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Mónica Gómez Vesga

Una videollamada en diciembre

Voy a volverme un llanto subterráneo.
Robi Draco Rosa.

Papá me llama como todos los días a esta misma hora desde que me mudé. Lo veo tomar café y comer patilla, y me parece que si estiro la mano puedo robarle un pedazo del plato. Tiene el último botón de la camisa desabrochado y las mangas recogidas hasta el codo como las ha tenido los últimos 23 años. Odia las franelas, las mangas cortas y los cambios de status quo. Por eso sé que debajo tiene una camisilla blanca, a pesar de que vive y siempre ha vivido en tierra caliente. No sé por qué pienso en todo esto mientras lo veo limpiarse el bigote con una servilleta para responderme cuando le pregunto para dónde va. ¿Se acuerda de Alejandro, el amiguito de Santiago que estaba en UCI cuando murió? ¿Al que le dimos la ropa y las medicinas que quedaron?. Claro que me acuerdo, le respondo.

Una noche alrededor de las nueve, cuando el hospital quedaba convertido en un faro en medio de un barrio oscuro, al que no llegaban taxistas por miedo al hampa ni transporte público después de las cinco de la tarde, nos encontramos a su papá en la recepción. Se llamaba José y si sabíamos lo que significaba la cava vacía que tenía en las manos a esa hora era porque él también tenía un hijo en el cuarto piso combatiendo la leucemia.

Mientras yo busqué el carro en el estacionamiento, el señor le contó a mi padre que su hijo estaba neutropénico y necesitaba cuatro unidades de sangre urgentes. A cualquier hora esa es una tragedia, pero a las nueve de la noche era imposible salir sin carro de allí y papá no lo pensó dos veces. Cuando lo recogí en la entrada ya estaba hablando por teléfono con doña Marta, una amiga de mamá que conocía a Santiago desde que había nacido y como directora de un banco de sangre privado, nos ayudaba con las transfusiones. Apenas conseguimos tres esa noche y tuvimos que esperar una hora por cada una. En ese tiempo José nos contó que en casa lo esperaban cinco hijos más y una esposa enferma de los nervios que no soportaba quedarse en el hospital, y digo casa ahora, pero él mismo lo definió como un rancho de zinc en un terreno vacío que le cuidaba por dos mil bolívares a un señor de Caracas. Que su mujer vendía empanadas en el centro todos los días para conseguir algo de dinero y él hacía lo que podía vendiendo café en la calle y ahora en la cafetería del hospital. Su familia vivía lejos y ninguno de sus hermanos se había acercado a ofrecerle ayuda. Ni qué decir de la familia de su mujer, con la que no se hablaba. Todo lo decía mirando el suelo, como si se sintiera reducido e incapaz y en varias oportunidades quise decirle que todos nos sentíamos así, que lo entendía más que nadie, pero no pude. En cambio él añadió con naturalidad que llevaba con ese dos días sin comer porque los billetes que lograba recoger los invertía en medicinas para su hijo. Es una situación durísima, nos decía en el carro mientras yo lloraba en silencio frente al volante, pero lo que me importa en este momento es la salud de Alejo. Con lo demás yo puedo.

Pasadas las doce lo dejamos en el hospital con un pollo para la cena, unas medicinas de uso general que a mi hermano le sobraban y mil bolívares para que costeara el transporte y la comida de un par de días. Dos semanas más tarde Santiago murió en la habitación contigua a la de su hijo y luego de llevarle al hospital una maleta con ropa que podría servirle a Alejandro, no supe más de ellos. Las noticias en ese hospital se saben únicamente si son malas. Si un niño se cura nadie se entera. Pero si alguien te pregunta si recuerdas a fulano de tal y te lo describe, ten por seguro que nada bueno pudo haberle pasado y en ese sentido, el luto es constante.

Sin embargo lo que papá quería decirme esta mañana no era que Alejandro había muerto. Y yo no lo sabía, pero entre tanto que puede pasar con solo estar vivo, la muerte en ocasiones no es una mala noticia. Cuando me preguntó si me acordaba de él, de ese niño al que le quedaba toda la ropa nueva del mío, pensé que llamaba para darme el pésame. Pero papá dijo otra cosa. “Voy al Hospital Universitario. Internaron a Alejandro. Ahora parece que tiene sida”. ¿Tiene ambas enfermedades?, le pregunto, pero no alcanza a responderme. Empiezo a sudar y pronto el sudor da paso a los escalofríos. El mundo no puede ser un lugar tan inhóspito, no puede ser tan cruel. Me paro de la mesa en busca de una bolsa de papel en la que soplar mi dolor y convertirlo en aire. Es un niño. Es un niño de siete años que no sabe lo que es el mal y por ende no puede hacerlo. ¿Por qué, papá?

Soplo y respiro. Me responde que al parecer nunca tuvo cáncer, que lo habían estado tratando erróneamente todo este tiempo, pero que él sospecha que hubo contagio por medio de alguna transfusión mal cuidada. Cómo pueden tratarlo por cáncer erróneamente, le pregunto, cómo pueden equivocarse con algo semejante. Por qué tanto empeño en que la vida para Alejandro sea de esa manera, como si vivir fuera una venganza en su contra. Pero papá tampoco entiende, y me lo dice. “No entiendo. Yo no entiendo. La mamá de Sabrina me dijo que el señor está perdido desde hace días y que no han podido contactarlo. Voy a ver si lo consigo, si puedo hablar con él”. Antes de que cuelgue le pido que le compre un regalo de navidad a Alejandro, uno grande, y que se lo envuelva en un papel de regalo ruidoso que le saque una sonrisa como la que no vamos a ver en Santiago este año.

Me sienta mal estar en esta sala tranquila cuando allá el mundo se está acabando. Finalmente papá se despide. Le envío un beso a través de la pantalla y cuelga. Pongo la cara sobre las manos, abro la boca hasta que se me quiebran las comisuras de los labios y grito, pero en vez de ruido se me escapa el aire. Tengo la cara seca, igual que la boca. Busco agua, pero lo que siento es más parecido al desasosiego que a la sed. Pienso en el Jesucristo de siempre, con el corazón espinado sobre las vestiduras y pienso que así debe sentirse. Sigo con la bolsa en la mano, pero no puedo cerrar la boca y no quiero tampoco. Tengo un nudo en la garganta, lo recuerdo, y me toco el pecho y siento que estoy llorando por primera vez en la vida.


Photo Credits: Michael Cory

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