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Teatro en Nueva York: Espejo de duras realidades

Lo que va de año ha traído a la ciudad una cartelera repleta de interesantes propuestas producidas tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales. Unas fronteras hoy amenazadas por la intransigencia gubernamental en su labor por cerrar espacios para el diálogo intercultural, lo cual no solo refuerza peligrosamente el extremismo sino que empobrece abrumadoramente a la nación. Para contrarrestar tales amenazas, Nueva York ha desafiado la cortedad de miras del poder político, presentando un amplio registro de obras donde la temática espejeó la coyuntura global actual. Una coyuntura caracterizada por la violencia institucional, producto de la ignorancia y el miedo al otro: el mestizo, el marginado, el extranjero; y donde la población se halla mayoritariamente indefensa ante los desmanes del populista o el dictador de turno.

En este sentido, el Isango Ensemble de Cape Town, trasladó al contexto surafricano contemporáneo el texto de Jonny Steinberg A Man of Good Hope, acerca de un joven refugiado somalí quien huye de la guerra civil en su país, solo para encontrarse en una nueva y violenta realidad cuando emigra a Suráfrica. En la dirección de Mark Donford-May este grupo, ganador del prestigioso premio Olivier, actuó sobre las tablas de la Brooklyn Academy of Music (BAM) los pormenores del horror. Ello, utilizando no solo su personal adaptación de la novela de Steinberg, sino generando un concierto de voces, cantos y ritmos donde la musicalidad de los instrumentos de percusión se asoció a la danza y el performance.

Una puesta en escena llena de colorido y energía acompañó el desarrollo argumental del horror que atraviesa la vida de aquel joven, quien en la niñez presencia el asesinato a sangre fría de su madre a manos de las milicias somalíes y enfrenta la xenofobia, la desilusión y la rabia de la Suráfrica post-Mandela. El trabajo corporal, actoral y musical del conjunto apuntó tanto a la denuncia del genocidio en Somalia y el repudio al inmigrante de las naciones africanas ­—Kenia, Tanzania, Zimbabue— por donde transita, como a la política de puertas cerradas del actual gobierno norteamericano.

De hecho, alcanzar los Estados Unidos “donde todo el mundo es rico y libre”, como le informa muy ingenuamente su primo, es la meta definitiva del protagonista, atrapado no obstante tras una puerta que difícilmente se abrirá para él en esta contemporaneidad llena de recelos, aprensiones e incertidumbres hacia quienes “nos quitan el trabajo, se llevan a nuestras mujeres y fomentan el crimen por donde quiera que vayan”, tal cual respaldan quienes buscan avivar el odio al otro para imponer su estrechez de miras en nuestras sociedades.

Una consecuencia de tales acciones ha sido la ruptura del Reino Unido con la Comunidad Económica Europea, instigada por el voto de quienes desde su desconfianza o su ignorancia pretenden aislar a la nación del resto del mundo, tal cual lo intenta también hoy el presidente norteamericano. Los nacionalismos históricos, que buscan igualmente la fractura interna de la Gran Bretaña, han sido exhaustivamente explorados por la narrativa y el teatro, sobresaliendo en este sentido la trilogía del dramaturgo irlandés Martin McDonagh.

Desde la intimidad de personajes extraídos de la Irlanda profunda, el autor dibuja un ácido perfil de individuos desclasados, marginados o embrutecidos por la pobreza y la falta de oportunidades. Ello constituye en sí mismo un explosivo coctel, que quienes buscan turbiamente hacerse con el poder explotan, a fin de alcanzarlo y someter por la fuerza de las armas o de las amenazas a todo aquel que esté en contra de sus acciones.

The Beauty Queen of Leenane, una de las obras de la trilogía, fue presentada en el Harvey Theater de BAM por el Druid Theatre Company irlandés bajo la dirección de Garry Hynes, y en ella pudimos encontrar todos los elementos que perfilan a este sector de la sociedad. Aquí la disfuncional domesticidad, de una madre y su hija atrapadas en el villorrio de Leenane, moviliza la acción desde la amargura de la madre y el ansia de escapar de la hija antes de convertirse en una solterona tan autodestructiva como su progenitora.

