Una vez más las calles de Nueva York y de otras ciudades de los Estados Unidos y del mundo se tiñeron de los colores del arco iris para celebrar el día del orgullo gay.
Una fiesta que este año, para los norteamericanos, será inolvidable ya que el Tribunal Supremo declaró que el matrimonio entre personas del mismo sexo es un derecho garantizado por la Constitución y como tal debe ser considerado legal en todos los 50 estados del país.
Largo ha sido el camino hasta llegar a este momento tan significativo. Basta recordar las persecuciones de las que eran objeto en los años 50-60 gays, lesbianas y transexuales, las duras luchas que han tenido que enfrentar durante muchos años sencillamente para que se les respetara como seres humanos y para que se les garantizara el derecho al trabajo y a la salud.
Hoy la decisión del Tribunal Supremo pareciera haber cerrado un ciclo de injusticias y discriminaciones pero nos preguntamos hasta qué punto esas batallas están realmente ganadas.
La barbarie del terrorismo que con su violencia ignorante y brutal ha empañado esta fiesta tiñendo de rojo sangre a cuatro países de tres diversos continentes, Francia, Túnez, Kuwait y Somalia, es una muestra evidente de las disparidades morales, éticas, religiosas que persisten en el mundo. Hace apenas unas semanas esos mismos terroristas del EI (Estado Islámico) habían ejecutado a tres hombres por su orientación homosexual arrojándolos desde lo alto de un edificio en la ciudad de Mosul.
Pero se equivocan los que piensan que actos de esa índole solamente ocurren en países lejanos de los cuales nos acordamos cuando su sed de muerte cobra víctimas entre nosotros.
Las batallas civiles, las que se libran para exigir igualdad de derechos y respeto hacia las diversidades, nunca están totalmente ganadas. Lo sabremos nosotras las mujeres quienes, a pesar de los años que llevamos luchando contra las disparidades de género, aún no hemos logrado, ni en los países más avanzados como Estados Unidos, una verdadera igualdad. Nosotras quienes somos todavía minoría en los cargos de poder tanto a nivel económico como político, que seguimos ganando menos que los hombres, nosotras que asistimos impotentes al aumento de los femicidios, sabemos que no hay que bajar los niveles de guardia.
Si un Premio Nobel piensa que puede ser gracioso a expensas de malos chistes sobre las mujeres, si en Italia el fundador del movimiento Neocatecumenal Kiko Arguello, durante el Family Day, pudo decir impunemente, frente a una nutrida platea de hombres y, lamentablemente, también de mujeres, que la culpa de los femicidios es de las esposas que dejan a sus maridos, (sin precisar, por lo demás, si la misma licencia de matar vale también para las mujeres que son abandonadas por sus cónyuges), si las Universidades prefieren ocultar las violaciones, sobre todo cuando los culpables son atletas brillantes, si tenemos que seguir aguantando miradas a nuestros escotes mientras hacemos una presentación para la cual nos estuvimos preparando durante horas y horas, si si y si… Podríamos llenar páginas y páginas y cada una de esas páginas nos recordaría que todos los adelantos que hacemos en el camino de la igualdad de derechos puede sufrir un retroceso.
Sabemos que en Estados Unidos hay grupos que quisieran abolir muchas de las batallas ganadas. Son personas quienes rechazan con igual violencia a los inmigrantes, a la comunidad LGBT y a las mujeres. Y tienen a sus representantes políticos.
¿Acaso podemos olvidar las contundentes declaraciones del precandidato presidencial republicano Ted Cruz en contra de los matrimonios gay o las ridículas acusaciones a los inmigrantes mexicanos hechas por el otro precandidato Donald Trump?
Las leyes son importantes pero lamentablemente no son suficientes. La batalla para los derechos civiles sigue en la calle, en las casas, en los lugares de poder y requiere de nuestra participación activa en la vida política, social y cultural.
La alegría gay ha rebosado calles y plazas, un río humano que entre música y colores ha desfilado para reafirmar el derecho a vivir, a amar, a ser uno mismo sin miedos ni condiciones. Y todos juntos hemos podido soñar un mundo marcado por la paz, la tolerancia, el respeto.
Pero no hay que olvidar el drama humano que hay tras muchas de las sonrisas de un día. Tampoco podemos evitar un dejo de tristeza al pensar que, si las diversidades no fueran consideradas tales, si pudiéramos coexistir en un mundo donde el respeto no tuviera género, sexo ni color de piel, no necesitaríamos desfilar para reafirmar el orgullo de ser quienes somos.