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daniel campos
Photo Credits: Alexandru Paraschiv ©

Su gentileza y fortaleza

Yo miraba gente pasar por el bulevar adoquinado de la Avenida Central de San José mientras la esperaba en la entrada de la librería Universal. Era el final de la tarde y la avenida empezaba a agitarse con trabajadores que salían de sus empleos en bancos, oficinas y tiendas. Intentaba reconocer su rostro, después de tantos años, en medio del ajetreo.

De repente recordé que en una época, quizá en el cuarto grado de la escuela, cuando yo era aún muy chiquillo para decir que alguna chiquita me gustaba, nuestro compañero Harold me molestaba con ella, cantándome «Carmen, se me perdió la cadenita…» a ritmo de cumbia. No me acuerdo qué hacía yo para responderle al compa, pues en realidad ella sí me gustaba pero yo no lo admitía. En todo caso, recordar las vaciladas de Harold me dio risa.

La «Niña» Ligia, nuestra maestra, nos sentaba a la par todos los años, o casi todos, porque recuerdo haberme pasado media escuela hablándole a Carmen en clase. En cada reporte trimestral la Niña escribía en mi nota de conducta: «Habla mucho en clase». Pobre chiquilla, seguro yo la distraía demasiado. Pero ella era paciente, buena gente, risueña, suavecita y creo que yo le caía bien. Además, la Niña siempre nos ponía juntos en los bailes típicos para los actos cívicos, como el día de la Anexión de Guanacaste. O sea, como seis años seguidos habíamos bailado juntos el Punto Guanacasteco y otras piezas del folclor costarricense.

Cuando Carmen llegó a la entrada de la Universal, donde la esperaba, la reconocí de inmediato, no sólo por la foto de Whatsapp sino porque tenía los mismos ojos negros, sonrisa amplia y camanances de la escuela. Y seguía igual de buena gente.

Caminamos hasta la cafetería Spoon, en la intersección de la Calle Central con la Avenida Central. Subimos a la segunda planta y nos sentamos frente a frente en el balcón. Abajo caminaba la gente que salía de sus trabajos y buscaba las paradas de los buses para irse a sus casas en los distritos suburbanos.

Mientras el hormiguero humano se movía con asombrosa agilidad a pesar del caos, ella pidió un cappuccino con amaretto y yo un café negro acompañado de un pastel de palmito. Tertuliamos un par de horas. Resumimos un montón de años en algunos detalles, suficientes para reconocernos. Yo, al menos, atisbé la vida de una mujer perseverante, valiente, cuidadosa con su familia y consigo misma.

Al graduarnos de primaria no nos volvimos a ver porque su familia se mudó de Calle Blancos a Hatillo, un populoso barrio al sur de San José. Después del colegio, ya casada, emigró a Long Island junto con su esposo. Emprendieron un proyecto de vida y una aventura compartida. Vivieron momentos felices, rodeados de gente latinoamericana en la gran región neoyorquina. Pero él enfermó, regresaron a Costa Rica y la Vida les despidió. Ella enfrentó su luto apoyada por su familia. Consideró regresar a Long Island sola pero ya habían sucedido los ataques terroristas de noviembre del 2001 y los Estados Unidos ya no eran los mismos. Migró a San Carlos en el norte de Costa Rica. Allí trabajó, compró su casa propia y tuvo a su hijo, Andrés, un niño simpático y risueño igual a ella, según la foto que me mostró. Finalmente regresó con él a San José, donde compró apartamento para vivir más cerca de su familia. Trabajaba en un banco y cursaba sus estudios universitarios. Le faltaban pocos cuatrimestres para graduarse.

Yo la escuchaba admirado. Como trasfondo de su gentileza descubría la fortaleza de una gran mujer. En medio de toda la conversación, se asomaban los camanances que me trasladaban a momentos felices de nuestra infancia en la escuela México. También brillaban sus ojos, tan negros y profundos como los de la gitana Carmen en la ópera de Georges Bizet.

El par de horas volaron. Cuando se nos agotó el tiempo pues ella debía recoger a Andrés en casa de su mamá, la acompañé a buscar un colectivo en la Avenida Segunda. Allí nos despedimos. Se acercaba mi partida de Costa Rica hacia Brooklyn pero quedamos de vernos la próxima vez que viniera al país.

“Sería lindo verla con los demás compas de la escuela. Ojalá se dé”, pensé, mientras caminaba solo, ya de noche, por el centro de ciudad que se había vaciado de gente.


Photo Credits: Alexandru Paraschiv ©

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