Los desencuentros entre ambas mujeres se vuelven más sádicos y feroces con la llegada de un pretendiente que quiere, él también, emigrar a los Estados Unidos y casarse con la joven. El temor de la madre a quedarse sola en aquel lugar perdido genera un sinfín de maquinaciones y mentiras, formando el sustrato donde se asienta la frustración de la mujer, anestesiada por la aridez del entorno y el agobio de sus propios fantasmas.

La dirección de Hynes profundizó en el drama psicológico de los personajes enfatizando la falta de oportunidades de los jóvenes, que ven en la huida el único futuro posible; además de la urgencia por remover de su imaginario los tabúes, deformaciones e intransigencias de la generación anterior, culpable en gran parte de la coyuntura política, social y económica causada por el Brexit. En palabras del dramaturgo: “los valores liberales que compartimos en Europa, dables de moldear las sociedades occidentales desde el Renacimiento, se hallan amenazados hoy. Y yo, ni por un segundo, subestimo esa amenaza”.

Oslo, escrita por J.T. Rogers y dirigida por Bartlett Sher para el Vivian Beaumont Theater de Broadway, se hizo eco de estas aseveraciones, devolviéndonos al acuerdo de paz entre Israel y Palestina que, con el Tratado de Oslo, se selló en la Casa Blanca de Bill Clinton en 1993, gracias a los buenos oficios del primer ministro israelí Yitzhak Rabin y el premier palestino Yasser Arafat. Si bien los años y eventos subsecuentes han roto aquel acuerdo, el optimismo de entonces todavía reverbera en el inconsciente colectivo del Medio Oriente, abriendo una puerta a la esperanza por lograr la pacificación de la zona. Algo que se encuentra igualmente en peligro hoy, por culpa del terrorismo y los actos de violencia tanto rusos como norteamericanos en la región, que han roto el frágil equilibrio geopolítico e impulsado un éxodo masivo de la población hacia los países fronterizos y Europa, con el consecuente incremento de la xenofobia y el racismo en Occidente.

Oslo, que obtuvo el Tony a la mejor obra del año, se centra en el papel jugado por dos diplomáticos noruegos en la negociación del tratado, reuniéndose con ambas partes durante nueve meses seguidos hasta lograr el acuerdo. La pieza, estructurada en 60 escenas cortas desarrolladas en varios países sobre un mismo escenario, es un canto a la esperanza, que la mise-en-scène fomentó utilizando un espacio donde destacaron los colores neutros y los muebles cómodos, en el cual paradójicamente se desarrollarían las batallas verbales puestas a sacar a los mandatarios de su zona de confort para sellar el compromiso. Un compromiso que, aún en el convulsionado marco actual, ha conseguido mantener la paz en Jordania y es el referente obligado para cualquier otro acuerdo futuro de negociación entre Israel y Palestina.

El Tony al mejor musical lo obtuvo Dear Evan Hansen, escrito por Steven Levenson, con música y letra de Benj Pasek y Justin Paul para el Music Box Theatre de Broadway. Aquí nos encontramos con un agudo perfil de la nueva generación de adolescentes norteamericanos, atrapados entre la presión social por alcanzar el éxito y las inquietudes propias de la edad. Ello se resuelve en un drama donde la droga, los desequilibrios emocionales, las relaciones abortadas y el suicidio marcan a los protagonistas, inmersos en el frenesí de las redes sociales y el mundo virtual, lo cual añade una capa más de sinsentido a la sensación de ansiedad y desconexión con el mundo que todos ellos experimentan.

Una producción minimalista donde destacaron las pantallas móviles como constante en la cotidianeidad de la generación nacida con el nuevo siglo, reflejó el espejismo existencial de estos adolescentes para quienes la realidad solo existe desde ellas y se borra cuando los problemas personales pasan a un primer plano. El suicidio de uno de estos muchachos como consecuencia de sus íntimos desajustes y desequilibrios espoleó los pormenores del drama, en el cual la incomunicación entre padres e hijos pasó a un primer plano. De hecho, fueron las dificultades intergeneracionales para conectar lo que llevó al protagonista a urdir una compleja trama de equívocos y mentiras en torno a la violenta desaparición del amigo, reverberando ello en las redes sociales, además de traerle fama y el amor de la hermana del finado.

