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Photo by: David 23 ©

Estaba en un vagón del metro y vi a Paul B. mirándome, desde la ventana al final del pasillo.

Viajábamos en una de esas máquinas que son de los años 80 y que se ven sucias. Son tan antiguas que pensé que en algún momento transportaron a mis abuelos, a mis papás y que seguramente cargarán a mis hijos.

En ese sueño en el cual todo sentimiento que traía reprimido se proyectaba, donde todo quedaba desubicado, una voz en mi cabeza decía que tenía que «realizar varios rituales» para mejorar mi relación con el sexo y el más allá. Paul me dijo «sí, tiene razón».

En algún momento, mientras avanzaba a bordo del metro por la bruma de un valle desconocido, toqué pliegues del suelo que parecían la piel de alguien que había sufrido un nudo gástrico. Guanga.

Dije a Paul que creía en esa lucha en la cual uno es disidente del cuerpo y se atreve a enfrentar todas las estructuras sexo-políticas que nos oprimen.

Le dije que me acordé de esas calles del Centro donde la violencia se oculta en esquinas y pasadizos y en las casas la gente platica en ropa interior sobre mejores formas de pagar la renta, mientras las luces tenues se van apagando al avanzar la noche, despedidas por los clásicos sonidos del organillero de la calle.

Le dije a Paul que me gustaría hablar con ese mago que le gustaba a Ozzy Osbourne. Edward Alexander Crowley, quien le ayudó a Churchill a enfrentar a los brujos de Hitler.

Por eso Winston no podía dormir en las noches, le comenté, porque mientras Londres ardía y Crowley buscaba una solución, un brujo en Mali se vengaba de las cosas que Europa había dejado caer en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial.

Y le dije que esos magos, por desatar la muerte y la miseria, merecían morir. Aunque no soné muy convencido al aprobar la muerte de otros seres humanos.

Paul me dijo que no me preocupara, y me regañó por estar soñando con tantos hombres malvados, históricos y «plenipotenciariamente» privilegiados.


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