Dos años antes me había separado de mi mujercita. Resultó que el tiempo terminó por darle la razón a mis suegros, que decían que conmigo su adorada hija se iba a morir de hambre, que por mí la princesa había dejado al hijo de los Curbelo, la familia que tenía la bodega de vino cerca de Buenaventura, y que a la postre terminaron empleando de empleada doméstica a la pobre Lorena, que ni de Chihuahua parecía, como un favor muy, pero muy especial, se dijo, hacia mi pobre suegra que fue a rogarles una limosna para su hija que agonizaba en la miseria de una tierra reseca y de un marido aún más inútil.
Un día, apenas yo volvía de la lidia en el maizal, todo sudado y sediento, antes que dijese “aquí llegué”, la pobre Lorena me dijo que iba a aceptar la chamba que le habían ofrecido los Curbelo en Buenaventura, que era por un tiempo hasta que las cosas se arreglaran, y que de todas formas ella me amaba a mí, y que me amaría siempre, pero que también tenía que pensar en su hijo, que aquello no era vida y mucho menos futuro para un niño de tres años que en poco ya tendría que empezar la escuelita, y que aguacate y que guacamole. Mucho que me amaba y que para siempre, pero para mí las maletas y en niño moqueando decían más que las palabras. Las cosas hablan solitas y cuando necesitan mucha explicación es porque alguien está mintiendo. No digo que mi mujer no me amaba, pero parecía que no lo suficiente como para no humillarme hasta ese punto. Lo único que me quedaba claro era que se iba a trabajar de doméstica en la casa de los que hubiesen sido sus suegros. La que hubiese sido su casa, en una palabra, porque los suegros, como todo el mundo, un día se mueren, porque debe ser ley que uno vaya dejando lugar a los que vienen detrás. El señorito Iván Curbelo Montenegro, que debía llamarse en vez Monterrubio, como todos los Curbelo, y que pudo llegar a ser su honorable esposo, por lo menos hasta hace un mes estaba ennoviado con una italiana de abolengo, con un apellido que no recuerdo pero era algo así como Prodi o Parodi, no muy linda pero con estudio y fortuna, por lo que no pienso que la pobre Lorena se pudiese enganchar de nuevo con él, por conveniencia o por nostalgia, o que pudiera meterme los cuernos antes de saber noticias de mí en Estados Unidos, pero para mí ya era bastante humillación que mi retoño tuviese que jugar en la alfombra que pisaban los Curbelo Montenegro y que no me quisiera ver los fines de semana, que mi mujer tuviese que vivir con esa idea de que su vida podía haber sido mejor con otro, y que tuviese que acomodar cada día todos y cada uno de los vestidores que se había perdido gracias a un capricho de juventud, que había arruinado su futuro con esto que tienen ustedes aquí presente.
