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El último beso de Manuel Puig sobre Manhattan (Parte II)

Las novelas de Manuel Puig intentaban llevar a cabo un montaje cinematográfico, donde sus estrellas y aquellas heroínas mostrarían idéntico desamparo bajo el maquillaje de “Hollywood Cosmetics”. Las suyas, sentadas afuera, en el olvidado porche de un pueblo a punto de desvanecerse, o en una anodina habitación urbana. Mujeres esperando o huyendo del hombre que sería, o no, lo suficientemente sensible para hacer realidad sus deseos. “Un hombre sensible”, pide Mita en La traición de Rita Hayworth, que la haga sentir como una dama, siguiendo el modelo de la mujer convencional.

Aquellos años posteriores al asesinato de Kennedy no le resultaron sin embargo nada fáciles. Fue un tiempo de obstáculos y sobrevivencia, aunque muy estimulante también. Especialmente si se decidía a cambiar su “cámara oscura”, por las sombras de los cuerpos que, en el mercado de la carne cerca del río Hudson, exponían la suya a su voyeurístico placer. El insoportable vacío que sentía tras aquellas expediciones nocturnas era, pese a todo, el mismo que atenaza a la juventud actual. Si bien en Puig no había frustración ni rabia, pues el autor no encajaba dentro del modelo del artista depresivo o torturado.

Para un escritor latinoamericano autoexiliado en el Nueva York de los sesenta, el tiempo era, en su caso, un programa doble en el Theatre 80 de Saint Mark’s Place, los cafés en torno a las calles Bleecker y MacDougal, y el misticismo de un solitario “búho” de la generación Beat. Y es que Puig no se veía, como Gladys, envuelto por el misterioso glamour de ser extranjero, ni enamorándose perdidamente de algún impetuoso director de orquesta centroeuropeo, no. Pero las heroínas tan agresivas e independientes del cine de los años sesenta tampoco le interesaban. Ellas no entraban dentro del esquema que la escritura delineaba para las suyas. Ni Jean Fonda ni Candice Bergen tenían la ternura de Maria Da Gloria, en Sangre de amor correspondido (1982), entregándose en su “primera vez” a Josemar y viviendo de esa memoria hasta el reencuentro con él años después. Aquella primera sangre acosándola inútilmente, pues él nunca regresaría para quedarse.

A pesar de ello nada lo iba a derrotar. Ni las largas horas pasadas en los anodinos corredores del aeropuerto Kennedy, ni la confusión a su alrededor, que siempre contrarrestó con el inmaculado orden de sus casas, reflejado en el modo como trabajaba sus textos, siguiendo la manera cuidadosa y metódica en que los grandes del Hollywood dorado planeaban las suyas. Así me lo contó él mismo una noche en “The Five Oaks”, un speakeasy del West Village ya desaparecido, mientras la legendaria pianista del local, Ms. Marie Blake, cantaba a Billie Holiday.

Y me lo contó, poniéndome el ejemplo de una escena que el mítico productor Irving Talberg quería para Grand Hotel pero quedó fuera de la película. Consistía en un plato de sopa yendo de la cocina al comedor, con una mujer gritando porque el camarero se la había tirado encima y un hombre replicando que estaba fría. Un motivo puesto a conectar varias escenas con un movimiento de cámara, que Puig transpuso a The Buenos Aires Affair mediante los flashes al interior de las vidas de las siempre distantes estrellas: “Ven conmigo, querido… Aguardo por ti. La otra noche no pude dormir pensando que tú vendrías a mí…”, le susurra Greta Garbo a su amante Baron (Clark Gable) desde el teléfono de Grand Hotel, sin saber que él yace muerto desde la noche anterior en su habitación.

