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Montague Kobbé

The Stranger

 

 La extraña

Una mirada, un roce, y su aroma penetra mis sentidos.

Dos líneas paralelas se juntan en la distancia. Se entrecruzan caminos opuestos, se encuentran miradas y, tras un intercambio fugaz, ella pasa de largo.

La siguiente ocasión le debe menos a la fortuna. Sus predecibles pasos la han vuelto a poner al alcance de mi mano. Pero percibo un toque invasivo en la situación, y desvanece el encanto.

La veo desaparecer entre la bruma, la hermosa extraña a la que he permitido escapar, ilesa.

Londres, 2008

En medio del Atlántico

Desde el aparente reposo de este vuelo en alto,
las oscuras sombras de un nido de nubes discretas
graban sobre la plata martillada del Atlántico
un negativo llano y liso del paisaje celestial.

Londres-Sta. Lucía, 2007

 

La rubia de Llegadas

No fueron sus pantorrillas fuertes,
ni los muslos fornidos
que dejaban ver sus pantalones cortos,
ni la camisa blanca (de hombre)
excesivamente larga
excesivamente blanca
excesivamente planchada.

No fueron, siquiera,
las botas de vaquero
que arropaban la parte baja de sus firmes
piernas,

Ni los tacones de ellas
que la hacían más esbelta,
que definían sus gemelos,

Lo que me llevó a soñar
despierto

con ser el dueño de los senos
escondidos bajo esa camisa,
con ser el artífice del roce
y el sudor
que ultrajaran tanto blanco,
tanto almidón.

Sino el brillo de su cabellera
larga
lisa
que resplandecía alrededor de su cabeza
que envolvía su mirada en una intensa aura dorada.

Pero no era a mí, a quien buscaban esos ojos
que rastrearon los míos con un vuelo rápido,
ininterrumpido.

Así que todo quedó en un buen sueño
Despierto.

Madrid, 2010

De vuelta al trabajo

Obstruido por el velo de las endorfinas, apenas logro captarla mientras fuma el último jalón de su cigarrillo. El brillo de luz que atraviesa la ventana dibuja perfectamente la silueta de su cuerpo desnudo. Una bocanada de humo escapa su rostro, apuntando hacia arriba. Flexiona sus rodillas y con la mano derecha recoge su vestido de verano del suelo. Alza ambos brazos y permite que la suave tela caiga sobre su cuerpo. Sus pezones erectos detienen el paso del tejido, impidiendo que el escote asuma su lugar. Su mano izquierda acomoda el ajuste en torno a sus senos, sus nalgas desnudas se menean de lado a lado —oh, sí, conozco perfectamente ese meneo— y su vestido finalmente llega a cubrir su modestia, y una cuarta más.

Ya está del otro lado de la puerta. Justo antes de dormir me pregunto qué zapatos llevaría.

AXA, 2010

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