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Un hado infausto

Cada mañana bebo café malo. Su pobre sabor apenas si sirve para trincar algo caliente, algo que evoque un hábito, una costumbre, y de ese modo, reconocer que otro día de mierda comienza no solo para mí, sino para millones de víctimas de esta desgracia que como una peste, lleva veinte años consumiendo a Venezuela, una nación que alguna vez prometió bienandanza. Como los parásitos que hacen de muchos de nuestros niños tripones malnutridos, la revolución ha agotado al país, la ha consumido hasta el hueso. Cada día es un ejido yermo, una caminata extenuante sobre piedras abrasantes bajo el porrazo constante del sol… sin abrevaderos, sin árboles donde resguardarse.

La revolución es un cáncer, uno maluco, uno que consume la vitalidad de la nación. Uno que se enquistó en el discurso populista y que con la llegada de los «bolivarianos» al poder, hizo metástasis. La revolución es una pandemia peor que el Covid-19, que la peste bubónica, que la gripe española; y, en muchos casos, sus contagiados no logran recuperarse del aborregamiento que les provoca.

La concepción revolucionaria del poder, de su ejercicio y de sus fines, es distópica. Controlarnos, cada vez más. Domeñarnos, hacernos más dóciles, más sumisos… rebajarnos a la condición de siervos, y si fuere el caso, exigirnos aun el derecho de pernocta como si fueran ellos señores feudales, porque no lo dudemos un instante, el poder sí corrompe, y su ejercicio absoluto, pudre el alma y vicia el carácter. La élite, que ya fue envilecida por el poder, concibe la autoridad de un modo atávico, de formas que creíamos superadas. No, no son ellos menos incivilizados que aquellos chácharos que de este país hicieron una ampliación de La Mulera.

Hoy por hoy, Venezuela dejó de ser un Estado para ser el coto de unos malvivientes, la hacienda de unos chácharos, un erial desolado, un monte inculto invadido por bachacos culones. Como Winston Smith en esa Oceanía de desventurados, nosotros hemos sido reducidos a una vida triste y yerma como este país arrasado por la estupidez.

Nuestros días son solo sombras. Nuestras vidas son vagos recuerdos de un país que ya no existe, o cuando menos, está en suspenso. Vivimos en una sociedad que transita entre una cotidianidad paupérrima y desoladora y la banalidad de quienes reflotan como la hojarasca en un charco, y en medio de ese circo trágico, una élite corrupta sojuzga a una ciudadanía a la que no por caprichos fútiles desean aborregar, y de hecho, han aborregado.

Eso es, si no lo ha entendido, el totalitarismo. Eso es, si no lo ha captado, la esencia de lo que el régimen dictatorial revolucionario aspira para nosotros, valiéndose para ello de una narrativa más emocional que racional y más recientemente, del terror, de la represión y de lo que en «1984» representa la habitación 101: amenazarnos con nuestros temores más íntimos.

No soy dado a las teorías conspirativas, pero sé que la propaganda (la verdadera propaganda y no los comerciales) no envilece la razón por antojos de un majadero, sino que pensada cuidadosamente, persigue aletargar a una sociedad hasta que el barrito de los rinocerontes les suene hermoso… ¿O acaso creen que George Orwell y Eugene Ionesco hablaban pendejadas?

Cada mañana bebo café malo, y aunque me resisto a reconocer belleza alguna en el barrito de los rinocerontes, siento el horror que causa en mi alma la impotencia para cambiar un destino trágico, un hado que los venezolanos no merecemos.

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