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Francisco Martínez Pocaterra

Sobre tierra arrasada

Estoy de acuerdo. Hay que rescatar el voto, como lo ha sugerido un nutrido grupo de intelectuales recientemente. No obstante, el voto, aun en condiciones deplorables, como las chilenas en 1998, requiere un contexto medianamente razonable. Ese no existe en Venezuela. El país se encuentra desmembrado, reducido a la más primitiva de las convivencias sociales, somos un terreno controlado por bandas, muchas de ellas criminales. A grandes rasgos, no hay en este país leyes, siquiera unas perversas que impongan el orden por las malas y a juro.

El principal problema de Venezuela es la anomia.

Estoy de acuerdo, debemos recuperar el voto, pero para ello, debemos tener un mínimo de vida civilizada. Un mínimo de reglas que todos reconozcamos y acatemos. Urge pues, alterar el status quo dominante. Y ese es, más allá del poder regentado por la élite, la anomia que desnaturaliza la noción misma de Estado, que, incluso en dictaduras atroces, sobrevive y cuando menos, organiza a la sociedad (aun cuando sea violentamente, como ocurría en los regímenes estalinista y nazi, y ocurre en el castrista).

Ya votamos, y ganamos, aun holgadamente, y ocupamos los espacios del Poder Legislativo, que, en un orden republicano, representa a la nación. No obstante, desde los días siguientes al acto electoral, la élite regente articuló maniobras absolutamente contrarias a derecho para hacer de la Asamblea Nacional lo que sin dudas ha sido desde el 2015: un cascarón vacío, yermo, un ente estéril.

Sin un mínimo respeto por algún orden jurídico y político, aunque fuese horrendo y despiadado, no hay modo de recuperar esa herramienta fundamental de todo orden democrático: el sufragio.

¿Qué hacer entonces?

Crear un frente unitario. Uno que trascienda los intereses electorales de cada grupo, de cada partido, y construya una realidad en la que el voto, aun cuando las condiciones no sean ideales, tenga, al menos, la efectividad necesaria. No se trata de quién tiene la razón o quien es más popular, porque la crisis que vive Venezuela no es un tema de popularidad y mucho menos, de egos exaltados y figurones deformados por la soberbia. Se trata de construir una realidad en la cual la élite se vea forzada a pactar con ese frente, aunque sea un referendo (pese a que, en lo particular, considero antiético consultar si una dictadura – sea la de Maduro u otra – deba seguir en el poder, cuando lo correcto es que les sea despojado y paguen los culpables por sus crímenes), y entonces, iniciar la reconstrucción de Venezuela.

El verdadero diálogo no debe darse entre el llamado G4 y la élite, que, ya sabemos, no tiene razones para pactar nada: el status quo le favorece. Esas conversaciones deben darse con las diversas facciones, incluidas la Fuerza Armada Nacional y el propio chavismo, en cuyo seno hay, sin dudas, gente sensata (resulta necio imaginar que un bando monopoliza la sensatez y otro, la irracionalidad).

La realidad es que Venezuela colapsó. No somos un Estado, no somos un país y de a poco, hemos ido perdiendo la nación. Millones de ciudadanos hace rato que apenas sobreviven… sus vidas son miserables, francamente miserables. Pedirles a ellos paciencia es, por decir lo menos, una bofetada en sus almas apaleadas. Sobre todo, cuando la percepción general hacia la oposición es que es pusilánime… o cómplice.

La construcción de un frente unitario es cardinal para forzar el cambio del status quo, y, de ese modo, recuperar realmente espacios, de manera que una negociación con la élite no solo sea posible, sino eficiente, que se traduzca en obras concretas y no meras palabras en una romería. Esa es, a mi juicio, una de las formas para avanzar.

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