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El Otro es una frontera incómoda

Desde el río de Heráclito a esta parte ha fluido mucha agua bajo los puentes de la filosofía. Y a pesar de ello, vivimos a expensas del miedo y la intolerancia, dos caras de una misma moneda. A diario asistimos a la celebración de alguna forma de temor al Otro. Podemos preguntar a quienes votaron por Trump en Estados Unidos, o a los miembros del Frente Nacional Panameño que recientemente convocaron una protesta contra la inmigración venezolana y colombiana, o a la turba chilena que en la pasada Noche Vieja dio una zurra a dos peruanos, o a quienes se decantaron por el Brexit británico. El Otro es, al día de hoy, una amenaza, una frontera incómoda del yo, un riesgo difícil de calcular.

Quizás por ello los tipos rudos de la revista «Forbes» son tan populares. Quizás por ello han resurgido los populismos y lo dictadores de fachada demócrata: porque alguien debe garantizarse, y garantizarnos, que habrá un solo Otro, omnipotente y omnipresente, que sea capaz de reducirnos a todos a un único yo. Cuando uno vive en el mundo alterno de la tiranía, los otros ya no son la otredad, sino una masa homogénea amalgamada por el pensamiento único: el yo unánime de la tiranía. Y la unanimidad del yo no es más que la anulación de sí mismo, del individuo.

Es curioso cómo vivimos tan acomodados en la «auctoritas» colectiva, en esa suerte de pasteurización social en la que hay que hacer asepsia de cualquier germen de individuación. Una chica regresa del extranjero con un acento extraño y enseguida le recriminan que está fuera de lugar. Una norma absurda está ahí, sobre el papel, hace décadas, y todos debemos acatar su obsolescencia porque un parlamento ineficiente no se ha ocupado de modernizarla –son expresiones desteñidas de la intolerancia que, sin degradé, vemos en los regímenes autoritarios–.

Hay una expresión que hemos perdido: «me da la gana», al punto de que la hemos asumido como de mala reputación. El «Diccionario» de la Real Academia Española la recoge como un «querer hacer algo con razón o sin ella», sin matices peyorativos. Pero esa es la gente peligrosa en nuestro torbellino posmoderno, la que hace lo que le da la gana. Uno no puede andar por allí haciendo lo que desea, hay que tener una razón para todo, y más específicamente una razón colectiva que nos asegure estar insertos en la norma social. A estas alturas no sabemos ya distinguir entre socialización y colectivización. Si nos colectivizamos, el Otro dejará de existir y con él la incomodidad de sentirnos distintos.

Las sociedades que vivimos son parcelas del yo unánime, libres de la infección de la alteridad. Los patrones sociales son cada vez más un paradigma de obligatorio acatamiento. Una sociedad en serie, un mundo avenido que viste el uniforme de una igualdad tan superficial como su unanimidad. Solo será cuestión de tiempo para que los unánimes lleguen al poder y nos convenzan de su miedo al Otro.

He pasado una parte importante de mi vida conviviendo con personas muy disímiles de mí. Creo que ha sido un don natural. Cuando niño busqué siempre amistarme con extranjeros, aprender de sus costumbres y lenguas, verme en ese espejo cóncavo que es la diversidad, aprender –desde mi pequeñez emocional en la desemejanza– la grandeza de valorarme en el Otro. En ese cruce con la alteridad descubrí que la libertad nunca habita en la unanimidad del yo único, sino en la diversidad del Otro multiforme. Por ello quizás me exaspere tanto frente a los tiranos, esos enanos absolutos que conciben el mundo dentro de su pobre conuco ideológico. El Otro seguirá siendo una frontera incómoda en tanto que no descubramos que es una posibilidad múltiple del yo.

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