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Un Óscar para Óscar

«Cuando uno piensa que en Venezuela ya la maldad alcanzó cotas insuperables, el régimen vuelve a sorprendernos»
Laureano Márquez, 20-01-2018

Así como llegó se fue, rodeado de misterio y cinematografía. Una ausencia obligada de la que somos responsables todos los que no estuvimos a la altura de su gallardía, tan impetuosa que pareció irreal.

Equivocado o no en sus métodos y hasta ingenuo tal vez, es innegable que Óscar Pérez fue un caraqueño responsable, carismático y valiente, que ya es bastante decir en un país tan falto de verdad, memoria y compromiso. No mató a nadie; al contrario aleccionó llamando a las cosas por su nombre y hasta tuvo el honor de rendirse y pedir clemencia.

Aún así, lo masacraron certeramente junto a sus compañeros, casi en vivo y directo, a plena luz, con sangre corriendo por sus caras, ante un despliegue exagerado, mientras la verdadera delincuencia disfruta de impunidad en avenidas, ministerios y embajadas.

Según el Foro Penal Venezolano, además de los presos políticos y los caídos por hambre, robos y falta de medicinas, ha habido más de 7 mil ejecuciones extrajudiciales los últimos años. Y todavía hay quien duda que estamos en una guerra civil.

Nacido en 1981, era un niño cuando las dos intentonas sangrientas golpistas de 1992, que nunca recibieron justicia proporcional. Todavía era menor de edad en 1998, cuando la Venezuela irresponsable y suicida -guiada por intelectuales, editores y hasta empresarios- premió al indultado mayor con la presidencia.

Pérez asumió solucionar problemas que no había creado: combatir a un régimen arbitrario de bandoleros, que no respetan la ley, la vida ni la muerte, dispuesto a hambrear y matar por preservar un poder que no existe, carente de presente y futuro. También tuvo tiempo de crear su propia fundación, canalizar donaciones de medicinas, alimentos y útiles escolares, y asistir a indigentes de la tercera edad. Sin tener dinero, por supuesto.

Todo lo anterior son crímenes en esa Venezuela que en este momento no es un país ni menos una nación soberana. Es apenas un terreno baldío, un pantano de espaldas a la civilización. Un museo viviente de la época de los cavernícolas o el ecosistema de la selva más salvaje del planeta, donde todo se resuelve a punta de mazos, garrotes, pezuñas y dentelladas.

No se trata de especular con su perfil «presidenciable» y crear un mito político, porque ya de eso hemos tenido suficiente y con consecuencias cuestionables. Pero tampoco se va a negar la realidad: Pérez y sus incondicionales lucharon por su gente, sabiendo que el destino iba en contra, como muchos mártires. Se atrevieron. Y eso merece respeto.

En contraste a sus acciones y resultados, unos eunucos piden limosna en Santo Domingo, cambiando oro por barajitas, aceptando garantías que deberían ser tan obvias como el sol que sale por el Este o la lluvia que moja. Mientras, no han tenido la valentía de activar las destituciones ni el referéndum que permite la ley al grupo que ha sido mayoría parlamentaria desde enero de 2016.

Dos años absolutamente perdidos, por no hablar de 20 desde 1998. Clase media, trabajador, sin conexiones, Pérez -su único apellido- fue impaciente porque sabía que el tiempo se agotaba al haber visto más de la mitad de su vida rodeada de corrupción y retroceso en todos los sentidos.

Sobra preguntar quién es más demócrata: ¿el «pacifista» apoltronado en la comodidad de teorías, encuestas, teclados y análisis eternos; o el aguerrido asalariado que deserta para llamar a luchar desde un helicóptero por una meta de justicia y progreso?

Quien no esté a la altura, que se aparte. O se sincere y se inscriba en el PSUV.

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