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Sueño Trunco

Le había prometido a Daniela que esta vez si llegaría a una hora decente. Pero claro, a Don Jose Miguel se le había ocurrido que yo sería el más idóneo para preparar el reporte mensual de Octubre y para joderme aún más, me había pedido la primera versión para el lunes por la mañana. Yo peleaba contra el reloj que parecía ir a galope, y muy a mi pesar, lo más probable es que iba a terminar trabajando mañana sábado también. Miré las agujas del reloj en la pared y ya eran más de las 11 de la noche, Daniela me iba a matar. Mi oficina era un desastre, una tanda de papeles se acopiaba unos sobre otros y se me hacía imposible hallar cualquier cosa. Encima de todo, Andrés tenía algo por la mañana. No recuerdo que chingada era lo que tenía, pero algo había. Me apresuré a orinar, me metí al baño y salí raudo, creo haberme mojado el calzoncillo con gotas que volaron cuando sacudí el pajarito. Ni me acordé de lavarme las manos, salí disparado. Caminé a lo largo de la oficina vacía, pasé por la cocina y le di un último piñizco a la tarta de durazno que Julia había traído por la tarde y que a nadie le había parecido gran cosa. A mi, sin embargo, me había encantado. Azúcar es azúcar. Cuando caminé entre los cubículos hasta la puerta de salida iba mascullando en mi cabeza lo que aún me faltaba para terminar el reporte. Al tal Joaquín Estuardo no lo había podido contactar aún. Supuestamente él sería pieza clave del mes de Octubre, había que reportar y dejar entrever sutilmente pero con fuerzas que era ahora cliente de nuestro banco. Me resultaba espinoso resolver la trama de la sutilidad y de la fuerza todo en un mismo concepto. Ya en la calle me desabotoné el botón que me ahorcaba la manzana de Adán, me quité la corbata y un encendí un cigarrillo.

Llegué a Avenida España y no había un alma. Solo autos urgentes bajaban la Avenida. Los colectivos iban llenos, y ya no venían buses a Limache. Seguí caminando hacia el norte, bordeando el mar de la costa Viñamarina. El aire estaba cargado de infinitas e ínfimas gotas salinas que se metían en mis narices. Yo las respiraba gustoso. Cada 4 o 5 minutos pasaba un taxi, pero seguían llenos. Pasaron así otros 20 minutos, dos cigarrillos y otro millar de gotas de mar hasta que por fin un colectivo que venía con un solo pasajero se detuvo. Me subí al asiento trasero y saludé al chofer. Él no me devolvió el saludo y en cambio me preguntó que hasta donde iba. Yo le dije Limache. Me dijo que tenía suerte, era su última vuelta y hasta Olmué no iba. Junto a mi, al otro lado del asiento, un joven con un capuchón y la cabeza gacha, parecía dormido. Tenía los brazos cruzados y no se movía. Solo pude divisar sus dedos flacos, tenía jeans anchos y zapatillas con sendos hoyos. Las zapatillas se parecían mucho a las que hace más de 30 años mi amigo de universidad, Víctor Castelleto, me había prestado, las mismas que nunca devolví. No le di gran atención, me dediqué a mirar las olas quebrándose sobre las rocas a lo largo de la Avenida España. El tipo tenía un aroma agradable, eso lo admito. Al menos esa impresión me daba. Bien podía haber sido el chofer o algún perfume del auto, pero yo casi tenía la certeza que el olor brotaba del joven que dormía a un metro de mí. Lo volví a mirar, ¿estará dormido?, no se movía, por lo tanto tenía que estar dormido. Pero no roncaba ni hacia los ruidos pertinentes de la respiración áspera de un hombre cuando duerme. De pronto se me ocurrió la espeluznante idea que el tipo junto a mi estaba muerto. ¿Será que está muerto? Me entró un terror agobiante. Los pelos se erizaron de pies a cabeza y lo dejé de mirar. Volví a mis paisajes en la ventana, las olas, las rocas, el viento soplando las hojas de las palmas.

– No estoy dormido – dijo de pronto el muchacho a mi lado que aún no movía un dedo.

Brinqué en mi asiento de la impresión. No me esperaba que fuera a decir algo. Pensé que podía estar hablándome a mí, pero no me di por aludido. ¿Por qué me habría de hablar a mí? Y peor aún, ¿cómo iba a saber él que yo pensaba que estaba dormido?

