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Julio Verne
ViceVersa Magazine

Cultura y Arte: La única insatisfacción de Julio Verne (Parte I)

Cuando se disipó la neblina me vi caminando por una estrecha calle adoquinada. De momento pensé que me encontraba en algún sitio de Praga. Poco después tuve la certidumbre de que era París, y que mi razón de estar allí era llegar a la estación de ferrocarril para seguir camino a Amiens.

Amiens, al norte de Francia, es la capital de la antigua región de Picardia. Desde el siglo xv su actividad fundamental es la textil. En ella permanece la imponente catedral gótica de Notre Dame, la mayor del país con una longitud de 143 metros.

Después de haber viajado dos horas y media desde París, llegué a la estación de Amiens. Es una edificación rectangular de mampostería con algunas oficinas, un salón de espera y un ancho andén a la orilla del cual se extiende la línea que se curva poco más allá de 30 metros de la estación.

Julio Verne vive justo en la esquina de Rue Charles Dubois y el Bulevar Longueville, en una casa de tres pisos, en cada uno de los cuales hay cinco ventanas que dan al Bulevar y a la Rue Charles Dubois.

La residencia no confluye con la calle. La protege y oculta un alto muro por la Rue Charles Dubois, donde hay una puerta con una campana para avisar la llegada del visitante.

Toco la campana y casi de inmediato una jovial señora abre la puerta y me invita a pasar a un patio pavimentado. A la izquierda esplende un jardín con árboles y flores. A la derecha se ve la casa de la familia Verne. Para llegar a ella hay que pasar una fila de anchos pasos que bordean la fachada. Luego, a través de un pórtico de flores y palmeras, se accede a la sala: una habitación adornada con mármoles y bronces, figuras que cuelgan, y hay butacas notablemente cómodas.

Mientras la sirvienta anuncia mi llegada observo en detalle lo que me rodea, entre cuyos objetos me detengo en un almanaque con la hoja de la fecha de este día: 21 de julio de 1895.

Verne tiene ahora 68 años. Se mantiene fuerte de espíritu y ciertos rasgos de su cara me hacen recordar a Víctor Hugo; pero, a juzgar por el tono rojizo de su rostro y su hálito vital, tengo la impresión de que estoy ante el capitán de un navío. Uno de sus párpados ha empezado a caer ligeramente. Sin embargo, su mirada es firme y luminosa. Se viste siempre de negro, que es el color que en Francia llevan los miembros de las profesiones liberales.

Le comento que es raro que un escritor con tanto éxito no viva en París.

—Debo confesarle que yo llegué a Amiens en 1871, donde conocí a Honorine, la mujer que sería y hoy sigue siendo mi esposa. Ella era viuda y tenía a sus dos pequeñas hijas. Luego nació nuestro hijo Michel. Como usted puede apreciar Amiens es un sitio con atmósfera de claustro. Me agrada esa tranquilidad, y por eso resolví quedarme. Mi editor Hetzel me dijo que si yo hubiera vivido en París habría escrito mucho menos. Y yo creo que es cierto. Disfruto mucho mi vida en esta región. Además de mi esposa, me acompaña mi viejo amigo Follet. Como ve, ha bajado conmigo para recibirlo, y estará todo el tiempo a mi lado. Es un perro muy bueno. Desde joven tenía esos mismos ojos de persona cansada.

Reparo en que este hombre nada tiene que ver con el capitán Hatteras que descubrió el Polo, ni con Michel Ardán que descubrió la luna o el capitán Nemo que recorrió el fondo de los mares. Sus apacibles ojos azules, su voz discreta, sus gestos atentos y medidos, y su notable timidez contrastan con aquellos hombres que él caracterizó comunicativos y resueltos.

—Sí —continúa el escritor—, he renunciado a París. Pero cuando tuve que vivir allá también lo disfruté. Verne me cuenta entonces que nació en Nantes el 8 de febrero de 1828…

—Éramos una familia muy feliz. Mi padre nació en Brie, pero por educación fue parisino. En París cursó sus estudios y se hizo abogado. Tuvo éxitos en su profesión y forjó una sólida familia. En cambio, mi madre era bretona. De modo que por mi sangre corre algo de la capital y algo de provincia. Pero en verdad yo siempre me reconozco como un provinciano. Tuve una juventud muy feliz. Mi padre era dueño de una buena fortuna. Era hombre cultivado y de muy buenos gustos literarios. Murió en 1871, justo cuando ya yo estaba en Amiens. Mi madre murió catorce años después. Les nacimos dos varones y tres hembras. Mi relación con mi hermano Paul siempre ha estado más allá de lo fraternal. Desde pequeño nos hemos tratado como dos grandes amigos.

Verne empezó a escribir poesía con doce años. Estudió en el liceo de Nantes. Luego fue a París para estudiar Derecho. Confiesa que su asignatura favorita era la Geografía. En París siempre estuvo atrapado por proyectos literarios. Admiraba a Víctor Hugo, cuyas obras releía. Siente una especial predilección por Dickens.

A los 17 años compuso algunas comedias y tragedias para el teatro. Llegó a hacer media docena de ellas, pero también se sentía atraído por la música y la poesía. Sería con 25 años que publicó su primer libro…

—Lo titulé Cinco semanas en globo. Cuando lo terminé llevé el manuscrito a diferentes editores que se negaron a publicarlo, hasta que lo sometí a la consideración del famoso editor francés Jules Hetzel. Él lo leyó y decidió publicarlo. Desde ese momento Hetzel no sólo se convirtió en el editor de todas mis novelas en Francia, sino en uno de mis grandes amigos. Cinco semanas en globo se publicó en 1853 y fue un gran éxito.

