Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Tierra de Nadie

Se nos está yendo la gente. Cada semana despedimos a alguien que se va definitivamente de Venezuela. La discusión sobre si aquellos que se fueron eran mejores (Luis Vicente Díaz dixit) o no, o acerca de quién tiene la razón al irse o quedarse me parece superficial cuando toca abrazar y despedir a quien, sospechamos, no volveremos a ver. Lo cierto es que se nos están marchando los afectos. También considero banal si los cuatro millones de venezolanos en el extranjero son o no el 15 % de la población. Para mí, al partir un amigo se marcha el 100 % de algo que ya no estará. Sí, claro, tenemos el internet y toda esa tecnología conectando personas, pero quienes crecimos valorando un apretón de manos, echamos en menos todo de quien se ausenta finalmente.

El poeta inglés John Donne, en su Meditación XVII, hablaba sobre la implicación en la condición humana:

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Más adelante Donne aludirá a la muerte de una parte del todo humano cada vez que alguna persona muere. Otro tanto podríamos decir de la partida de un amigo. No solo hay un menoscabo de esa totalidad vital a la cual pertenecía quien se ha ido, sino que un trozo de nuestra propia integridad también es desgajado, como cuando un pedazo de roca se desprende de la ladera y queda la certeza de la oquedad.

Ese vacío es la evidencia de que estamos hechos de muchas otredades. A menudo nos asumimos como mismidad, pero somos una suma de alteridades. Cada vez que interactuamos con alguien, una parte de sí se queda en nosotros y viceversa. Cuando compartimos por años, algo del Otro incluso nos es consubstancial y conforma una porción del modo en que miramos el mundo. Nuestra cosmovisión tiene mucho más que solo dos ojos. Somos una mirada plural, aun en nuestro personal criterio.

Si hubiera manera de desagregar todos estos haces de humanidad que conforman lo que somos, quedaríamos sorprendidos de reconocer que cada haz lleva el nombre de otra persona. Constituimos el adhesivo que hace posible tal fraguado. Por ello, cuando alguien se va su haz sigue en nosotros, pero con una cualidad diversa que nos permite saber de su ausencia, como si cambiara de forma o de color. Continúa siendo parte de nuestra mirada plural, cuya mudanza añade un matiz diferente, una perspectiva que antes no teníamos: miramos desde la escasez afectiva.

Un ejercicio que me he propuesto estos días es contemplar el mundo sin mí. No preguntándome cómo atisbarían los otros su parcela de humanidad en mi ausencia. No. Algo más exigente. Otear mi solar extrañado de mí. Colocarme justo a mi lado y largar la mirada sabiendo que ya no estoy allí.

Cuando se nos va un ser querido, pensamos inevitablemente en lo que quedó pendiente, pero… ¿y si fuera yo el que se marchara? ¿Cuánto habrían deseado hacer conmigo y por mí los otros? Aun más: ¿cuánto de todo eso que quedaría inconcluso y suspendido debería a mis terquedades su absurda razón de ser? Quizás ayude contemplar la ida de los amigos en una perspectiva menos egocéntrica, sabiendo que antes de su partida nosotros tendremos otras muchas: nadie nos deja sin que previamente le hayamos dejado tantas veces… Eso hace que la certeza de la oquedad sea mayor.

La ausencia y el desencuentro son, por consiguiente, maneras de ser que moldean esto en lo que nos vamos convirtiendo como país. Hasta ahora el nuestro fue un lugar al que llegaban los migrantes. Poco sabíamos de nostalgias, extrañamientos y desarraigos. Nos llenamos de presencias tan diversas que nos hicieron un sitio cosmopolita, pero nos estamos vaciando. Donde ayer había voces hoy quedan silencios. Las plazas, las calles, las escuelas y universidades, las casas, cada espacio que fue testigo del bullicio incluso en variados idiomas acusan ya la mengua humana.

Hace poco, paseando entre una clase y otra, miraba un jardín de la Universidad Central de Venezuela que la gente llama Tierra de Nadie. Alguna vez, a esa hora, el césped estuvo tapizado de alumnos reclinados, estudiando, coqueteando, charlando. Ahora lo habita una soledad notable. Quizá su nombre sea una jugarreta del sentido común. Lo cierto es que el paisaje humano se nos va adelgazando, en todos los sentidos posibles de dicha afirmación.

¿Qué nos queda entonces? Los versos de John Donne, la certeza de la implicación humana. Sea que nos marchemos o quedemos, nada desintegrará los haces de humanidad que nos conforman. Saber esto me conforta: comprender que soy el conductor existencial por el que parte de la esencia de otros viaja en una corriente de vitalidad. Ellos, los que se fueron y los que se quedaron, siguen de algún modo aquí, en mí, esperando a que yo conecte sus espigas de vida con el devenir que hago posible, día a día, en esta u otra Tierra de Nadie.

Subscribe
Notify of
guest
1 Comment
pasados
más reciente más votado
Inline Feedbacks
View all comments
Hebe Muñoz
Hebe Muñoz
5 years ago

Excelente reflexión producto de un profundo sentir y de una aguda observación crítica. Duro de enfrentar y de sobrellevar, sea para los que se quedan sea para nosotros que estamos del otro lado del océano con el corazón enganchado cuantos los kilómetros que nos separan de nuestros afectos y de nuestras raíces. Profesor, amigo, usted es una de esas es una espiga de vida que conecto junto a muchas otras en mi corazón. Para los que estamos afuera, nuestra alma es casi como esa Tierra de Nadie de la UCV; esa que una vez fué el lugar de la pausa,… Seguir leyendo »

Hey you,
¿nos brindas un café?