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Adrian Ferrero

Tríptico de la Isla de Pascua

Entre tanto, en una isla de la Polinesia, los cuerpos se buscan, se atraen, se seducen y también buscan sus momentos de soledad. Las estatuas sagradas, puro misterio, no descifran su origen. Tampoco su arcano. Se trata de figuras que cuando cae el sol, su sombra se desparrama por sobre la superficie de la tierra como una mancha inescrutable. Al explorador, a su amante, los dejan sin habla pero sin embargo intervienen esa realidad. Logran entrever lo que fue a partir de lo que ven en ese presente imperfecto. Recorren el camino inverso como quien desanda su edad. Pero esta Isla de la Polinesia, que tantas fantasías ha provocado entre quienes son dados a los misterios, sigue siendo esencialmente el espacio de lo inexplicable. ¿Cómo los milagros? ¿como los hechizos? Es por ese mismo motivo que los hombres y mujeres peregrinan hasta sus orillas, sus monumentos, sus cascadas, sus pasturas, sus costas y sus hospedajes agrestes. Para seguir ignorando lo que sabían no conocerán jamás.

 

En el mar de la Polinesia

Estoy en el comedor
de casa ahora.
Breves sorbos de café.
Regresé apenas ayer
de la Isla de Pascua.
La isla “Ojos que miran al Cielo”.
Me rodean
los rayos transparentes
del mar sagrado de la Polinesia.
Allí estoy de nuevo.
Las barcas. Los remos.
Los pescadores. Truenos.
El relámpago que agrieta el cielo.
El atardecer en Hanga Roa.
Apoyo mi mano
sobre un moai.
Esas enormes esculturas
mitad hombre, mitad tierra, mitad cielo
al estilo de los antiguos animales fabulosos
que figuran
en los bestiarios medievales.
Imagino otras escenas:
el hombre que talló
esa roca que se esconde
dentro del moai.
como la harina dentro del pan.
El hombre habla
con los mismos labios
otra lengua
que brota de su garganta.
¿Qué me dice?
“Estoy construyendo
un momento de tu futuro”.
¿Qué le diré yo?
Su tarea se parece
demasiado a un milagro.
Trabaja
solícito como un discípulo de Cristo.
Le pide a su mujer,
que lo mira desde abajo
(la resolana de Pascua en sus ojos),
un cuenco de agua de vertiente.
Trabaja la piedra
con unas manos
que ignoramos de dónde
han adoptado esas lecciones
perfectas.
La piedra elemental
sucumbe a su arte.
Esa noche
la fascinación por los moais
no me deja conciliar el sueño.
Transpiro. Por fin
aparto las sábanas
como a una tigresa furiosa.
Me levanto desnudo.
Recorro las inmediaciones,
desvelado. Parezco una presa,
arrinconada por un lobo.
¿Vieron cuando una ciudad
aguarda sitiada
un ataque inminente?
Así.
Así mismo.
Ellos sin embargo no perecen.
Solo murieron las manos
ásperas, callosas
que tallaron los perfiles
ligeramente antropomórficos
ligeramente geométricos.
Hoy vemos a los moais
como a caricaturas
llenas de exotismo.
Pero en otro tiempo
fueron dioses.
Se los adoró fastuosamente.
con sacrificios y hogueras.
¿Por qué los hombres
a medida que crecemos
tendemos a ser
cada vez más cínicos?
Por la tarde
me tiro sobre la playa
(el pueblo vacío,
la mar ruge contra las rocas).
El sol parece de todo de fuego
y no tengo gafas. Eso me irrita.
Miro esas figuras
que nadie sabe descifrar. Los arqueólogos…
Armo una historia
con los mitos que leí
en un folleto.
Los ato de un hilo.
Narro la historia
para mis adentros.
Llega muy a mi pesar
el día de la partida.
Embarco rumbo a Valparaíso.
Las isleñas nos despiden
con algarabía.
Soy un hombre que habla una lengua
en la que ellos
no sabrían distinguir
una insinuación de un agravio.
No moriré en la Isla de Pascua.
La Isla de Pascua ha quedado atrás.
¿Cuáles son ahora mis moais?
¿Dispongo acaso de alguno?
Me he negado a traer
el souvenir vulgar de una estatuilla.
Esa noche me despierto
con la pesadilla desesperante
de haber visto la tumba
de quien talló el primer moai.
“Todo moai tiene un costo”
rezaba la inscripción de su tumba.
¿Cuál será la inscripción de la mía?

