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Teoría de las sombras ontológicas

 

La sombra y yo

Era muy niño cuando tuve consciencia de mi sombra. Recuerdo que a los siete años el tema me apasionaba. ¿Por qué a veces tenía dos sombras? ¿Por qué, en otras ocasiones, no estaba? Pero no fue hasta los dieciséis cuando tuve conciencia de ella. Como se notará, he hecho un uso intencional de ambas palabras: consciencia/conciencia. La primera remite a lo cognitivo. La segunda, a lo ético.

Casi todos tenemos una sombra. Ya sabemos que es la consecuencia de la resistencia que ofrecen los cuerpos opacos al paso de la luz. Pero… ¿cuán opaco soy? Y estoy hablando de una opacidad más ontológica y metafísica que física.

Como dije, a los dieciséis comencé a mirarme en términos filosóficos. Por entonces era yo de una opacidad muy alta. Había muerto mi padre dos años antes y no me dejaba traslucir por casi nada. El reto de este viaje que llamamos vida es pasar de la opacidad a la transparencia, con esa escala intermedia que es el ser traslúcido. Me tomó cuatro años llegar a entenderlo, y a mis veinte inicié el viaje hacia la otredad.

 

Las etapas del viaje

 

Opacidad ontológica

Un día partimos de la opacidad casi absoluta. Algunos serán tan oscuros que absorberán todo el espectro cromático contenido en la luz agotándolo. Y otros, tan claros que lo propagarán reflejándolo. Todo dependerá del diseño ontológico de cada cual. Tengo la sospecha de que una parte importante de los cuerpos que pululan por nuestras calles son de una opacidad oscura, de una densidad ontológica forjada a punta de tristezas y decepciones. Si bien el pasado era el siglo del desencanto, este que hace poco estrenamos no parece alejarse mucho de ello. Otros, pocos —me parece—, son de una opacidad clara, y, aun cuando no podamos ver la luz a través de ellos, hay siempre algún destello que reflejan. Hay personas que son como un paisaje invernal. Unos y otros son deudores de su sombra.

 

Traslucidez ontológica

A medida que vivimos solemos hacernos más opacos, ciertamente. Lo interesante, sin embargo, es el viaje a la inversa, hacia la transparencia. La traslucidez ontológica supone un primer grado de transparencia. Ni absorbemos ni reflejamos la luz: la dejamos pasar a través de nosotros. Es el signo inicial de la apertura a la otredad.

Cuando nos abrimos a los demás, la luz pasa de uno a otro, con su respectivo grado de refracción. Esta refracción ontológica es la propiedad de ser más o menos densos ontológicamente: es nuestra firma existencial. Cuando la luz pasa a través de nosotros, cambia de velocidad y dirección porque adquiere nuestro sello ontológico, antes de seguir camino a los demás, como cuando cruza un cuerpo acuoso. Entonces, ya no hay casi sombra.

 

Transparencia ontológica

A medida que nos deslastramos de esa densidad ontológica que llamamos opacidad del ser, nos acercamos a la transparencia. Estoy convencido de que pocas personas alcanzan tal grado de despojo de su ser. En ellas pesa tan poco la firma ontológica que la luz pasa a través de ellas sin sufrir alteración alguna. No hay refracción porque no hay resistencia ni traslucidez. Son quienes nos permiten ver la luz, no su apariencia. Y no conocen a los acreedores de la sombra.

 

La sombra y los otros

Casi todos tenemos una sombra. Ya lo dije. Y se proyecta sobre los demás. Si no somos traslucientes, somos productores de sombras, la mayoría. Así que la pregunta es: ¿Qué voy a hacer con mi sombra ontológica?

Nuestra sombra alcanza e impacta siempre a alguien, lo sabemos, pero ¿tenemos conciencia de ello? Quizás sea un buen ejercicio detenerse a una orilla del camino, mientras los demás prosiguen en su deambular frenético, para mirar nuestra propia sombra, para entender de qué opacidad es deudora, para conocer la densidad ontológica del ser que la produce. Y esto, perdonen el acento agustiniano, solo se sabe yendo hacia el homo initimo, hacia el yo interior.

Mientras viajamos hacia la transparencia, es necesario conocer el garabato metafísico que somos. A veces, me pregunto cómo las personas pueden pasar por la vida sin hacerse preguntas graves sobre sí, su origen y destino o su tesitura ontológica. A menudo viajamos con ese desconocido que somos nosotros. Y morimos con él.

 

¿Y la luz?

Seguramente más de uno estará incómodo porque no he definido qué es la luz. Bien… estaba hablando sobre la teoría de la sombra ontológica, no sobre la luz. La luz ontológica quizás sea tema de otro texto, pero, por lo pronto, diré que es todo aquello que nos revela el ser, que nos desoculta —en términos heideggerianos— y que nos deconstruye —en términos derridianos—. Por consiguiente, quien se expone a la luz necesariamente tendrá que viajar hacia la transparencia.

Sí… está bien… lo diré: la luz es todo aquello que podamos concebir como facilitadora de la aletheia, una palabra griega que podemos traducir como ‘aquello que no está oculto’. Para el filósofo presocrático Parménides, la aletheia era sinónimo de verdad y se oponía a doxa, es decir, ‘opinión’. Por tanto, la aletheia no depende de nuestras opiniones, sino del modo en que el ser se nos revela, se desoculta, se nos dona. Podríamos decir que la luz es todo aquello que hace posible que el mundo y las cosas, el mundo y las personas se donen. La transparencia es, por tanto, el mayor estado de donación ontológica.


Jerónimo Alayón Gómez: Poeta, narrador y ensayista. Editor independiente y corrector textual – https://jeronimo-alayon.com.ve/

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