– Y como ves, tampoco muerto. ¿Por qué pensaste que podía estar muerto? – dijo lento, casi como con angustia.

No fue hasta entonces que me pasaron dos cosas. Primero, ahora si ya me estaba convenciendo que el muchacho me hablaba a mí. Segundo, que antes no tenía miedo, o al menos el miedo que sentía antes era inofensivo, el miedo de ahora era el miedo real. ¿Cómo se podía explicar que el tipo junto a mi supiera que yo pensé que él dormía y que luego se me ocurrió que podía estar muerto?

– ¿Es acaso que me quisieras muerto? – Dijo el  muchacho otra vez.

– ¿Me hablas a mí? – respondí tartamudeando.

– ¿A quién más le hablaría? – me volvió a preguntar.

Me quedé en silencio. No hallé palabras que me vinieran a rescatar. Menos aún palabras que no tiritasen al salir de entre mis labios. Si bien los detalles hasta ahora habían sido de extrema incoherencia, lo que se venía seria de aún menos lógica.

Hubo un silencio abismante por largos minutos. Las olas, las rocas y el viento bailando con las hojas habían desaparecido ya de las ventanas. Pasábamos por el centro de Quilpué, solo se divisaban tiendas cerradas y calles despobladas. El pavor aún me mantenía con el corazón galopando. No quería mirarlo, ni escucharlo, ni siquiera oler su aroma que hace unos minutos me era tan placentero. Para mí desgracia, el muchacho aun no había terminado con su plática, y siguió:

– No pareces ser periodista. ¿Eres periodista? ¿Escribes?

– No – respondí.

– ¿Por qué? Yo pensé que podías ser escritor. Me gusta tu perfume, ¿Qué perfume usas? – insistió el misterioso muchacho.

– No uso perfume. ¿Me has preguntado por qué no soy escritor?

– ¿Qué es entonces? ¿Qué olor traes? – preguntó insistente.

– No sé. Yo solo uso desodorante, Old Spice.

– Eso debe ser, ¿Cuál de todos los Old Spice?

– No sé el mismo que he usado toda mi vida, el rojo.

– ¡Todos son rojos! – argumentó ofendido.

– ¿Por qué me has preguntado si soy periodista o escritor?

– ¿Por qué no eres periodista o escritor?

– Pues porque no, nada más.

– Ya veo. ¿Si pudieses volver, que cambiarías? – siguiendo con su extraño interrogatorio.

– ¿Volver dónde?

– Volver en el tiempo – dijo.

– En el tiempo…pues no sé, nada yo creo.

– ¿Cómo está tu padre? ¿Aún vive? ¿tu madre? ¿Has sufrido de la muerte de algún familiar recientemente?

– Solo mi abuelo, pero de eso ya hace mucho. ¿Por qué me preguntas de mi padre? – la confusión a estas alturas era maciza. No entendía quién era el individuo sentado en el colectivo, ni qué quería.

– ¿Tienes hijos? – me volvió a preguntar.

– Si, dos. Andrés y Antonieta.

– Estás casado entonces. ¿Cuál es su nombre?

– ¿De mi mujer? Daniela – dije aún confundido.

– ¿En serio no cambiarías nada?

– Yo creo que no.

– ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas?

– Soy gerente en el BTI.

– El BTI!! Ese es un banco, ¿no?

– Si – dije con algo de orgullo.

– ¿Y no te arrepientes de nada me has dicho? No te arrepientes de nada pero eres banquero. Que horror.

– ¿Qué? ¿de qué hablas?

– ¿Me vas a decir que nunca has querido ser escritor?

– Pues de joven soñé serlo – dije melancólico.

– Que pena.

– ¿Qué sabes tu de mi vida? ¿Quién eres? – dije ahora con un dejo de enfado.

– Soy yo – dijo el encapuchado con voz suave.

– ¿Tu? ¿Quién?

– El mismo de siempre. Aunque no sé si seré el mismo por mucho tiempo. La vida es despiadada, ¿sabes? Da vuelcos feos. Allende dijo que ser joven y no ser revolucionario es una contradicción, incluso biológica. Pues hoy soy joven y quiero ser siempre revolucionario, aunque no me pueda mantener joven para siempre. ¿Tu crees que pueda? ¿Puede uno mantenerse soñando toda la vida?