 

La Maga

Chantal se llamaba la muchacha
que me acompañó a la Isla de Pascua.
Era lánguida
como una magnolia.
En ese viaje se habló poco.
Cierta noche
ella se acercó a un moai.
Se despojó de su túnica.
toda de lino.
Desnuda apoyó
espalda contra espalda
de un moai.
Iluminada por la luna
espléndida como una pantera
me paralizó su belleza.
Luego bailó.
Chantal bailó. Obnubilada,
oficiaba un sacrificio.
Dijo dos cosas.
“Rapanui”.
“Rapanui”, repitió.
Por mi parte enmudecí.
Se me heló la sangre
Esa no era noche de palabras.
Me consagré a admirarla
Luego se vistió sin apremios.
Llegué a pensar
que iríamos al mar
a nadar desnudos.
En cambio se acercó.
Susurró una frase
que me pareció una invitación
y me reí a carcajadas
por su propuesta.
Su beso pertenecía
a la lengua universal
de la que todos somos nativos.
Caminamos de la mano
hasta la fronda,
luego al hotel.
Ebrios de tanta intemperie.
Ella parecía haberme
revelado un secreto.
Tenía todo el aspecto
de una sacerdotisa pagana.
Chantal durante el resto del viaje
no hizo referencia a lo sucedido.
Yo callaba.
Quince días más tarde,
cuando desembarcamos en Valparaíso,
me confesó
que había estado otras veces
en la Isla de Pascua.
Supe que tenía muchos pasados.
No me molestó ser solo uno.
A cierta altura de la vida
un hombre se acostumbra
a que compartirá una mujer
con muchos.
Llegamos a Buenos Aires.
Ella se marcharía a Eritrea.
En la encrucijada de Ezeiza
dejó entre mis manos
un puñado de tierra                                                                                                 ca
de la Isla de Pascua.
Me dijo en un idioma
que no era el suyo
que me daba un manojo
de tierra sagrada.
Lo confirmó con un gesto.
De ahí que yo entendiera.
Guardé la pequeña bolsa
como sus palabras
para siempre.
Supe que ella
no era solo una mujer.
Llegué a casa.
Olí la tierra. Palpé su humedad.
Percibí perfumes, no su olor.
(¿serían los de ella húmeda, desnuda?).
Un nuevo día comenzaba.
Esa noche soñé
con Chantal oficiando su rito.
Cuando desperté
fui a chequear que la tierra
estuviera en su sitio.
Permanecía húmeda. Fragante.
Brillaba como cuatro amatistas.
Cerré la bolsa.
Y jamás olvidé a Chantal.
Jamás olvidé su espalda
contra la espalda
de aquel coloso
sustraído al mundo
en la Isla
“De los ojos que miran al cielo”.

 

El Don

Partí de Valparaíso
un 23 de enero de 2009.
Llegué a la Isla de Pascua
al amanecer.
Vuelos circulares
de los petreles heráldicos.
Vuelos de los chimangos mezquinos
anhelando su botín de roedores.
Me recordaron a esas personas
que siempre procuran
sacar provecho de sus semejantes.
Me acerqué a los moais.
De pronto el tiempo me arrasó
hacia otro tiempo.
Estaba en medio de una tribu.
Los descubridores neerlandeses.
Los españoles. La esclavitud.
Toqué uno a uno a los moais
abrazándome a ellos
como quien aspira
a empaparse de una magia.
Estaba a punto
de desatarse una tempestad.
Pero yo estaba
junto a los moais,
a salvo.
Mis manos eran ahora
un poco más sabias.
Me abracé a un moai exigiéndole
el nombre de mi destino.
Una frase se abatió sobre mí
como una bofetada.
Me estremecí de dolor
y de alegría.
Pero la dicha no podía ser eterna.
Creí que podría olvidarla.
Sería imposible que eso sucediera.
No era una frase
Era un nombre
adonde debía dirigirme.
A fundirme en esos brazos.
sin dudarlo,
como quien encuentra por fin
el lugar que será su casa.
El lugar donde ha nacido
pero lo ignora.
Como al significado
de los trazos en nuestras palmas
secretas.

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