Después que me dejó, me quedé en la casita con el viejo, cuidando de la tierra hasta juntar unos pesos para largarme para este lado. Calculé que si les mandaba a los tres unos trescientos dólares por mes, todavía podría volver en cinco años. O antes. Iba a volver de otra forma, con unos dólares para pagar las deudas del viejo y empezar un negocio nuevo, habiendo conocido donde viven los ricos de verdad y no gente presumida como los Curbelo. Pero el viejo se enfermó enseguida, poco después que Lorena se marchara de casa y yo empezara a pensar en venirme para este lado. De pronto y sin decir agua va, se dio cuenta que se iba a quedar solo. Solito y derrotado. Fracasado él y tragándose el fracaso de su hijo, que debe ser varias veces peor que el fracaso propio, eso amargo y asqueroso que algún día, más tarde o más temprano uno tiene que masticar en soledad para que no infeste a la gente que uno quiere. Así que del barullo del chiquito y de la conversación animada de sus hijos todos los días a la hora de la cena, el viejo iba a pasar a la última soledad, que es la que acompaña siempre a los viejos, digan lo que digan y prometan lo que prometan sus bondadosos hijos. ¿Ustedes alguna vez les prometieron algo importante a sus padres? ¿Sí? ¿Sí? Bueno, sonaron. Los padres cumplen. Los padres casi siempre cumplen. Los hijos casi nunca. Nunca, en una palabra. Y por eso estoy aquí ahora. Tal vez mi viejo se enfermó del disgusto o por la mala comida, sólo Dios sabe. Lo que es segurito es que ni siquiera le quedaba el caballo para tirar del carro que nos llevara al pueblo la tarde que se sintió mal, y él prefirió morirse en su cama. Aquella tarde, antes que me fuera a trabajar en el maizal, había dicho que mi madre había muerto en esa misma cama y él no iba a ser menos valiente, porque la vieja, que estaba mirando desde alguna parte, no se lo merecía. Yo pensé que eran puritas palabras, no más. Cosas de viejos sensibleros. Pos no. En realidad no se murió en la misma cama, como hubiese querido. Ni eso le salió bien. Cuando yo volví de limpiar los maíces, vi de lejos que el viejo estaba parado en la puerta de la casa, esperándome. Entonces me di cuenta. Son esas cosas que uno sabe sin saber cómo es que uno sabe. No me dijo nada, pero yo supe que me había estado esperando para despedirse. Cuando lo abracé él se derrumbó sobre mí y me dijo, “hijo, perdóneme. Yo quería dejarte algo para ayudarte y no pude. Lo siento mucho, hijito”, me dijo, y allí se murió, en mis brazos.
Así que apenas un doctor de Nuevo Casas Grandes se apareció para certificar que el viejo estaba oficialmente muerto de un paro cardíaco, yo me lo llevé a la rivera del arroyo donde siempre pescábamos de niños los cuatro, mamá, papá, mi hermano Lorenzo y yo, y lo enterré allí, debajo del arbolito, en un cajoncito medio roto de segunda mano que le había comprado al sepulturero del pueblo, un viejo borracho que recuperaba cajones cuando las familias reducían a sus finados y los revendían como si no los fuesen a necesitar de nuevo, como si el resto de la familia fuese inmortal o algo así.
Después vendí las pocas cosas que quedaban, las cuatro lecheras, el carro sin caballo, unos anillos de oro de la vieja que descubrí recién entonces que mi padre guardaba debajo de la cama, unos muebles todavía buenos para el uso, las puertas y las ventanas de la casa antes que los acreedores y los abogados se dieran por enterado. Pasé la última semana comiendo yerbas y tomando el licor de unos agaves que crecían solitos cerca de la tumba del viejo, y apenas pude me largué para aquí. Tuve que pelear el precio varios días en la frontera, porque no tenía todo lo que cobran los coyotes y allí yo era uno más, sin nadita de todo lo que les he contado, porque a nadie le importa como a mí no me importaba las desgracias ajenas. Allí yo era un indiecito más, a pesar que no tengo nada de indio aparte de la camisa a cuadro y los pantalones un poco cortos, porque los nuevos tenía que reservarlos para buscar trabajo en el país de los ricos. En Ciudad Juárez, un cuate de Nuevo Casas Grandes me completó la parte que me faltaba, a cambio de nada, porque todavía queda gente en este mundo, y así es que estoy aquí. La vida sigue para algunos, porque la peor parte siempre la llevamos los que todavía quedamos, lo cual sólo deja de ser verdad cuando nos tomamos unos tequilas.
