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Gavina Falchi

Una «nota» de esperanza

CARACAS: Me llega la foto de un avión por el twitter. No le hago mucho caso al principio pero mi mirada, aun cuando algo distraída, siente el escozor de la nostalgia una fracción de segundos antes de que el dolor me estalle profundamente en el pecho.

18 de junio de 2016: el último vuelo de Lufthansa hacia Europa, después de 45 años de actividad en el país. El piloto, asomado a la ventanilla de la cabina de mando, saluda agitando el tricolor venezolano. Lufthansa también se va. Sus aviones no surcarán más este cielo nuestro, un poquito más huérfano todos los días. Siento una pena muy honda. Lloro hacia adentro.

Poco a poco, en silencio, me volteo a mirar hacia atrás y no alcanzo a ver la cumbre de la montaña de escombros en que se ha convertido el país. ¡Pobre país!

No son sólo las líneas aéreas (casi todas ya…), son también las miles de compañías que se han ido, la infinidad de negocios desaparecidos, las empresas expropriadas, los abastos saqueados, los mercados agonizantes… Son las colas escalofriantes de los hambrientos, las familias desmembradas, las personas mudadas, y con ellas sus historias, sus recuerdos, los afectos; es lo que todos construimos, vivimos y amamos juntos y que nos rehusamos a dejar ir.

Todos los días se abre una herida nueva, aparece un vacío más. La contabilidad cruel de las pérdidas no se cansa ni se detiene. No sé como hacer más amable la nostalgia.


Leo, acostada, a Jorge Bucay, el “gordo” argentino y transito despacio por El camino de las lágrimas, buscando luz y consuelo para mi próximo duelo “anunciado” (la partida de mi hijo…) en medio de separaciones, adioses e inevitables cambios, en este indetenible fluir de la vida.

No puedo dejar de sentirme seducida por la Lengua y sus palabras (¡siempre las palabras!) y los infinitos matices de sentidos y significados, y tampoco puedo dejar de jugar a separar pacientemente los miles de sutilísimos hilos de esa urdimbre intrincada y fascinante, tejida también gracias a similitudes y diferencias.

La palabra compromiso, por ejemplo, recurre a menudo en las páginas de Bucay y es una palabra que me gusta mucho en español, en su más frecuente acepción de “deber”, de “obligación voluntaria”.

El compromiso es el pacto, el acuerdo que establecemos voluntariamente con nosotros mismos y con los demás; es la “palabra dada”, la “promesa” que implica la determinación de cumplir con algo o con alguien. “Tengo un compromiso”, “Estoy comprometido” son expresiones que reflejan responsabilidad consciente y participativa.

En italiano, en cambio, el compromesso evoca, más bien, una suerte de acuerdo alcanzado mediante una negociación que deja sólo parcialmente satisfechas las partes, pues ambas han tenido que ceder algo. Ofrece, por lo tanto, la idea de una aceptación algo resignada, lograda a pesar de uno mismo y en cambio de una cuota inevitable de renuncia. Decimos “arrivare a un compromesso» (llegar a un compromiso), donde ese “llegar” sugiere el recorrido de un camino algo trabajoso o, peor todavía, “scendere a compromessi” (literalmente, “bajar a compromisos”) donde “bajar” deja intuir una suerte de inevitable capitulación, una disminución del nivel de nuestras ambiciones o expectativas iniciales. El compromesso suena un tanto a asunto colectivo; el compromiso sabe a intimidad; evoca silenciosa autonomía de decisión, libertad individual de elección, voluntad determinada. Aquí el “pacto” es, más bien, interior.

Por eso me gusta más.

Bucay invita a revisar periódicamente nuestros compromisos; a mirarlos de cerca para establecer si son actuales aún, especialmente en las relaciones interpersonales. Y alerta acerca del riesgo de estipular compromisos a ciegas, con lapsos ingenuamente eternos o prorrogables en el tiempo hasta lo inverosímil, sin repasar nunca las condiciones originales. Invita a interrogarse a menudo acerca de lo que somos y de lo que tenemos, sin miedo, y a asegurarnos de que lo que queremos guardar sea realmente lo que queremos guardar, y no el cadáver de lo que fue, de lo que tuvimos y que ya no es. Tenemos el compromiso, pues, de deshacernos de los cadáveres.

Pienso en los miles de compromisos que asumimos a lo largo de nuestras vidas; compromisos de pareja, de amistad, de estudio, de trabajo; compromisos políticos y familiares… y me pregunto cuantos esqueletos polvorientos habrá dentro de mi closet en este momento, acumulando suciedad y telarañas.


Es una tarde hermosa en el jardín de la Residencia.

Paredes blancas, grandes puertas de vidrio abiertas de par en par hacia el espacio luminoso que recibirá dentro de poco a los músicos; caras conocidas, murmullos, tintineos de copas e instrumentos afinándose a lo lejos; de vez en cuando, el ruido sordo de algún mango demasiado maduro que cae pesadamente al suelo, en medio de aromas dulzones y humedad tropical.

Caracas y su furia, por un breve espacio, se han quedado afuera en este atardecer insólito de paz y suave belleza. La luz de la media tarde envuelve todo con su tibieza; la atmósfera que se respira me recuerda un tanto las novelas de Graham Green.

Entran los músicos en medio de nuestros aplausos y miro incrédula a los violinistas, dos muchachitos de no más de 13 o 14 años; igualmente el pianista me enternece con su timidez de adolescente y un cuerpo delgadísimo y algo desgarbado. Integran al grupo Mozarteum y nos acompañan con la destreza de sus manos y la excelencia sorprendente de su talento.

Cuánta modesta sencillez en su ejecución y, sin embargo, me digo, cuántas horas de estudio y de ensayo deben haber detrás de esa fluidez, de esa desarmante naturalidad. Cierro los ojos; saboreo la música, disfruto de la pulcritud de las voces del coro y pienso que aún hay esperanza.

Es la belleza, ésta belleza la que todavía puede salvarnos y me pierdo, entonces, en mi propio éxodo interno.


Photo Credits: Evan Schaaf

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