Aquella noche en “The Five Oaks”, Manuel Puig me repitió las palabras de la Garbo, mientras me contaba la anécdota de las maletas que una vez le llevó en el aeropuerto Kennedy, y su asombro al darse cuenta de que ella hablaba sobre sí misma en tercera persona: “la mujer está cansada”, dijo al tenderle la propina. Y Puig la vio desaparecer entre los pasajeros, mientras pensaba en cómo el mito se vuelve humano, es decir, vulnerable y anónimo a la vez. Y ese fue el momento mágico para el autor, pues detenido en aquel pasillo, visualizó por primera vez a sus mujeres balanceando el cuerpo, ya no desde un avión sino en la mecedora. Mujeres confinadas a sus habitaciones para dejar, como único rastro de su paso por la vida, la memoria de una taza a medio lavar, o el sonido de un reloj de pared, es decir el corazón, a veces tan cerca de la boca.

Mujeres cuyas vidas se consumirían en la insignificancia de una casa ajena o demasiado conocida. Una casa donde el sexo se les negaría o trasladaría a un parque, motel o al asiento trasero de un automóvil, protegido por la oscuridad de una playa solitaria donde serían abusadas. Y esa es la realidad aquí en Nueva York: el recrudecimiento de la violencia contra los gays en el West Village, Brooklyn, el Bronx por jóvenes blancos de los suburbios, el asalto y violación de una joven en Central Park por jóvenes negros e hispanos, lo vergonzoso del italoamericano encarcelado por matar a un joven de color que fue a su barrio en Brooklyn para chequear un carro usado, las redadas contra los inmigrantes indocumentados de la era Trump…

Racismo, homofobia, xenofobia y fascismo que nos devuelven a la nostalgia por formas más civilizadas de vida, o a la ficticia seguridad del televisor y las noches tranquilas en casa. Confinados todos, como Nélida en Boquitas pintadas, a un apartamento donde a veces se vive ilegalmente porque es la única manera de poder pagar un alquiler aquí y temiendo perderlo en cualquier momento. Sin seguridad laboral, siempre a punto de caer en el abismo pero aferrados como Manuel a la escritura, “en el oscilante borde de la página”, como dijo Severo Sarduy.

Mujeres que sueñan, escriben cartas, esconden un diario, van al cine, solas o con una amiga tan sola como ellas. Mujeres que se tocan un botón de la blusa, sonríen sin fuego, se masturban sin alma. ¿Qué piensa una mujer mientras se masturba? Manuel Puig lo sabía, pues al delinear a los personajes femeninos, mostraba su habilidad para escribir desde ellos. Y aquí pienso en Gladys, por ejemplo, perfilada en la novela desde el instante del parto hasta su intento de suicidio treinta y cinco años después, para mostrar el precio que tuvo que pagar por tener una vida propia: dominación, relaciones frustradas, idéntica soledad en cualquier ciudad del mundo.

En la escritura de Puig ella cumple con el papel tradicionalmente asignado a la mujer, fortalecido además por el estereotipo del cine, desde los diálogos puestos a parodiar la imposibilidad de muchas mujeres independientes para encontrar el amor, aún en la pantalla. Gladys, pasando por la vida y reprimiendo sus deseos con la esperanza de eludir el sufrimiento. Ella, como Joan Crawford en Humoresque, parece preguntarse continuamente: “cuán buena es una mujer que no puede serlo para nadie”. Y aún más, a medida que piensa en el sol, la playa, la comida puertorriqueña, un cuerpo varonil desnudo, Puig detallaba los distintos pasos del placer solitario, trasladando así su yo al de la heroína. Si bien él no quería tener una relación homosexual con un hombre, porque lo suyo era ser Gladys a fin de gozar y sufrir en el otro y ser poseído por él.

“Pero si un hombre… es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural, porque él entonces… es el hombre de la casa”, apunta Molina en El beso de la mujer araña (1983). Alter ego del mismo autor, enamorándose siempre de un imposible. Es decir, ese hombre heterosexual que se interesará por él únicamente entre las barras de una prisión y en la oscuridad, para no tener que ver, solo sentir. Ello, al tiempo que asume el papel femenino y cuida sus heridas —tal cual hace Helen Hayes con Gary Cooper en Farewell to Arms— hasta el punto de morir por él, pero no sin antes habérselo llevado a la cama.

