Era un final anunciado. Trump comenzó su mandato con actitud de guapetón de barrio y lo ha terminado con un intento de golpe de estado. Comenzando las primarias, en un mitin en Iowa, dijo: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Lamentablemente fue verdad, no disparó proyectiles sino palabras dirigidas a herir todas las reglas de respeto democrático que habían gobernado la política norteamericana hasta en los momentos más duros. Ganó alimentando odios y Estados Unidos vivió los peores cuatro años de su democracia. Años oscuros durante los cuales se envalentonaron los más de 700 grupos de odio que existen en un país tan grande como diverso.
Cuatro años que hubieran debido terminar con las nuevas elecciones, que hubieran terminado con el veredicto de las urnas si Trump hubiese sido un Jefe de Estado democrático. Muy por lo contrario, gritó al fraude hasta el último momento alimentando dudas tan absurdas que ni la misma Corte Suprema, a mayoría republicana, pudo aceptar, sopló en la llama de la intolerancia y llamó a sus acólitos para que organizaran una protesta, a las puertas del Capitolio, el día en el cual el Congreso en sesión plenaria iba a ratificar la victoria del nuevo Presidente: Joseph R. Biden, Jr.
Uno de los momentos más solemnes y significativos para los norteamericanos quedó empañado por el lodo de la violencia. Los seguidores de Donald Trump asaltaron el Capitolio, rompieron vidrios, entraron y violaron uno de los lugares más sagrados de cualquier democracia. Escenas inéditas para los norteamericanos. No para nosotros los latinoamericanos quienes, en gran parte, escapamos de esa misma violencia política, de esa misma intolerancia, de gobiernos autoritarios que, tras llegar al poder con los votos, lograron subvertir el orden constitucional e implantaron el autoritarismo.
Por suerte los congresistas, en gran mayoría, mantuvieron la calma y tras evacuar el espacio por orden de las fuerzas de seguridad, a las pocas horas retomaron la sesión y, en la madrugada, declararon formalmente la victoria de Joe Biden.
Sin embargo, las dramáticas imágenes del asalto al palacio que encierra la máxima institución democrática no podrán borrarse. Tras superar la vergüenza y la humillación que vivió la gran mayoría de los estadounidenses, seguirá el miedo de quedar con una democracia debilitada, golpeada, ensuciada.
Los únicos que salen fortalecidos de esa dolorosa página de historia norteamericana son los líderes antidemocráticos, in primis Putin y Xi Jinping.
Varias preguntas quedan en el aire. ¿Cuán profunda y peligrosa es la grieta que abrieron los sucesos del pasado 6 de enero, no solamente en el país sino en el mismo partido republicano? ¿Hasta qué punto debe y puede permanecer impune la actuación de quien no solamente alimentó sino que no condenó la violencia? ¿En qué difiere el asalto del pasado miércoles de los golpes que vivimos en América Latina? ¿Cuál era el propósito de ese dramático “acto final” de Donald Trump y de sus fieles congresistas Hawley, Cruz, Johnson, entre otros? ¿Acaso esperaban que el caos permitiera declarar un estado de emergencia y paralizar la democracia? ¿Por qué, a pesar de los miles de anuncios por redes sociales, el ataque tomó tan desprevenidas a las fuerzas de seguridad? Algunas respuestas las dará el tiempo, otras las contestarán las instituciones competentes.
Mientras el país trata de metabolizar esos sucesos, muchos colaboradores, ministros y congresistas republicanos se van apartando del Presidente. Los demócratas están buscando una fórmula para evitar que siga ocupando la Casa Blanca hasta el 20 de enero. Sin embargo, Trump, tras anunciar que el cambio de mando se desarrollará pacíficamente, sigue defendiendo la tesis del fraude y, rompiendo otra tradición significativa, anunció que no participará en la toma de posesión del nuevo Presidente.
A pesar de la reacción positiva de las instituciones, el temblor que ha sacudido los cimientos de la democracia norteamericana deja una advertencia para el futuro: ninguna democracia está totalmente blindada y exenta de deslizar hacia el autoritarismo. Imposible saber ahora la repercusión que tendrá en otras democracias, sobre todo en las más frágiles pero no solo. La plaga del populismo, que se alimenta de la antipolítica, la intolerancia, el racismo, la xenofobia, la misoginia y los extremismos utilizados como válvula de escape para la violencia, podrían envalentonarse. El fuego, cuya primera llama se prendió en Washington, fue rápidamente apagado, pero de esas mismas cenizas podrían alimentarse otros incendios peores en diferentes partes del mundo. La esperanza es que también se consoliden las fuerzas democráticas y estén listas para contrarrestar cualquier intento golpista.
El recuerdo de esos vergonzosos sucesos debería quedar grabado en la memoria colectiva para ser desempolvado cada vez que las poblaciones irán a las urnas. Así, en ese momento de gran responsabilidad cívica, cada ciudadano sabrá lo que puede pasar cuando los votos no son producto de un razonamiento, de una idea política, sino del rencor, de un malsano afán de venganza, o del deseo de infligir un castigo.
Photo by: Marco Verch Professional Photographer ©