Esto no estaba en los planes. La historia del gato había llegado a un final feliz. Pero la vida a veces no suelta las historias ni aunque uno quiera.
Camino al trabajo, en el autobús, iba Olympia serena, la protagonista de esta historia de la sopa de gato. Apenas en la primera parada, entre la gente que subió al autobús, subió una muchacha rubia, con cara de no romper un plato, trajeada de uniforme. Cuando Olympia se apartó para que se instalara cómodamente junto a la ventana, en el puesto libre a su lado, la reconoció en el acto: ¡era ella! Justamente la muchacha que la había entrevistado en el centro de adopción de gatos hacía una semana, ¿cómo olvidarla? El logo del centro lo llevaba bordado en su camisa, para más señas.
La muchacha sonrío agradecida y se sentó al lado de Olympia como si nada. Como si no la hubiera clasificado como persona poco confiable, apenas unos días antes. Solo confiable para encargarse, en el mejor de los casos, – y luego de inscribirse en una lista de espera que puede tomar meses, y pagar el precio establecido -, de un gato de doce años en adopción. Un gato de esos que ya están de salida, y que con displicencia ignora a los desconocidos cuando no incluso a los conocidos; un gato cansado, más allá del bien y del mal, que no tiene ganas de agradecer ni al que lo alimenta. Un gato que ya no se interesa en nada que pueda representar un peligro, un gato que no juega ni mira por la ventana. Un gato que uno puede ciertamente adorar hasta el fin, pero sobre todo si es su gato desde el principio. Y todo esto simplemente porque Olympia es de las muchas personas que vive en un cuarto piso, en un apartamento con balcón.
Tener a la muchacha del centro de adopción, sentada a su lado, perturbó a Olympia mucho más de lo que ella hubiera podido imaginar. Descubría que la experiencia de su visita al centro, había dejado una huella triste, difícil de borrar. Con gestos nerviosos Olympia apeló por el arma de defensa de los que no encuentran manera de hablar con los extraños: el teléfono celular. Buscó las fotos de su bella gatica, y las empezó a pasar una tras otra, esmerándose en que la pantalla quedara angulada de manera que su compañera de asiento pudiera ver bien las imágenes de su nueva mascota feliz. Era importante que la muchacha de al lado, pudiera identificar muy particularmente, que se trataba de una gatica de dos meses de nacida, la que dormía acurrucada con Olympia en su cama, jugando en el jardín de su amiga, mirando la final del US open con interés inusitado; que pudiera ver incluso el video donde la gatica trae de vuelta el juguete como si fuera un perro.
Es increíble cómo ha crecido la gatica de Olympia en apenas una semana. ¿Se habrá dado cuenta la muchacha del asiento de al lado, de la diferencia ente las primeras y las últimas fotos? ¿Será ahora capaz de sospechar que Olympia la está engordando para hacerse tal vez unos tacos con su barriga, unos “wings” con las paticas? Con los huesos, siempre sale una sopita…
Definitivamente, Olympia no aprendió la lección. No entendió que la única gente que puede tener gatos en Londres es la que vive en planta baja con jardín. Que los gatos en planta baja son más felices que los gatos en los pisos que siguen, aunque sus dueños los adoren, del segundo piso para arriba, todos son criminales potenciales… ¿Y los niños? ¿Cómo es que dejan salir a los niños a los balcones, con el peligro inminente de que se caigan para abajo? Habría que eliminar los balcones para que no ocurra que alguien pueda caerse, entonces. Olympia no transige, no concibe medir el afecto y su disposición a la ternura y el cuido, en pisos ni balcones ni que sean Cyrano o Romeo y Julieta. Olympia piensa que lo más importante en esta vida es el amor y la responsabilidad, el respeto, la solidaridad, el cuido, la generosidad y todo lo demás que son las consecuencias del primero. ¿Por qué ver el lado oscuro antes que la luz, el peligro antes que el placer, el riesgo antes que la libertad?
Por esos predios iban los pensamientos de Olympia cuando la muchacha llegó a su destino y se bajó del autobús, dejando a Olympia con el teléfono en la mano y todas sus ganas de decirle cuatro cosas. Sus argumentos e inconformidad se quedaron sin más posibilidad que el silencio amargo que queda después que te tragas tus palabras pensadas más no dichas. Por eso le otorgo el beneficio de estas líneas.
Porque vivimos a la manera de que son más las veces que nos quedamos sin decir lo que pensamos o sentimos, que las que comunicamos. Y en cuanto a las veces en que decidimos cyber comunicar desde la soledad de nuestras habitaciones, nos asiste un sentimiento de tan profunda soledad y esterilidad después del posteo, que mal nos podría sanar el desencuentro, origen de todas las ganas de decir. Vayan estas líneas en favor de cambiar ese estado de cosas en las que estamos atrapados, aislados, incomprendidos, presos en una virtualidad que nos roba la fisicalidad que constituye nuestra humanidad, que nos hace personas con capacidad de convivencia y gatos.