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adrian ferrero
Photo by: Sam ©

Un libro me trajo aquí

Dícese de cuando en el tiempo y el espacio un escritor se encuentra con el lector cuyos signos estaba destinado a descifrar, confluyendo en una serie de coincidencias o azares de naturaleza insospechada (para ambos).

¿Pueden las azarosas leyes de la sensibilidad creativa cruzar el destino (como quien dice, “cruzar el Atlántico”) de un autor español de una novela sobre la literatura de la Guerra civil española con el de un estudioso argentino, más joven, que más a o menos por esos años, estudia la relación entre la dictadura militar argentina a través de la narrativa de cuatro de sus autoras? Pues sí, fue posible. Es más, fue a mí a quien esto le sucedió.

Pero empecemos por el principio, no como una novela de William Faulkner o Virginia Woolf, que parecen caleidoscopios. Hacia 2006, una amiga me dijo: “Te salió un doble”. Yo, en ese momento, interpreté que se había encontrado en la calle con alguien con similares facciones que las mías. Pues no, me tendió un libro titulado, Mala gente que camina, de un autor español (me enteré), llamado Agustín Prado, y me explicó las primeras pistas que me conducirían derecho hacia una búsqueda apasionante, además de por una sensación de extrañamiento bastante parecida a la de una de las novelas citadas en el libro de Prado: Óxido.

Yo me encontraba por entonces comprometido con una investigación, como dije, sobre un grupo de cuatro narradoras argentinas. En mi estudio hablaba de “Modos de réplica literaria al Estado burocrático/autoritario”, a partir de un marco teórico del crítico argentino radicado en EE.UU. Andrés Avellaneda. Investigué sobre ello entre 2000 y 2014, cuando me doctoré. Trabajé, entre otros temas, el modo como estas autoras, todas en actividad por entonces, habían sido disidentes de la dictadura militar argentina de 1976/1983, que el golpe de Estado había instaurado en Argentina. Por supuesto que en varios países del resto del Cono Sur eso también había ocurrido, en una ola siniestra que, lo sabemos, estuvo particularmente ensamblada. Lo que siempre pinta un aire de familia en un continente que ha sido particularmente castigado por ese flagelo.

En tres becas bianuales sucesivas de mi Universidad, había abordado las poéticas de estas cuatro autoras: Angélica Gorodischer, Ana María Shua, Alicia Steimberg (hoy fallecida) y Tununa Mercado. Había entrevistado a las cuatro en más de una oportunidad. Y también había abordado las tramas del dolor del exilio en el caso de una de las autoras.

Ellas, con astucias, mediante estrategias de metaforización en varias de sus novelas y cuentos, dejaban sentado ese desacuerdo con el régimen, evitando de modo inteligente una abierta confrontación. Había una representación de la violencia, o había una cierta clase de modos de representación para dar cuenta de ella, que disimulaba una denuncia más o menos solapada al sistema. Leyendo entrelíneas, si uno no era un ignorante como los censores, la encontraba. Había referencias a situaciones de control sobre los sujetos, en espacios públicos, no estrictamente vinculadas a lo político, pero sí a la conducta que debía respetarse según un estricto sistema de permisos o sanciones. Había, en otro caso, una novela de épica fantástica de Angélica Gorodischer, que consistía en la historia de un imperio en el cual generales codiciosos tomaban el poder, conspiraban para echar por tierra al emperador legítimo, de capacidades endebles y había, un imperio vulnerable que vivía en permanente estado de beligerancia. Quienes dirigían los destinos de ese imperio fabuloso, no tenían poder de determinación. Esta novela se titula Kalpa Imperial. La tradujo la escritora Ursula K. Le Guin al inglés. Y fue publicada en EE.UU., entre varios otros países.

