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Francisco Martínez Pocaterra

Una mirada realista

Es este, el peor momento para la oposición venezolana, según David Smilde, entrevistado por Hugo Prieto para «Prodavinci». A su parecer, el interinato de Guaidó se debilita cada vez más, y los gobiernos aliados podrían desmarcarse ante lo que parece un proyecto fallido, delirios de una dirigencia carente de recursos. Dice este analista que la mayoría desea cambios pacíficos, democráticos, negociados. No obstante, y he aquí el pivote de mi crítica (y acaso, la única), la crisis venezolana rebasó, al menos por ahora, toda posibilidad de negociar salidas, mucho más, el de apelar a procesos electorales, como plantean quienes el entrevistado llama moderados, y, visto el apoyo casi ciego hacia Donald Trump en las pasadas elecciones estadounidenses, a mi juicio por la orfandad de liderazgo fronteras adentro, no parece creíble que las mayorías deseen prolongar esta agonía solo para favorecer una salida negociada. Además, y es, quizás, lo que la miopía de una dirigencia pusilánime no ve, en política hay momentos en los cuales el liderazgo debe ser un faro en la larga noche, como lo recomendaba Nelson Mandela.

Una salida negociada siempre es posible, y sin dudas, deseable, pero para ello, el liderazgo debe construir, en efecto, una coalición. Tal cosa no ha ocurrido, como lo sugiere Smilde. En primer lugar, y en este caso ya hablo yo y no el entrevistado, porque no ve el liderazgo necesidad alguna de cerrar filas alrededor de una meta a largo plazo: reconstruir la nación. Al menos por lo que se ve, en el seno opositor perviven las rencillas, los egos cebados y la soberbia imperdonable de dirigentes y asesores, cada uno convencido que solo sus propuestas son viables, válidas, eficientes, cuando la realidad nos ha tirado en la cara un fajo de fracasos. Luego, como segunda consideración, las escasas veces que se ha logrado un pacto unitario, no trasciende este a un mero acuerdo electoral y, por ende, temporal (debería decir breve), motivado, la mayoría de las veces, por intereses mezquinos, más dados a resguardar cuotas de poder que a resolver la crisis. Y, por último, crece, más allá de nuestras fronteras, una increíble hipocresía. Se habla de crímenes de lesa humanidad, pero se nos impone una salida negociada que, al menos por ahora, luce inviable.

Las sanciones si bien han asfixiado al régimen de Maduro, no han sido eficientes, y, a través de maniobras financieras, muchas de ellas ilegales, ha logrado financiar y, sobre todo, nutrir la corruptela entre jóvenes ambiciosos y militares, cuya lealtad al régimen parece, por los momentos, sólida (porque es esa solidaridad la que robustece sus negocios). El statu quo favorece a Maduro, en parte porque mantiene fracturada a la oposición e impide por ello, una alianza eficiente para impulsar cambios; y, en parte porque, desmanteladas las instituciones y disuelto el Estado en grupúsculos de poder, criminales algunos de ellos, no hay modo de articular salidas medianamente ajustadas a la juridicidad. En este momento, ¿por qué va a ceder la élite, si hace lo que hace porque nadie quiere o puede impedírselo? Dicho pues, de un modo ciertamente rudo: el poder, el poder real pivota sobre la capacidad para obrar, indistintamente de la legalidad y del Estado de derecho. Y no nos engañemos, la élite obra a su antojo porque puede, porque no hay muros legales o de facto que, en efecto, se lo impidan.

Nuestra oposición se nos muestra perdida. No encuentra medios para hacer lo que urge en primer término: alterar el statu quo. Es por ello que la élite juega a la división y a nutrir esas rencillas internas, que, a la vista de nosotros, los ciudadanos, son repugnantes y reprochables, pero que, viejas tanto como eficientes, han servido bien a los tiranos desde tiempos inmemorables. No se trata de reacomodos políticos, de míseras cuotas de poder, de arrastrarse porque no queda de otra… Se trata de aunar esfuerzos, y para ello, huelga decirlo, se requiere el concurso de todas las facciones opositoras, de los sindicatos, los gremios profesionales y empresariales, e incluso, del chavismo y las Fuerzas Armadas. Esta nación no es de un grupo ni puede ser rescatada por un caudillo, que, vista la abundante muestra que nos brinda la historia del hombre, terminan siendo tan viles como las élites depuestas.

Pugnan unos y otros, ceban egos y engrandecen a mediocres, buscan todos ese atávico «¿cómo quedo yo ahí?». La pequeñez de sus personalidades ensombrece las luces, y, entre tanto, millones de ciudadanos padecen penurias indecibles.

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