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Tierras hostiles

La humanidad enfrenta cambios drásticos, como lo advertía hace cinco décadas, Alvin Toffler en su obra «El shock del futuro». Al igual que los conquistadores españoles del mil quinientos y tantos, los seres humanos nos adentramos en un territorio inexplorado, boscajes vírgenes que a ratos intimidan y atemorizan. Sin embargo, como bestias de costumbres, nos aferramos a la cotidianidad y repetimos hábitos maniáticamente, día tras día. Obramos como si nada cambiase, como si todo fuese inalterable, y aunque nos cueste adecuarnos o incluso, nos resulte imposible, viejos paradigmas se desploman y surgen otros nuevos, y a juicio de quien escribe, luce tonto imaginar que tal cosa puede evitarse.

Uno de estos paradigmas obsoletos es la separación lineal del espectro político. La existencia de dos grupos, una izquierda y una derecha y lo que ideológicamente puede ubicarse en el medio. Existían sectores intermedios, grises, desde luego, pero, como ya dije, estos eran resultado de la moderación de posturas de uno u otro grupo, y no una opción ontológicamente distinta a la polaridad izquierda-derecha. Hoy, esa línea evolucionó hacia una superficie bidimensional en la que las ideas se desplazan como jugadores en un campo de fútbol. Quienes estaban habituados a desplazarse entre la izquierda y la derecha del espectro político, ahora deben hacerlo en un sinfín de direcciones, de alternativas, de opciones y posibilidades.

Una de las estrategias más usadas en las campañas electorales, la polarización de bandos e ideas, es un anacronismo, pero muchos líderes del mundo aún se aferran a ella como garrapatas al cuero del ganado porque, sin dudas, es eficiente para ganar elecciones, aun cuando sea incompetente para construir soluciones. Hoy, los llamados progresistas, cuyas ideas económicas en muchos casos no se corresponden con las socialistas, como plantean los fanáticos defensores del presidente Trump y él mismo, son percibidos, en medio de la campaña electoral estadounidense, para citar un ejemplo, como «comunistas», y en voz de un hombre autoritario, como enemigos acérrimos de Estados Unidos. A su vez, los que se proclaman a sí mismos como progresistas, recolectores de todas las posturas aparentemente bondadosas, no descuidan ocasión para hacer ver a cualquier conservador como un intolerante, un racista y un fascista. Una y otra son posturas demasiado simplistas para responder adecuadamente a la contemporaneidad,

Esta polaridad – que se ve en las pugnas suscitadas en las redes sociales, con insultos y ofensas incluidos – ha desdibujado una realidad ya de sí confusa para hacerla digerible por una masa acrítica (aunque no se apegue a la verdad), con el único propósito de crear dos bandos, donde el opuesto es vendido como enemigo a aniquilarse, lo cual es, sin dudas, muy peligroso para la salubridad social y política de una nación. Es, sin dudas, un discurso con claros rasgos fascistas, totalitaristas; prólogo una sociedad distópica.

El señor Trump, que se valió de un enemigo orwelliano para ganar en el 2016, los inmigrantes, no todos, claro, solo los de «colores extraños», ahora recurre a una vieja causa estadounidense que en los 50 lideró el senador Joseph McCarthy, y que expresa ese mismo sentido orwelliano del enemigo perpetuo: el anticomunismo. Bien sabemos sin embargo, que la ideología marxista-leninista fracasó (como millones de rusos, falleció famélica durante la hambruna de los años 1920-21) y que sus seguidores, luego de la implosión de la URSS en 1991, se fragmentaron en una miríada de posturas, que hoy, casi tres décadas después, son recogidas por los llamados progresistas, pero no como un todo, organizadas bajo un esquema más o menos articulado, sino adecuadas a las necesidades de los grupúsculos, algunos populistas, crecidos como el monte en un terreno baldío tras el colapso soviético. Algo parecido ocurre con las corrientes liberales, aunque, por su propia naturaleza son más abiertas a la incorporación de ideas y planteamientos. Resulta necio pues, insistir con una separación lineal del espectro político, y en el caso de Donald Trump, que, al parecer no va bien en las encuestas, una burda estratagema orwelliana para dividir de nuevo a los buenos estadounidenses de los malos, y, de ese modo, torpedear la campaña de Biden, pero, si recurrimos el ejemplo venezolano, con el Psuv como gran hegemón de la política venezolana y único portavoz de la bonhomía, hacer de uno de los partidos, el Republicano, un poder hegemónico, en ningún caso es sano, provechoso, sino por lo contrario, resulta nocivo, pernicioso… Se vician sus militantes hasta corromperse.

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