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daniel campos
Photo by: steve p2008 ©

Unidas por el amor

La niña, emocionada, perseguía patos cabeciverdes y gansos canadienses por la orilla del Lago Prospect. Sus cabellos se mecían como trigal en el viento. Con sus pequeñas manos intentaba darles migajas de pan a las aves que le rehuían. Su mamá y abuela la observaban mientras conversaban en ruso entre sí.

Por momentos, la madre le decía alguna palabra en inglés a su hija, menor de dos años. “Eye,” pronunciaba con acento ruso. “Eye,” repetía la niña, con acento brooklynense, y se detenía para tocarse el ojo. “Ear,” decía la mujer, y la chiquita lo repetía, tocándose la oreja. La abuela las escuchaba, feliz.

Hair,” dijo la mamá. “Hair,” contestó la niña, acariciando su trigal.

Yo contemplaba cielo y agua, bosque y tierra, y observaba los garzones azulados que sobrevolaban el lago de orilla a orilla, con las patas extendidas y el cuello recogido en S. Lo disfrutaba. Pero fue la escena de la niña jugando y aprendiendo inglés con su madre y abuela la que me hizo reflexionar.

Ese día se cumplían treinta y un años desde que yo había salido de Costa Rica para estudiar en Arkansas. La vida había tomado rumbos imprevisibles que me habían llevado a Pensilvania, São Paulo, Nueva York. Y ahí estaba, en un parque neoyorquino, disfrutando de una tarde estival en presencia de tres mujeres con vidas diferentes, cada una más o menos ligada a Rusia. Tres generaciones, unidas por el amor.


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