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El último beso de Manuel Puig sobre Manhattan (Parte I)

Nacido en fechas decembrinas en Argentina (General Villegas, 1932), Manuel Puig vivió en Nueva York durante los años sesenta y setenta, incorporándose activamente a la vida de la ciudad. Desde las actividades académicas —impartió clases en Columbia University y City College, CUNY— hasta el submundo de los bares del West Side Highway, todo lo abordó con la misma pasión. En la intensidad de esta ciudad encontró, paradójicamente, la tranquilidad necesaria para trasladarse al Hollywood de los años cuarenta, e incorporarlo al mundo de la mujer latinoamericana aislada en una pequeña ciudad de provincias, tal cual se presenta en La traición de Rita Hayworth (1968), o luchando para abrirse paso en los Estados Unidos como Gladys, la heroína de The Buenos Aires Affair (1973).

En torno a ella, Puig desarrolló su capacidad para comprender la psicología femenina. Escribiendo desde la mujer misma supo trasladarla a la literatura y mostrarla con todas sus frustraciones y deseos, describiendo detalladamente, en el caso de Gladys, hasta las sensaciones experimentadas por ella durante el coito y la masturbación. Cae la noche tropical (1988), publicada cuando ya vivía en Río de Janeiro, amplió la temática femenina hacia dos ancianas que recuerdan su pasado, mientras conversan acerca de sus enfermedades y narran la historia, siempre de amor no correspondido, de una amiga más joven.

Los recuerdos del autor se abren literariamente con Vallejo en 1939. Vallejo: entrada a aquel largo túnel para Toto. Él abre los ojos. Algunas muñecas descansan sobre una repisa. El niño bueno no ha sido traicionado todavía. Romeo and Juliet o una película de Fred Astaire y Ginger Rogers atraviesan la pantalla. Los amantes bailan o se prueban mutuamente desde la calle y el balcón. Los amantes no están encerrados en una habitación de motel o en la cárcel, todavía. El fondo del océano es claro aún, y Manuel Puig mira hacia el agua parado sobre un sombrero al estilo Jackie Kennedy. Parece que todas las mujeres lucían aquel sombrero ese año: 1963 lo trajo a Nueva York, tras seis años trabajando como guionista para los Estudios Cinecittà e inmerso en la decadencia romana.

Easy Living, sin embargo, no parecía tan fácil cuando el ático frente a Central Park era un sórdido apartamento cerca del Trastevere o uno de esos puentes que Accattone cruza en sus Noches romanas. De ahí que sólo te tomara 8 ½ segundos decidir su próxima movida, el mismo año cuando Federico Fellini filmó su autobiografía y Estados Unidos despertó del sueño americano. Aquel disparo, sin embargo, había manchado más que un sombrero y Puig quería estar ahí, en el centro de las cosas; para recobrarlas del modo como parecían ser, cuando Marlene Dietrich era Shanghai Lily a bordo del Shanghai Express, y el cabello de Jean Harlow en Red Dust era la única bomba que hacía arder la jungla de Vietnam.

Pero ni el autor ni su escritura estaban interesados en los años post-Camelot. Parecía que en un tiempo cuando América se hundía bajo la Guerra Fría, Vietnam estallaba en las calles y los manicurados campus universitarios, y Susan Sontag culminaba su Trip to Hanoi, Manuel Puig permanecía inmerso en un mundo confinado al interior de las sombrías mansiones a lo largo de Sunset Boulevard. Un mundo que, como los grandes estudios de Hollywood, se desmembraba o vendía al mejor postor.

No obstante, debía venir a vivir a Nueva York, porque adentrarse en su pasado desde la distancia era el único modo posible para recobrar la infancia. Eso es lo fascinante de la escritura: tenía que venir hasta aquí, trabajar largas horas en el aeropuerto Kennedy, y regresar a su minúsculo apartamento en Queens para poder recuperar el tiempo proustiano, preservado por el desvaído glamour del celuloide en un pequeño pueblo argentino. Aunque Puig sabía muy bien lo que hacía: la Guerra Fría pasó, Vietnam pasó, hasta el muro de Berlín fue borrado; en tanto la vergüenza americana se convirtió en un remedo de Mme. Butterfly llamado Miss Saigon, y el brillo de Hollywood lo redescubrieron las nuevas generaciones gracias al “Vogue” de Madonna.

De cierto manera, Puig estaba deseoso de trasladar aquellos melodramas de serie B, protagonizados por heroínas económica cultural y sexualmente limitadas, a un musical de Deanne Durbin, buscando mimetizarlos con la soledad que reinaba tras las lentejuelas en los escenarios de Universal o Metro Goldwyn Mayer, tal cual veremos en la segunda parte de este articulo.

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