Cuál no sería mi sorpresa, cuando luego de comprar el libro de Benjamín Prado (que releo por estos días), me encuentro con una novela cuyo protagonista es un Profesor de Filología graduado en la Universidad Complutense de Madrid, que estaba sumamente interesado en estudiar el período de la literatura franquista y posfranquista. En particular el caso de la novelista Carmen Laforet, y su novela Nada. Aspiraba a escribir un ensayo para el cual ya tenía título y todo: Historia de un tiempo que nunca existió (La novela de la primera posguerra española). Daba una serie de nombres de autores y autoras contemporáneos de ese país, que yo conocía, que me resultaban familiares, porque había cursado una buena formación en mi bachillerato sobre literatura española medieval y del Renacimiento, por un lado. Por el otro, una asignatura de literatura Española B en la carrera de Letras en la Universidad Nacional de La Plata de excelencia. Esta asignatura abarcaba la segunda mitad del siglo XIX y el siglo XX. Leímos una cantidad portentosa de novelas para esa cursada. Todas de una calidad fuera de serie. Precisamente el género al que se iba a consagrar este profesor. Estaba en condiciones de identificar nombres, grupos, premios, relaciones entre los distintos escritores y, sobre todo, identificaba este mismo proceder del Profesor que si bien en su caso no era becario de su Universidad (como yo), sí era Jefe de Estudios en un Instituto de bachillerato. No obstante, este profesor preparaba conferencias para dictar en Congresos de Literatura Hispánica en EE.UU. Esto es: un español que era hispanista, estudiaba la narrativa y, más concretamente, la novelística (al igual que yo), de dos autoras de la Guerra civil española. Y yo, argentino, era un investigador especializado en la literatura también de mi país, durante una etapa durante la cual un sistema democrático había sido depuesto. Nos abocábamos, simultáneamente, ambos, a tomar como campo de estudio, la cultura literaria de nuestras respectivas naciones.

Hubo muchas otras coincidencias. Por ejemplo, el dueño del restaurante al cual el Profesor iba cada mediodía luego de su trabajo a almorzar, era un ciudadano uruguayo exiliado de la dictadura de ese país, que le ofrecía un suculento asado (la comida típica de mi país) que él, afecto a las comidas livianas, sistemáticamente rechazaba por platos como ensaladas o pastas. Este uruguayo había trabajado en un hotel de Carrasco, un balneario de su país. Pues allí mismo, en ese hotel, iban cada verano mis primas y mis tíos a veranear. Y yo había estado cierta vez, llegando a entrar en él para conocerlo. Había visto sus fotos toda la vida. Y escuchado relatos acerca de su construcción y su historia. Mis primas iban cada verano al mismo sitio a vacacionar desde muy pequeñas. De modo que se trataba de un espacio familiar para mí. Tan familiar como si me hablaran de un fragmento de mi propio pasado.

Luego, las coincidencias se multiplicaron más aun, porque este profesor menciona en su estudio a escritores argentinos como Alejandra Pizarnik, al académico hispanista David William Foster, en cuya revista Chasqui: revista de literatura latinoamercana yo había publicado sendas entrevistas y muchísimas reseñas de los libros de las autoras que estudiaba a medida que se iban publicando novedades. Reseñas de films latinoamericanos. Y mencionaba, cuando se refería a los casos de menores apropiados por la dictadura de Argentina, al poeta argentino radicado en México, Juan Gelman, hoy fallecido. Juan Gelman tenía a sus dos hijos desaparecidos. Y a su nieta, que él sabía había nacido en cautiverio, sospechaba que en adopción en casa de alguna familia con simpatías hacia el régimen militar argentino. Recuerdo que, precisamente, yo había recibido la noticia de que Gelman se había reunido finalmente con ella, a través de una llamada telefónica con una de las autoras que investigaba para mi tesis doctoral, Tununa Mercado. Fue ella la que me había dado la gran noticia del reencuentro. Todo encajó.

La novela de Prado oscila entre la tragedia, el horror y, entiendo que para no hacer caer al lector en la más completa asfixia cuya tensión por momentos ensombrece al argumento, de tanto en tanto como contrapunto alternaba con detalles acerca de las historias de amor del Profesor investigador que se desempaña como Director de Estudios a regañadientes del Instituto, los diálogos con una madre con la que convive que no es estrictamente franquista pero que sostiene que el mundo no se divide entre ángeles y demonios. Y que de los dos bandos se cometieron cosas objetables. Invoca la figura de Stalin, como el líder comunista que desapareció opositores. Y recuerda, con aire nostálgico, el teatro que vio durante toda esa etapa, como amante de ese arte. Las trifulcas entre hijo y madre terminan por resultar proverbiales. Y casi parte de una discusión de sordos. Él, fuera de sus cabales por la necedad de su madre. Ella, ofendida por un hijo temperamental y con una posición política extremista. El Profesor desmiente punto por punto cada afirmación de su madre citando libros y testimonios de cautivos de las cárceles de franquistas, en tanto ella relativiza, mediante una negación defensiva, lo que para ella fue el accionar comunista.