—¿Cómo fue que escribió esa novela? ¿Usted había tenido alguna experiencia en un viaje en globo?

—No, de ninguna manera —sonríe Verne—. Yo escribí esa novela sin pensar en una historia sobre una ascensión en globo sino en una historia sobre África, porque yo siempre he sentido una gran pasión por la Geografía y los viajes, y mi propósito, al escribir la novela, fue ofrecer una descripción romántica de ese continente. Nada más. El globo fue el vehículo, no lo más importante de esa historia. Pero la atención del lector se centró en el viaje en globo como aventura. Quiero decirle que yo viajé en globo después de haber publicado mi novela. Eso sucedió aquí, en Amiens, y resultó ser un hecho de lo más curioso porque cuando ya íbamos a subir, Godard, el aeronauta, estaba besando a su hijo mientras el globo empezaba a elevarse, y se lo llevó consigo. De manera que no pudimos llegar muy lejos porque el globo tenía más peso del que habíamos calculado para nuestro viaje.

—¿Se siente atraído por la aventura?

—Ahora yo disfruto de esta vida apacible, casi monacal entre mi familia, mis libros y la actividad literaria. Pero he sido un apasionado a los viajes. En algunas ocasiones pasaba gran parte del año viajando en mi yate St. Michel. Me considero devoto al mar y no puedo imaginar nada más ideal que la vida de un marinero. Cada una de mis novelas ha sido beneficiada por mis viajes. En mi novela Las indias negras, está la descripción de mi gira por Inglaterra y mi visita a los lagos escoceses. La novela Una ciudad flotante la concebí cuando viajaba hacia América en 1867. Y así, en casi todos mis libros, he expresado mis experiencias de viaje.

Verne dejó de practicar estas aventuras en 1886, después de haber sufrido un accidente a consecuencia de un disparo que un sobrino suyo le hizo y le afectó una de sus piernas. El escritor prefiere no recordar el incidente, pero se sabe que la causa del hecho fue debido a una solicitud de dinero que el sobrino le hizo y Verne no se lo dio.

—El pobre muchacho estaba fuera de sus cabales —se limita a comentar—. Ahora se encuentra en un asilo y temo que nunca se curará.

En estos momentos apareció la señora Verne, una mujer de cabellos blancos, cara redonda y rosada, y de grandes ojos claros. Según Verne ha declarado en numerosas entrevistas, su esposa ha desempeñado un papel importante en todos sus triunfos. El orgullo que la señora Verne muestra por su esposo no se hace esperar.

—¿Conoce usted la bienvenida que le dispensaron a mi esposo cuando visitamos Venecia? —pregunta, para ella misma comentar—. Iluminaron la fachada del hotel y dibujaron su nombre con luces por debajo de la terraza —Verne sonríe haciendo un gesto con la mano dando a entender que el hecho no tenía tanta importancia—. Cuando estuvimos en Nápoles —continúa entusiasta la señora— un hombre pidió conversar con mi esposo, y resultó ser un archiduque de Austria que quería expresarle su admiración.

Verne pide excusa para ausentarse algunos minutos. Follet se levanta inmediatamente y lo sigue. Honorine no pierde tiempo para seguir hablando de su esposo.

—Lo llevaremos a su habitación de trabajo y a su biblioteca —me dijo—. Ya verá todas las ediciones de sus novelas en diferentes idiomas. La Vuelta al mundo en ochenta días se la tradujeron al japonés y al árabe. Pero Verne nunca relee un capítulo de sus libros. Cuando termina de revisar el último de los borradores de sus novelas, su interés termina.

—¿Nunca le ha preguntado por qué? —indago.

—Nunca. Y yo creo que se deba a que durante años piensa mucho en el argumento de sus novelas, y una vez que las escribe ya se siente satisfecho. Permítame aprovechar su ausencia para comentarle algo —me susurra en tono amigable—. Trate de persuadirlo para que no trabaje tanto. Siempre permanece en su mesa de trabajo, y yo rezo para que no se enferme.

Además de su intensa actividad literaria, Verne desempeña sus funciones como concejal municipal de Amiens, a lo cual dedica cierta parte de su tiempo.

—Pues sí. —continúa Honorine—. El trabajo literario y la lectura lo absorben, y él se dedica a eso con disciplina. Pero ninguno de los dos nos aburrimos. A pesar de nuestros años de convivencia nos sentimos como uno, y vivimos la vida como dos recién casados. Hay que aprender a convivir con un escritor, y a mí no me costó ningún esfuerzo.

Verne ha regresado y vuelve a ocupar su lugar en una de las butacas. Follet se tiende a su lado derecho con las patas traseras recogidas y las anteriores extendidas, entre las cuales reposa su cabeza.

—¿No alterna su trabajo con algún deporte? —le pregunto a Verne.

—No. Siempre me gustó viajar en mi yate, pero nunca me sedujo pescar. La pesca y la caza me parecen una actividad bárbara. Una vez, hace mucho tiempo, fui a cazar con unos amigos y le disparé al sombrero de un soldado, y fui conducido a la policía correccional. En realidad, el trabajo es para mí la fuente del bienestar verdadero. Desde que termino uno de mis libros me siento mal humorado, y no recobro el reposo hasta que empiezo el siguiente.


Photo Credits: Kamil Porembiński

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