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Roberto Ponce Cordero

Traducciones intergeneracionales (Parte II)

De cuando Kurt se fue y nos dejó a David Bowie

El 18 de noviembre de 1993, tan solo cinco meses antes de volarse los sesos y de representar así, por medio de la negación radical, el momento mismo en el que el rock agotaba, históricamente, su función como fenómeno de masas y de protesta contra el statu quo cultural, Kurt Cobain empezó a tocar, durante el concierto “desenchufado” que se convertiría en el álbum multi-platino MTV Unplugged in New York de su banda Nirvana (publicado recién, de manera póstuma, en noviembre de 1994), los primeros acordes de “The Man Who Sold the World” de David Bowie, introduciendo así, de golpe, a una generación entera a la brillante e imprescindible rareza de la música de The Thin White Duke.

Efectivamente, ahora que Bowie ha sido prácticamente beatificado, un año después de su muerte (aquel 10 de enero del año pasado que, en retrospectiva, parece haber inaugurado el anno terribilis que fue 2016, que vio partir a Prince, a Leonard Cohen, a Muhammad Ali, a Juan Gabriel, a George Michael y a Carrie Fisher pero vio llegar el Brexit, el “no” colombiano, a Rajoy por enésima vez y –el acabóse– a Trump, entre otros desastres) y después de un comeback que hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Johnny Cash, es difícil creer que hubo un período largo, entre mediados de los ochenta del siglo XX y principios de los cero del siglo XXI, cuando Bowie perdió su proverbial habilidad para tomarle el pulso a los tiempos y pasó a ser otro de esos classic rockers a los que dan ganas de gritarles que por el amor de dios tengan algo de dignidad (hello, Bono!). Dejó de ser relevante, vamos, y sus excursos por el sonido del soft-rock (Never Let Me Down [1987]), por el noise (Tin Machine [1989]) y por el techno (Earthling [1997]), entre otros desvaríos de casi dos décadas, hacían todavía más lamentable su obvia decadencia. Quizás más significativamente aun, el hecho de que el esplendor ochentero temprano de Bowie hubiera supuesto un giro decidido hacia el pop, hacia una estética yuppie y hacia un discurso lejano y a veces opuesto al de la fluidez de género de su(s) persona(s) de la década de los setenta hacía que, en 1993, cuando Cobain empezó a tocar la canción en el unplugged, la mayoría de quienes habíamos nacido en dichos años setenta y habíamos nacido al mundo de la música “seria” con Nirvana, precisamente, consideráramos a Bowie, en el mejor de los casos, un “rockero” caído en desgracia (si es que siquiera sabíamos de quién se trataba), si no simplemente, y en el peor de los casos, un “popero” despreciable –y encima viejo– más.

Está de sobra decir que nos equivocábamos. Y, sin querer caer en endiosamientos acríticos, es justo decir que fue Cobain el que nos sacó a muchos –y, metonímicamente, a toda nuestra generación­– de ese error, remitiéndonos al británico por medio del improbable cover de “The Man Who Sold The World” (el mismo Bowie ha declarado que el homenaje lo cogió por sorpresa y que, de hecho, hasta ese momento no tenía conciencia de que su música había calado tan hondo en los Estados Unidos) y, así, abriéndonos los oídos a un universo que muchos ya no querríamos –no podríamos– abandonar más. Ayuda, por supuesto, que la canción original sea un clásico en toda regla: como tema que le da el título al tercer álbum de Bowie (aunque no fue lanzado como single y constituía, por lo tanto, y pese a una versión en sus tiempos bastante exitosa de la cantante escocesa Lulu, un “tesoro escondido” dentro de la larga obra de Bowie hasta su recuperación por parte de Nirvana), es un buen ejemplo del universo poético del joven británico, poblado por astronautas, extraterrestres, máquinas omniscientes y, justamente, extraños Doppelgänger como “el hombre que vendió el mundo”, personaje que pasa de decirle a la voz cantante, en el diálogo casual y mantenido “upon the stairs” del primer coro, “I never lost control” a decir, en el segundo coro, y ya convertido él mismo en la voz cantante, “We never lost control”. Musicalmente, por otro lado, es una de las canciones que marcan la transición entre el Bowie psicodélico de los sesenta y el Bowie de una estética más hard rock, y posteriormente glam, de los primeros setenta, lo cual sin duda se debe a que es grabada por una constelación de músicos ya casi idéntica a la que formaría los legendarios Spiders from Mars. Finalmente, es un tema ideal para adolescentes ansiosos por desmarcarse, por destacar y por comprender el mundo pero a la vez carentes de las herramientas y de la madurez para el efecto, ya que su oblicuidad hace que suene profundo y sea infinitamente interpretable, amén de fácilmente adaptable a narrativas alucinógenas, sin que necesariamente haya que definir qué “significa”, ya que significa todo: como decía el mismo Bowie, en 1970 “I was going through a thing when I was pretending that I understood Nietzsche”. En 1993, muchos de nosotros estábamos going through just such a thing. Algunos seguimos estándolo.

La filosofía de Cobain no era nietzscheana (si acaso, schopenhaueriana o camusiana) y él tampoco pretendía, en sus textos, aparentar que entendía o que adaptaba a ningún filósofo en particular. Lo único que Cobain pretendía realmente aparentar era “autenticidad”, esa actitud grunge por antonomasia que, en verdad, debe haber sido muy difícil de constantemente representar. Además de esto, y por descontado, Cobain era un artista descomunal: si la voz de Bowie contiene multitudes, la de Cobain captura solita, en todas sus inflexiones, un momento específico de la historia y lo hace inseparable de esa voz, de manera que, en cierto sentido, contiene un mundo. Su dominio de la guitarra es, también, inusitado, con todo y el error de producción de sonido (un chirrido) que consta, precisamente, en la versión de “The Man Who Sold The World” del Unplugged y que ya es motivo de reverencia de más de una generación que ha adoptado ese disco como suyo, de manera similar a la falla del parlante de la versión live de “No Woman No Cry” de Bob Marley publicada en el Legend (1984), sin la cual ya casi no se puede escuchar ese tema. ¿Qué puedo decir, más allá de que considero que la versión de Nirvana es superior, e incluso altamente superior, a la original, no sólo por mi nostalgia de “nirvanito” que idolatraba a Cobain (o, como lo conocíamos, a “Kurt”) y por el hecho de que él nos haya traducido y abierto a Bowie sino también porque, pese a tratarse, precisamente, del cover, la versión de Nirvana suena más profundamente sentida, más “auténtica” (he ahí la palabreja de nuevo), más… original?

Hemos dicho que Cobain no pretendía referir a ningún filósofo en particular: a regañadientes, más bien, él se convirtió en un filósofo sui géneris de su generación (ríos de tinta se han derramado para asociar ese rol no deseado de portavoz generacional con su suicidio) que logró resumir en un solo verso visionario de “Smells Like Teen Spirit”, por ejemplo, una situación demográfica y cultural que hasta la fecha reverbera en el mundo occidental y tiene, incluso, mayor pertinencia hoy que hace 25 años: “Here we are now / entertain us”. Después del paso fugaz de Kurt Cobain por el mundo de la música y del arte en general, Bowie siguió entreteniéndonos, y haciéndonos reflexionar, durante 22 largos años. Y que nos hayamos dado cuenta de eso y le hayamos dado otra oportunidad, en alguna medida, se lo debemos a Nirvana. ¡Gracias, Kurt!


Versión en vivo de la original de Bowie [la versión de estudio no está disponible en Youtube por temas de copyright

 

Versión de Nirvana

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