De hecho, Molina toma control de la situación hasta transformar la cárcel en el escenario para una película de Billy Wilder, a la vez que despliega con su vestimenta el glamour hollywoodense, buscando disipar así el horror de la prisión. Desde Cat People hasta Enchanted Cottage y I Walked with a Zombie, Molina se transforma en la mujer pantera, una sofisticada chanteuse y una chica neoyorkina de vacaciones por el Caribe, a fin de seducir a Valentín con el travestismo de su lenguaje. Como “mujer fálica”, asimila lo femenino en su masculinidad hasta detentar el poder de ambos sexos y atraparlo en su red.

De este modo, Molina cierra la brecha entre las mujeres anteriores al movimiento feminista y las nuevas tradicionalistas, prestas a venderse por un poco de seguridad y un hombre a quien poder cuidar, envolviéndolo en papel maternal, como si fuera un pastel listo para meter en el horno. Y aquí pienso en los avisos de McCall’s y Lady’s Home Journal en los años cuarenta y cincuenta, donde las mujeres se quedaban en la cocina mientras los hombres practicaban deportes en el patio. Un mensaje tan poderoso como el de los anuncios en Good Housekeeping; porque la generación que estaba “fuera de control” cuando Puig trabajaba en JKF, ha envejecido y hoy lo necesita más que nunca, tal cual sugería hace unos años la publicidad para los sujetadores “Roxanne”. Y lo necesitan, tanto como a ese auténtico hombre. “¿Qué es ser hombre para vos?”, le pregunta Valentín a Molina. “Es muchas cosas, pero para mí… bueno, lo más lindo del hombre es eso, ser lindo, fuerte, pero sin hacer alharaca de fuerza, y que va avanzando seguro. Que camine seguro…”

Y Manuel Puig, aquella noche en “The Five Oaks” sonrió mientras arrugaba una servilleta, tal vez porque una inmenso travesti envuelto en lamé, estaba a punto de cantar “O mio babbino caro”, acompañado, no faltaría más, por Ms. Marie Blake al piano.

Los ochenta fueron una década de cambios para el autor. Cansado de The Asphalt Jungle, se mudó a Río de Janeiro, donde mantenía su casa de la rua Aperana tan impecable como el apartamento de Manhattan. Más grande en tamaño, ciertamente, pero tan minimalista en la decoración como su último estudio de la calle 10 neoyorkina: unas pocas sillas, un sofá, una mesa, un árbol sin hojas y mucha luz. Y el piso siempre reluciente, porque era el único modo en que Toto podría reflejarse, más feliz y sano que nunca, pero también traicionado por Rita, es decir, Manuel mismo: The Lady from Shanghai observándose entre los cristales del Luna Park, Bette Davis mirándose en el espejo del camerino de All About Eve, Jane Wyman viéndose sobre la pantalla del televisor apagado, tras rechazar la propuesta matrimonial de Rock Hudson en All That Heaven Allows.

A fines de aquella década, Puig se mudó a Cuernavaca pero volvía a Nueva York con frecuencia. La última vez, pocos meses antes de fallecer, para el estreno del musical sobre El beso de la mujer araña en un teatro de New Jersey. A su regreso a México hablamos por teléfono. Aquella fue la última vez que escuché su voz: “Mujer —me dijo, siguiendo la costumbre de dirigirse a sus amigos en femenino— una vez que te han metido en aquel hueco negro, olvídate de la inmortalidad. ¡Yo quiero que me pongan los laureles ahora!” Y siguió hablando y hablando; llenando la conversación con sus ingeniosos comentarios, y recalcando cuán feliz se sentía viviendo en Cuernavaca donde el clima le iba mejor que en Río. Como siempre, estaba lleno de vida y muy alejado de la observación de Cortázar acerca de que, cuando uno llega a los cincuenta, empieza poco a poco a morir en la muerte de los otros.

El destino no quiso, sin embargo, que disfrutara de El beso de la mujer araña triunfando en Broadway. Cuando fui a ver este musical, acompañado por su traductora, biógrafa y gran amiga Suzanne Jill Levine, caímos en cuenta de que, con este espectáculo, se cerraba impecablemente la obra y la vida de Manuel Puig, pues el autor había vuelto finalmente a la ciudad que más amó. Manhattan resultó ser entonces el escenario perfecto para su último beso.

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