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arturo serna
Photo Credits: P K ©

Sócrates Llanos

Conocí a Sócrates Llanos una tarde lluviosa, cerca de Almagro. El padre le había puesto ese nombre porque una vez lo había leído en la revista de una peluquería. El padre no era lector ni apasionado de la filosofía. El nombre le había sonado bien y creía que podría tener un efecto benéfico en el futuro.

Lucrecia estaba cansada y me dijo que estaba esperando a Sócrates para que le entregue las llaves del colegio. El joven llegó y se presentó solo. Me dio la mano y luego hizo una reverencia con el cuerpo. Lucrecia me contó que Sócrates trabajaba como preceptor y que era buena persona. La había ayudado en los primeros tiempos en el colegio. Lucrecia detestaba las órdenes del director y Sócrates le había explicado cómo funcionaban las cosas en el trabajo.

Sócrates me contó que vendía juguetes caros a familias de Barrio Norte para ganar un poco más de dinero. Le dije que las mismas reglas del capitalismo que lo hacían pobre le permitían engañar a los hijos de los ricos con el argumento de que los juguetes eran necesarios para la vida. Sócrates ni se inmutó. Desde el principio, me pareció que estaba entregado a razonamientos menos inútiles.

Con el tiempo, me confesó, con un poco de pudor, que había empezado a leer historia de los antiguos. Se interesó por el Sócrates de Platón e indagó en la figura histórica del filósofo. Cuando se enteró de la envergadura del personaje, se sintió mal. Para ese tiempo su padre había muerto y no podía reclamarle el acto cometido. Sócrates me dijo que el nombre le pesaba y que no era fácil vivir con esa carga. Le dije que no debía renegar del nombre, que era un nombre imborrable y que el filósofo griego era un ejemplo: pocos se habían parado frente al poder establecido para decir su verdad. Sócrates me miró, un poco incrédulo y cansado, y me dijo que a él no le interesaba cuestionar nada. Solo le preocupaba llegar a fin de mes y que lo que le pagaba el Estado no era suficiente. Estreché su mano y me despedí.

Otro día, imprevistamente, mientras caminábamos hacia el subte, me habló de Spinoza y de su forma de trabajar con los lentes. Era un tipo común, me dijo, se metía horas en eso y se olvidaba del mundo. Así hacemos todos. El problema es cómo se conecta esa actividad común con el pensamiento geométrico, me dijo. La clave de Spinoza no es su oficio sino su forma de encarar el mundo desde la lógica.

No quise interrumpir sus razonamientos. Me impresionó cómo empezaba a interiorizar su nombre como una especie de función personal y social. Leía las historias de los filósofos con un interés biográfico. En el fondo, estaba tratando de investigarse a sí mismo. Cuando me despedí pensé que así funcionan los mandatos familiares y sociales. Al principio no se ve nada. Pronto empieza a subir a la superficie la lava espuria de la herencia. Nos pasamos la vida preguntando por nuestra identidad personal. Y nunca llegamos a saber quiénes somos. Nos morimos con esa duda como si fuera una flecha perversa. Sócrates, en cambio, estudiaba el pasado como una investigación sobre sí mismo pero lo hacía con un desinterés único, ligado al acaso y al acto sin urgencia. Quizás por eso vivía más tranquilo.

Con los años, advertí que encontraba en cada uno de los filósofos un aspecto diverso de su personalidad. Cada pensador le mostraba una faceta nueva y contradictoria. Pero Sócrates no lo tomaba como un problema sino que sostenía que esa posibilidad lo llevaba a una deriva infinita. Sentía que todos le dejaban algo y a la vez le mostraban el vacío de su condición. Antes que un encuentro, su identidad era una búsqueda interminable. Eso no lo angustiaba. Contrariamente, le provocaba una alegría impensada.

Una vez lo crucé en la zona de tribunales. Iba a la casa de una familia aristocrática. Llevaba un bolso negro. Me habló de Hume y del haz de percepciones. Estaba refulgente. Parecía un chico con juguete nuevo. Al rato, dijo que la visión escéptica encajaba a la perfección con los últimos sucesos ocurridos en su trabajo. Sus compañeros se peleaban por un puestito y mostraban el costado más egoísta de una manera obvia, sin taparse la cara. El irlandés había dado en la tecla, dijo, y no había necesitado más que observar unas pocas horas los comportamientos en las calles.

Sócrates tenía una mirada práctica de la filosofía. No le importaba si eso iba en contra de la mirada erudita que tenían los intelectuales sobre la historia del pensamiento. Para él, la filosofía no era otra cosa que una lupa sucia para mirar las cosas más triviales y anodinas.

Esa tarde se rió mucho y dijo que nunca llevaba libros, que los leía y que después los tiraba. Le pedí que no los tire, le dije que podía regalarlos. No me respondió.

¿No me creés?, preguntó. Para comprobar lo que decía, abrió el bolso negro. Mirá, dijo, y sacó un juguete, un objeto precioso y caro. Lo hizo rodar en el aire. Lo recibió en sus manos. Después se fue, como si nada.


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