Mi hermano murió tratando de hacer lo que yo estoy haciendo ahorita. Murió caminando por el desierto de Nuevo México. Ni siquiera habrá tenido la suerte de que alguien lo enterrase con dignidad. Se lo comieron las hormigas o se lo chupó la tierra. No lo digo como reproche. Al fin y al cabo yo sé que todos los que pudieron acompañarlo en el intento estaban en lo mismo, tratando de sobrevivir y de escapar a la Migra y a la sed y a los coyotes y a la puta madre. Mi madrecita se murió de disgusto unos meses después. Cinco meses después. Con todo, aguantó mucho, según me dijo el viejo una tardecita que lo encontré tirado a un costado del camino que salía del pueblo, borracho, con un tajo en la frente y acosado por unos escuincles que se divertían cantando Ay, ay, ay, ay, canta y no llores, porque cantando se alegra, cielito lindo, los corazones… Casi mato a uno de aquellos hijos de puta de una pedrada que le tiré, que gracias a Dios no dio justito. Todo eso fue en el 92.
Mi viejo murió de apendicitis. De apendicitis, de peritonitis o de angustia. Quién sabe. Tal vez ni el médico sabía de qué había muerto mi padrecito y tampoco le importaba si anotaba ataque de corazón, indigestión o cirrosis. Qué más daba… Con tal de poner algún nombre científico a la desgracia ajena ya era más que suficiente. Ese era su trabajo y quería hacerlo rápido para salir de allí, de aquella habitación que seguramente le debía dar asco o, por lo menos, indiferencia. La verdad (que el viejo se había muerto de angustia, de tristeza, de amor o de decepción por la vida) no importaba, y pronto sería enterrada junto con aquel pobre saco de carne y huesos que para mí todavía era mi padre. A veces pienso en todos los gestos, en todas las muecas que su pobrecito rostro habrá hecho desde ese día hasta convertirse en un montoncito de huesitos limpitos. Por lo menos pude enterrarlo yo mismo debajo de un arbolito más viejo que todos nosotros, ante la mirada atenta de Lobito, su perro, que fue el que más lo lloró, porque yo sabía disimular. Disimulaba vaya Dios a saber por qué, porque al entierro no asistimos más que Lobito y yo. Así que el viejo se quedó por fin descansando cerca del arroyo que está al fondo de la propiedad, que ya ni propiedad era porque estaba embargada de tantas deudas que había acumulado con el banco.
Hospital cerca no había, pero el banco era como Dios: estaba en todas partes y le rezábamos cada día. Todo el año anterior habíamos trabajado de sol a sol y de luna en luna. Habíamos trabajado como bestias, más que nunca, pero diosito y la virgen no nos querían tanto, así que nunca escucharon nuestras plegarias por una gotita de agua. Algo mal habíamos hecho, seguramente, sólo que no lo sabíamos. El banco nos había prometido pagarnos las semillas y las herramientas a cambio del trabajo, pero nadie nunca dijo que ese año no iba a llover una gota y así lo único que creció fue la deuda con el banco. Pos claro, el banco no tenía culpa de que Dios no hiciera llover; nosotros teníamos la culpa y teníamos que pagar por eso. La deuda y la angustia del viejo se le fueron acumulando en su pecho hasta que el pobre se doblaba de dolor apenas llegaba la noche. Al principio el vino lo aliviaba, pero poco a poco ni el vino ni el tequila ni cualquier otra mentira que uno escuchaba en la radio sobre lo bien que iban mejorando las cosas en el país y todo eso. Así que apenas murió el viejo ya no me quedaban más opciones que irme del todo. Si vendía, me endeudaba. Así que llevé a Lobito a la casa de los Hernández, unos buenos vecinos que vivían a una legua y que estaban tan endeudados como yo, y les dije que dispusieran del campo del viejo mientras pudiesen, antes que llegaran los hombres de los papeles. Les dije que tenían mi permiso, aunque más no sea un permiso moral. La tumba de papá no creo que alguien se atreviese a quitarla de donde está, porque todos son cristianos de buena ley. Habrá gente de por allá que desprecia la vida pero ninguno se mete con la muerte. Entonces dejé todo como estaba y me fui. Me despedí de cada rincón de la casa y del campo y me fui, seguro de que no volvía más. Me fui sin arreglar ningún papel. ¿Para qué? si no podía esperar nada bueno de ningún papel. Los pobres y los papeles nunca nos llevamos bien.