una especie de desagregación psicológica y hasta física, me siento más vulnerable a todo”.

Vencer esas resistencias y llegar a lo esencial de su objeto es el único modo que el autor tiene para producir un texto propio, si no único, pues, en sus palabras: “La originalidad no solo consiste en inventar procedimientos; también en dar un uso propio, enriquecedor, a los ya inventados.

La originalidad del ensayo entonces proviene de su apertura hacia esa actitud plural, de polisemia y a veces juego; único modo de dar el salto de adentro hacia fuera y no todo lo contrario, como solemos hacer muchas veces, ya que ello nos deja únicamente con montañas de información sin aplicación práctica alguna.

El proceso de ensayar permite y da cabida entonces a las digresiones que Vargas Llosa admite y practica en su estilo de hacer crítica: “No importa que un ensayo literario se aparte del objeto de su estudio para hablar de otros temas, siempre y cuando el resultado justifique el desplazamiento”, apunta. Un estilo que, tal cual anotábamos anteriormente, es fuego y rebelión. No es de extrañar así que este autor haya mostrado su admiración por la figura del caballero andante. El Vargas Llosa crítico, como defensor del héroe clásico, se ubica entonces, no del lado del heroísmo de la debilidad representado por Don Quijote —“Cervantes lo mató”, sostiene refiriéndose a dicho género—, sino del Lancelot derribando murallas por el amor de Ginebra. Héroe que en su caso será Joanot Martorell, autor del Tirant lo Blanc: “¿Acaso no es él quien en todas las ocasiones, salvo en una, convoca a sus adversarios al campo del honor? ¿Acaso no exige siempre que los combates se celebren a tota ultrança, es decir, a muerte?

Esta elección se constituye, pues, en alegoría de su posición ante la crítica como escritura, entendida de una manera militante hacia el objeto escogido, sea este su propia obra ensayística —en el caso de la polémica con Rama—, la de otro escritor —su defensa de Arguedas y Flaubert—, o la sociedad misma —su lucha en pro de los derechos humanos—; esta última desarrollada a través de los trabajos contenidos en libros como Contra viento y marea: artículos periodísticos, garabatos de pasión, chispazos de inteligencia que recogen otra faceta del autor, aquella que le lleva a convertirse en termómetro de los eventos históricos y sus protagonistas, “donde la apariencia, el gesto, y la fórmula constituyen la esencia de la vida, las claves íntimas de la historia y la conducta individual”.

En síntesis, hemos observado pues el modo como la producción crítica de Mario Vargas Llosa, concebida por el autor cual un “asunto de escritura”, se constituye en prueba palpable de la interconexión entre los géneros que, en su caso, tiene como base la novela. Su carácter cualitativo de “rebelión” y “unidad” y su signo cuantitativo de “totalidad” y “diversidad”, dejan entender el objeto intervenido desde una pluralidad que abraza una vocación y satisface un destino, lo cual rompe una barrera, no insalvable por supuesto, erigida ante el crítico que no cuenta con la obra de creación como sustrato, pues le permite a Vargas Llosa vencer más fácilmente las resistencias y comprenderlas desde adentro como una sumatoria de géneros, es decir, como inteligencia del abarcamiento.

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