La desinformación y las noticias falsas, tan caras a los nefastos resultados en la última elección presidencial norteamericana, se constituyeron pues en el leitmotiv de un espectáculo dable de mostrar la manipulación de las emociones y el oscurecimiento de los valores morales que, al trasladar estas preocupaciones al mapa político de los Estados Unidos, muestra una fotografía nada nítida de la nación. Algo preocupante, dada la lúgubre encrucijada donde el planeta se halla posicionado hoy, y donde la interconexión a nivel global provoca que cualquier desequilibrio en un punto tenga un efecto multiplicador sobre el resto del mundo.

Indecent de Paula Vogel para el Cort Theatre de Broadway, abordó algunos de estos difíciles aspectos, al concebir un texto como el revival de una polémica obra del teatro yiddish polaco de las primeras décadas del pasado siglo donde se mostraba el amor entre dos mujeres. Lo “indecente” del acto, que llevó a ser juzgado al director y al elenco, probablemente desaparecidos en los campos de concentración del nazismo pocos años después, fue histriónicamente revivido por un polifacético grupo actoral y musical, que adoptó distintos papeles a lo largo de la obra.

Rebecca Taichman, quien obtuvo el Tony a la mejor dirección, realzó las injusticias y fanatismos de aquel oscuro período en la historia europea, actualizando y revisitando para nuestra contemporaneidad las raíces del daño. Una operación no solo necesaria sino urgente, a la vista de los desmanes autocráticos del nuevo des-orden mundial. Ello, utilizando muy pocos elementos escenográficos a fin de que fueran los actores, músicos y bailarines quienes densificaran con sus voces, instrumentos y cuerpos la representación de temas, aún polémicos pese a los avances, no sin luchas y pérdidas, de algunas sociedades. Antisemitismo, homofobia, censura, guerra, y masacres en nombre de la religión, las ideologías y los fundamentalismos continúan plagando nuestras sociedades con la indecencia y complicidad de muchos gobernantes. En palabras de la directora: “Desafortunadamente, muchos de nosotros compartimos una misma historia de rechazos y odios por parte de una comunidad que no acepta al otro”.

Y nadie mejor que el canadiense Robert Lepage a la hora de reflexionar sobre las intolerancias, pues en sus producciones teatrales la importancia de la historia y la memoria, para entender los males que aquejan a nuestras naciones, siempre ha contado con un lugar privilegiado. El espectáculo multimedia y unipersonal 887 para su grupo Ex Machina que trajo a BAM, fue un claro ejemplo de ello al permitirle desentrañar los pormenores del dolor propio y ajeno. Acudiendo a la autobiografía, tejió un fresco de la sociedad contemporánea y reflexionó acerca de lo que la hace vivible o no, dependiendo del lugar y las situaciones a las cuales sus integrantes se hallen expuestos.

Partiendo del número del edificio donde pasó los primeros años de su existencia, el artista reconstruyó un fragmento de la sociedad canadiense, desde el barrio obrero de Quebec donde creció, destacando las injusticias, luchas y menoscabos que marcaron aquel período de formación y toma de conciencia acerca de los males enquistados en la memoria colectiva. Tal cual él mismo apuntó durante la rueda de prensa: “Los temas de la memoria y el teatro han estado siempre intrínsecamente conectados, principalmente porque el teatro es probablemente la forma de expresión que mejor condensa la memoria colectiva. La prueba es que, a través de la historia, lo primero que los regímenes totalitarios han hecho para asegurarse de erradicar la cultura ha sido quemar los libros. Un acto que generalmente es precedido por el asesinato de cantantes, trovadores y actores que llevan consigo la memoria viva de canciones, poemas y obras teatrales”.

La escenografía se limitó a una ingeniosa estructura dable de transformarse en un edificio, el interior de una casa, un bar o una biblioteca, dependiendo de cómo se organizaban los paneles móviles que la constituían. Un excelente trabajo de iluminación y el uso de animaciones digitales completaron esta puesta en escena de gran intimismo y emocionalidad, pues caló en el sentir del espectador, al tiempo que trascendió los límites de lo particular para universalizar los contenidos, en vista de los retos y desafíos que el teatro tiene hoy en nuestra contemporaneidad.

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