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Un espíritu mudo y sordo…

Hay una escena de Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, que siempre ha llamado mi atención: Raskólnikov —poco tiempo después de haber asesinado a Aliona Ivánovna y a su hermana Lizaveta— transita por el puente Nikoláievski sobre el río Nevá. Desde allí, dice el narrador, se tiene la mejor vista de la cúpula de la catedral de San Petersburgo. Se intuye que es un paisaje sublime, ante el cual el protagonista se ha detenido un centenar de veces a contemplarlo.

Estando allí, sin embargo, Raskólnikov reconoce que una sensación extraña le sobreviene siempre… «Un hálito frío e inexplicable» le llega desde aquel «cuadro», como si estuviese «saturado por un espíritu mudo y sordo…». Aquí el término espíritu se debe tomar como atmósfera. No es la típica confesión de estado de ánimo que haría alguien desde aquel puente, pero sí es muy sintomática de la dimensión psíquica y moral del protagonista.

Pocos textos como este han descrito de un modo tan bellamente trágico el tedio de vivir. A veces, incluso, he tenido la tentación de emparentar semióticamente esta escena con El grito, de Edvard Munch. Este es —en muchos sentidos— la representación gráfica de la atmósfera que crea Dostoyevski para Raskólnikov en el puente Nikoláievski. Y también está uno tentado de recordar el grito de Kurtz justo antes de morir, en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad: «¡El horror! ¡El horror!» Nunca sabremos qué vio Kurtz en su enajenación, pero quizá alcanzó a atisbar el espíritu mudo y sordo que, como una niebla, inunda y aletarga nuestro tiempo.

Nunca fuimos más locuaces y productivos textualmente que ahora. No sería exagerado sospechar que hemos escrito tantas palabras en mensajes electrónicos como albergadas hay en las bibliotecas de todo el mundo… Que hemos grabado tantas horas de audio y video como discursos fueron pronunciados desde la Antigüedad. Y, sin embargo, nunca hubo más silencio, un ruidoso silencio en el que nadie escucha.

La parafernalia de nuestra líquida modernidad no deja tiempo ni espacio para la escucha ontológica, la escucha profunda del ser, del otro. Hay un murmullo de fondo, perenne, ininteligible, formado por los millones de voces que susurran su humanidad. Algunos, incluso, gritan, pero sin distinguirse. De pronto alguien entona su voz unánime en los medios masivos de comunicación y todos escuchan porque está de moda escuchar esa voz. Pronto, no obstante, será sustituida por otra, y por otra, y por otra… hasta que todas queden amontonadas en un amasijo informe de palabras. Casi no hay memoria.

Hace poco todos despertamos conmocionados por el gran incendio de la Amazonia. ¡Tenía dieciséis días ardiendo para entonces!… cuando alguna voz unánime hizo de él un trending topic en las redes sociales. Pero antes de ello, otros 35 000 incendios habían azotado los bosques amazónicos durante los últimos ocho meses. Dentro de dos semanas nadie hablará de ello… y seguirá siendo devastada la selva. Los indígenas que allí sufren sí podrían dar cuenta exacta del espíritu mudo y sordo de su tiempo.

El hálito frío e inexplicable que sopló sobre Raskólnikov no venía de fuera, sino de dentro de él. Es el aliento de la muerte cuando nos habita anticipadamente. En el atormentado estudiante obedecía a su cada vez más precaria salud moral. Eso debería darnos qué pensar porque la nuestra es una sociedad sobre la cual también se agita el soplo helado del puente Nikoláievski.

Hay sociedades de sociedades. Algunas más mudas y sordas que otras. Y hay aquellas en las que el soplo de la muerte interior es un huracán gélido. En ellas todos gritan como los infelices del Inferno de Dante, pero nadie escucha. Se vociferan a diario diagnósticos y recetas, pero nadie escucha. Se señala cada mañana la ruta que pudiera conducir a la tierra de promisión, pero nadie escucha. Todos hablan, pero nadie escucha. En fin, no falta el día en que suene la trompeta de Fidelio anunciando la liberación… pero nadie escucha.

La pregunta, entonces, es: ¿Cómo hacer el silencio ontológico en medio de tal manicomio?

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