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fabian soberon

Una luz tímida

Ella se acerca con pausa en el hall estrecho. Tiene el pelo rubio, teñido, y usa aros grandes y un collar dorado. Se sienta al lado de una morocha delgada, histriónica, sonriente. Ambas están hospedadas en el hotel. La rubia le habla al oído. Apenas descifro que la rubia se dedica a los números. Hace cálculos orales y le dice el costo de un emprendimiento. Trabaja en una empresa que hace máquinas de riego. Le habla de sus horas de oficina. La morocha solo mueve la cabeza y asiente. Están de frente a la salida. Tienen la avenida para ellas. Los autos van y vienen mientras ellas desgajan las horas anodinas en el trabajo. La rubia le pone la mano en el brazo. La otra ni se inmuta.

La morocha le dice que le molesta mucho el ruido, el ruido ensordecedor de las máquinas. Lleva un rodete en el pelo y se ha pintado en exceso la cara. Parece un emplasto. Se toca la mejilla como si le ardiera. Pero se distrae con la historia de la contadora.

La rubia es alta y lleva un gabán negro, fino, quizás caro. El mozo apoya dos copas de coñac en la mesita del hall. Han hecho un pedido. El mozo sonríe y les dice el precio. La rubia ni siquiera lo mira. Supongo que no le importa el dinero. Debe tener una cuenta abultada. Es una dama de provincia. Lo sé por la tonada y por el garbo decadente y la tela brillante de su ropa. En un instante levantan las copas y brindan. No me miran. Actúan como si yo no existiera.

La rubia se ríe. Pero una sombra le cubre el rostro. Le dice en voz alta que los hombres ya no le importan. Supongo que lo dice para que yo escuche. Corro mi cara hacia el costado. Hago como si no la hubiera escuchado. La morocha se levanta y camina hacia la salida. Abre la puerta y se para en la vereda. La rubia la sigue con los ojos en penumbra. La morocha levanta la cabeza y busca algo en la calle. No sé qué es. Pero me doy cuenta de que no lo encuentra.

La contadora pierde su fineza y reserva. Me mira y me perfora con los ojos. Ella sabe algo de mí. Ha preguntado en la recepción o el mozo le ha dicho algo. La morocha regresa. Y retoman el diálogo.

Levanto el libro. Y me pongo a leer. Siempre la espera es vana. El futuro no tiene nada para darnos. Me quedo con el libro en la mano. Y lo miro. Tengo los ojos abajo y me limito a escuchar.

Los empleados parecen muñecos de una vidriera. Están pegados a las pantallas. No intervienen en nada.

La rubia pide otro brindis. La miro, ahora sin disimulo. La luz de la lámpara me pega en la cara y me gusta, me hace sentir que soy el protagonista de mi próximo fracaso.

La rubia la abraza. Y la besa.

Me canso de estar ahí como el delator de la intimidad ajena. Qué me importa la rubia. Ellas viven su día en el hall. Y se dejan llevar por las pasiones. Nadie hace otra cosa. ¿Quién puede salir de esa ocupación estéril? Ellas tienen su fiesta privada y no estoy invitado. Estoy solo, con el libro en la mano como un boxeador sin el ring. No hago diferencia entre el pasado y el futuro. El vidrio separa el hall de entrada del mundo real. La separación mayor es temporal. Los de afuera están en otro tiempo, viven en un mundo que pertenece a otra época. Yo estoy atrapado en un momento de mi infancia. Nunca he podido salir de ahí.

Subo por la escalera y me quedo en la puerta de mi habitación. Me niego a entrar. La alfombra roja titila en mis pies. Sé que en la pieza reina el silencio de la noche y en los lugares vacíos entra mejor el fantasma de mi mujer.

La rubia y su compañera suben por la escalera. Escucho las risas cortadas y supongo que vienen para aquí. Yo me he sentado delante de la puerta. Pasan cerca de mi cuerpo. No me miran. Están en su mundo. La rubia tiene puesto el brazo en los hombros de la morocha. Un cono de luz baja por los cuerpos. Cuando ya han pasado, la rubia me mira de soslayo, como si quisiera mostrar una diferencia. Se meten en la pieza de al lado.

Decido entrar. Las voces de las mujeres llegan como ecos penumbrosos. Un golpe en la pared, unas risas cortadas, opacas, un murmullo cómplice.

Me siento en la cama, con la mente en blanco. Enciendo el televisor para apagar el ronroneo de la pieza vecina. No puedo soportar el fantasma de mi mujer y los ruidos opacos del exterior. El estertor del televisor sube como humo al techo. Del otro lado, unos pasos húmedos, perdidos.

De pronto, unos quejidos hirientes. Una hora más tarde, una luz tímida entra por la ventana. Y sé que el futuro es esa luz.


Photo Credits: fluffisch

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