Si uno va siguiendo las pesquisas de este Profesor, sus conferencias en EE.UU. sobre el tema (país donde yo había publicado buena parte de mis investigaciones sobre todos estos temas en revistas de Universidades de estudios latinoamericanos) y la historia de mis propias investigaciones, se daba un paralelismo que a mí llegó a alarmarme. Parecerá pueril que a alguien con formación universitaria le pueda suceder que en un libro el argumento tenga que ver mucho o poco con el estudioso. Es más, en ocasiones ese es uno de los motivos por los cuales los investigadores se abocan a estudiar a ciertos autores o libros. Por el aire de familia que ese autor o libro mantiene con su propia historia o identidad. Pero aquí por todas partes había congruencias. Y yo no era, sobre todo, un estudioso de este libro, sino que como lector había caído a mis manos. Lo cierto es que a mí no me pareció tan simplista esta relación entre el libro y mi biografía. Y encontré allí el trazo de una figura. La línea que unía dos hemisferios, un océano de por medio en conjunción con una misma lengua nativa, en sus vertientes dialectales diferentes. Cuando leía la novela me encontraba con un español que era y no era el mío. Estaba por dentro y por fuera de una lengua, de una cultura y de un universo semiótico. Pero es que en este caso había tal cantidad de detalles ensamblados, que todo resultaba sorprendente.

Mi cursada de Literatura Española B (una de las más intensas y excepcionales de toda mi vida), la historia de España, mis apasionadas lecturas de algunos de los autores citados en la novela, mi repudio naturalmente al franquismo, tan terminante como el que había manifestado hacia la dictadura militar argentina, todo parecía cerrar (o abrirse). Tenía en mi formación los mejores recursos para interpretar esa novela en todo su alcance. Estaba empapado de mis propias búsquedas, en una geografía a la que esa novela también aludía, poniendo en estrecha relación ambas etapas, la española y la argentina. Es más, el mismo Prado citaba en un momento la dictadura militar argentina, su historia y sus métodos.

Y dejo para el final un detalle que en verdad es una de sus mayores claves. El libro se inicia con un acápite. Una frase lo abre y dice lo siguiente: “No basta con que callemos y además no es posible”, de Luis Rosales. Pues un libro de uno de mis autores argentinos favoritos, Héctor Tizón, que había estado exiliado durante la dictadura militar y que había manifestado su más rotundo repudio a todo sistema totalitario, tenía un libro titulado, No es posible callar, que yo había leído y releído. Además de haberlo elegido para mi Página de Facebook como foto de perfil.

Un dibujo se terminó de trazar allí. Un dibujo incómodo por cierto, porque formaba parte de un capítulo de la Historia del Argentina y de España que podríamos definir como negro. Como sanguinario y como una dimensión de la condición humana de naturaleza abyecta.

Por otra parte, irrumpían en el libro nombres de autores que yo había leído o había leído mucho, como Federico García Lorca, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Juan Goytisolo, entre otros, que no formaban parte estrictamente de la trama pero sí de su contexto y eran citados en numerosas oportunidades.

Cárceles, fusilamientos, confinamientos, torturas, violaciones, apropiación de menores, búsquedas desesperadas de parientes tras la intercesión de influencias cercanas. Todo trazaba un paralelismo que me hizo pensar que después de todo, el Atlántico no separa mundos tan distintos. El Nuevo Mundo, tenía o había tenido una trama histórica por la que el Viejo Mundo también había atravesado. Y de la cual las heridas no habían cerrado. Ni tampoco el miedo. La cultura del miedo era común todavía a ambas naciones.

No resumiré el final de la novela, que es lo más sabroso, sino más bien el sacudón emotivo que me produjo descubrir que desde el otro hemisferio, un escritor español, había escrito una novela que, como un espejo encendido, mostraba de qué modo la literatura en lengua española puede explorar en las monstruosidades de la condición humana. Y de cómo la literatura dialoga con la política y con la Historia.

