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Un mundo embotado

El mundo de hoy, complejo y amenazado por peligros que ni siquiera entendemos cabalmente, requiere de nosotros más Aldous Huxley y menos Soma.

La nuestra es una sociedad perezosa. Embriagada con un pasmoso egocentrismo y un hedonismo descontrolado, descuida que nuestra forma de vida y nuestras instituciones más sagradas no son gratuitas, ni pueden darse por sentadas jamás. Si bien en el pasado, los horrores de dos guerras, cada una signada por atrocidades indecibles, forjaron hombres y mujeres de carácter, la serenidad de nuestros días ha aletargado a las personas, y por qué dudarlo, en lugar de florecer como la especie pensante que la humanidad es, de ese sopor espeso emerge el peligro de una distopía.

Las personas no han usado la ilustración para mejorar el mundo ni han crecido espiritualmente gracias a esa «pax augusta» de nuestros días, sino que, por lo contrario, se han vuelto más egoístas, más egocentristas y desde luego, más hedonistas. Amparadas por los medios, corrientes tontas y superficiales han vendido una noción concupiscente de la vida y, de tanto hacerlo, el placer es hoy, sin que nos demos cuenta de ello, el valor más importante de nuestra sociedad.

No digo que debamos volver a la vida espartana del siglo VI a.C. o a las ascéticas costumbres medievales. Sin embargo, asumiendo como cierta la enseñanza de Buda (según la cual lo verdaderamente importante en la vida es el equilibrio), cierta dosis de sacrificio no nos hace daño, y por lo contrario, reafirma la idea de Thomas Jefferson sobre no dar por sentada nuestra realidad como una verdad inalterable. Ya lo dije palabras arriba y lo repito, un orden distópico no es hoy meras hipótesis narrativas de escritores y guionistas de cine.

A diario nos bombardean con necedades, con creencias mágicas, y también con infinidad de datos irrelevantes, de chismes y necedades que sin dudas, no nos hacen mejores, ni más sabios, y sí más holgazanes, y consecuentemente, obviamos las amenazas que cada día más se ciernen sobre el mundo y la vida como la conocemos. Nos inundan el cerebro con las patrañas de los filósofos baratos que colman las bibliotecas con falsas promesas de una vida mejor si se siguen algunas recetas como si la vida fuese semejante a hornear una torta o un pastel de carne, con un caudal de bobadas que narcotizan a las mayorías, así como las ideas políticas, no solo embadurnadas con la corrección política de nuestros días, sino además, y más importante, alejadas de la seriedad y la profundidad que la complejidad contemporánea exige.

Y lo más grave, esas pendejadas, esas boberías insustanciales son vistas como dogmas de fe unas, como la vida vegana (contraria a la biología humana), y las profecías de falsos videntes, charlatanes cuyos aciertos, ciertamente escasos, son atribuibles al azar, o celebradas otras por las mayorías, como el cotilleo sobre personajes públicos o infames shows que para ganar ratings, recurren a la ruindad del ser humano. Obviamente, en medio de ese charco fétido de majaderías, se encuentra una postura irresponsable frente a una realidad que en palabras de Alvin Toffler, de tener antecedentes, se pierden estos en los inicios de la civilización hace diez mil años.

Nos ufanamos de haber desarrollado adelantos tecnológicos que desde luego, han dado lugar a un mundo completamente nuevo, a una realidad que emulando al autor de «El shock del futuro», se nos presenta inédita y nos coloca en la posición del visitante no preparado, ignorante de todo cuanto ocurre a su alrededor. Defendemos, no obstante, la egolatría hedonista como un valor mucho más importante que la democracia representativa que sin dudas, ha favorecido las bondades tecnológicas e institucionales de nuestros días. A diario, y quizá sin percatarse de ello, no pocos gurús de todas las sandeces contemporáneas nos recomiendan ser más egocentristas, más petulantes, aunque sus palabras, dulcificadas por frases agraciadas, refieran a la bondad y la pureza del espíritu. El resultado es pues, una sociedad que no soporta las penas más nimias, a diferencia de las generaciones precedentes, que toleraron regímenes oprobiosos y guerras, hambre y verdaderas penurias.

No digo que debamos volver a la vida espartana o las costumbres ascéticas del medioevo, pero sí recoger un tanto la espiritualidad y el sentido de sacrificio, porque la comodidad y libertad que hoy tenemos no nos fue dada de gratis ni mucho menos podemos pensar que la nuestra es una realidad inalterable.

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