– Yo creo que si – dije confundido hasta el dolor.

– Yo creía también. Ya no pienso igual – El sonsonete de su voz ahora titubeaba.

– ¿Y qué te hizo cambiar de opinión? – pregunté tratando de hilar la discusión.

– Yo mismo, respondió.

– ¿Tu mismo?

– Claro, ya te dije, soy yo. Yo mismo.

De súbito el taxi paró. El muchacho que se había mantenido inmóvil durante toda la conversación abrió la puerta y salió. Se bajó del carro. Cuando cerró la puerta detrás de él, se quedó inmóvil en la acera como esperando a que el taxi partiera. En esto el taxi partió. Mientras aceleraba lo seguí con mi mirada. Se mantuvo inmóvil. De pronto advertí que había un tarro de pintura de spray rojo en el asiento aun tibio del encapuchado. Asumí que era de él y le grite al chofer que parara. Me bajé apresurado y le indiqué al chofer que me esperara. Emprendí trote pero me di cuenta que el muchacho ya no estaba. Habían pasado un par de segundos desde que lo había visto dibujado, estático en la ventana trasera del taxi y ahora ya no estaba. Caminé al lugar donde el taxi lo había dejado, me detuve ofuscado en medio de la acera y husmeé vagamente los cuatro puntos cardinales. No había rastros del muchacho. Cuando viré de vuelta al carro caí en cuenta que estaba en mi vieja barriada en Villa Alemana. La melancolía me recorrió los ojos hasta humedecerlos con una capa de sal y agua que no llegó a ser lagrima. Di otros dos pasos y me encontré con un mural que de joven yo había pintado. Recordé aquellos días de estudiante cuando armado de un spray iba de calle en calle escondido en la oscuridad de las noches, tapizando de mensajes rebeldes los muros de mi pueblo. Este en particular era el que más duró en el tiempo. Lo habían tratado de quitar muchas veces con cal, pero yo le volvía a teñir mis letras rojas. Habían sido muchos años desde aquel entonces, pero aún se leía el mensaje paliducho en la muralla: “Volveremos a ser hombres libres, aunque nos cueste”.

El chofer tocó la bocina un par de veces y volví al carro. Me subí desarreglado, confundido. No encontré al muchacho, no sé como desapareció tan rápido, le comenté al chofer. ¿Qué muchacho? Me respondió. Yo me quedé inseguro por un instante, lo miré frunciendo el ceño como queriendo decir ¡no me jodas pues! El muchacho que bajó recién. El chofer fue entonces el que se adueñó del silencio y de las muecas. Nadie se ha bajado, insistió. Yo ya me estaba sulfurando, no le hallaba la gracia a su juego inepto. ¡Pero como que no se ha bajado nadie, hombre! ¡El muchacho del capuchón! El que estaba sentado al lado mío y que me dijo todas estas rarezas. Se acaba de bajar y olvidó este tarro de spray, se lo quería dar –  le dije mientras levantaba mi mano donde sostenía el tarro de spray para que lo viera.

Me miró en el retrovisor y movió su cabeza hasta que dio con mi mano estirada. Incrédulo se dio vuelta y volvió a estrechar sus ojos sobre mi mano aun en el aire, esta vez sin espejos entre medio. Se hizo de más muecas en el rostro y me dio una mirada trunca. Déjese de huevadas caballero, me dijo, lo llevo a Limache mejor será.

Se dio vuelta, aceleró y dejamos el lugar. No recuerdo en mi vida haber estado tan enmarañado. Era como si el chofer no me creyera. Miré mi mano que aún estaba suspendida en afán de mostrarle mi prueba. Cuando la inspeccioné me di cuenta que en lugar de un spray rojo, lo que tenía era el bolígrafo que me habían dado en  mi último ascenso. Era un bolígrafo de plata muy fino con las letras del BTI grabadas en rojo. Volví la mirada y la encaramé en la ventana trasera. El muchacho ahora sin capucha miraba al auto alejarse. Tenía el spray rojo en la mano. Las mismas zapatillas gastadas de mi amigo Víctor y la misma mirada incompleta de hace tanto. Old Spice, pensé. Ese era el aroma del muchacho.

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