Las personas más simplistas, piensan que los estudios literarios consisten únicamente en analizar cuál es el rol de la metáfora en Quevedo o el tema del infinito en Borges. En gruesos mamotretos que uno se sienta a leer pero que poco o nada tienen que ver con la realidad empírica. Pues lamento decepcionar a esas personas y sí espero hacerlas caer de su catre estereotípico demostrándolos que la investigación sobre literatura se suele meter en asuntos peligrosos. Y suele meter a sus investigadores en serios aprietos. Cuando no en asuntos de vida o muerte, al igual que a los escritores que abordan. La literatura, desde la particular mirada que investigaba el protagonista de la novela de Benjamín Prado y la mía, construía tramas sociales en torno de las cuales el sujeto era por sobre todo sujeto histórico. Atravesado por la temporalidad con su reloj político y social. Y estos sucesos habían sido una literal carnicería.

Naturalmente que entre Mala gente que camina (título tomado de un verso de Antonio Machado) y mi propia vida había también matices notables. Yo trabajaba en la Universidad, estaba casado, tenía una hija, no estaba trabajando en una novela sino en dos tesis, una de grado primero, y luego una de posgrado. Y si bien mi vida de por entonces era muy diferente de como lo es ahora, todavía me reconozco en ese adulto joven que, asombrado, encontraba en un libro su propia identidad prácticamente representada como en un teatro. Mis búsquedas en torno de Argentina eran narradas en paralelo por un español pero, en una operación analógica, trabajando a partir de la realidad de su propia nación. Y en una operación retrospectiva según la cual él acudía a la España de los años ’40 (con algunos desplazamientos) y yo a la Argentina de los años ’70 y principios de los ’80.

Por otra parte, resultaba evidente que Benjamín Prado manejaba saberes relativos a la investigación en los estudios literarios en contextos académicos, en especial en EE.UU. por detalles que deslizaba, claves que solo alguien que se dedica a esa misma profesión es capaz de reconocer. Sabía de las costumbres que rigen los intercambios y protocolos entre colegas de esa profesión, plagada de rituales. Y había sufrido plagios confirmados. Que yo había debido también padecer en más de una oportunidad.

Regreso hoy, en este 2020, catorce años después de aquella primera lectura azorada, también, reconociendo que fue algo perturbadora. Encontrarse con una suerte de doble, de “William Wilson” a lo Edgar Allan Poe resulta inquietante. Pero que sea novelista y no investigador, para el caso, atenuaba un poco esa emoción que podía incomodarme. Si bien el protagonista en la última parte de la novela fundamenta por qué terminó escribiendo esa novela y no un ensayo: había firmado un contrato según el cual como corpus para la investigación se comprometía a no usar el material (escritos, fotografías) que el hijo de la escritora que estudiaba le había facilitado. Y escribe Prado: “La ficción es uno de los dos únicos territorios en que es posible esconderse de los abogados. El otro es el cementerio” (p.392).

Tal vez sea una ley de la vida. Esa ley que hace que cada libro releído sea un libro nuevo. Yo ahora tengo mi tesis de Licenciatura y doctorado ambas por la Universidad Nacional de La Plata, con sus correspondientes diplomas. Benjamín Prado tiene su novela de 2006 editada hace ya catorce años. Ha publicado muchos otros libros (también de poesía). Yo ahora soy escritor en lugar de académico. Ambos hemos escrito un libro o una tesis en los que apostamos a nuestras convicciones, nuestra ideología libertaria, nuestras indignaciones, poniendo nuestro conocimiento al servicio de la Historia, para lo cual estudiamos a fondo una época dolorosa para ambas patrias. Se supone que deberíamos ser un poco más sabios. Y espero serlo. No sé si esta relectura me deja esa sensación. Pero sí la de que esos exactos catorce años durante los cuales peleé para que desde los estudios literarios la dictadura fuera leída desde la literatura a partir de la narrativa de narradoras contemporáneas argentinas, dejó alguna clases de saldo. ¿Podría llamarse a ello el aporte a un campo de estudios? Quién sabe. A lo mejor tan solo yo también haya escrito otra forma de la ficción. La novela de una tesis doctoral.


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