Si piensa, tendrá angustia;
si duda, tendrá locura;
si siente, tendrá soledad
Eduardo Galeano
El miedo es la traducción de la inseguridad que heredamos de esas versiones anteriores de nosotros mismos que no hemos terminado de evolucionar. Desde niños, este nos agita en cada paso que pensamos dar hacia lo desconocido, es una sucesión de aquellos recelos desde el que entidades temibles como el Coco, el Chucho o el Ropavejero nos quitaron, colateralmente y por nimio que parezca, el encanto de la duda, de cuestionar esos dogmas que se resolverían con la lógica inventiva que nos estimula los primeros visos del criterio; y esto representa una de las más afiladas cuchillas que cercenan la libertad de pensar y, en ese orden, el ejercicio pleno de una democracia que cultivamos bajo el sentido de juicio. En tal razón, el miedo se trasluce como una mirada vehemente hacia nuestras más insondables orillas: lo develamos, lo representamos, mientras nos observa con sus ojos acusadores; por ende, ¿cómo no entender el arte como una mímesis del miedo?
En una entrevista, Chespirito menciona que el verdadero héroe es el Chapulín Colorado, porque, en cada capítulo derrota finalmente a sus miedos, mientras que hasta Superman perece en los suyos, la criptonita. Y es que nos han ofertado el heroísmo como una virtud que consiste en la ausencia de temores, cuando, quizá, la verdadera heroicidad radica en hacer las cosas, aun cuando el turbación nuble las puertas de la acción, refiérase lo que Alonso de Ercilla anota en tal propósito: «El miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser valiente».
Se asume, en tal pústula, que debe romperse este eslabón encendido y, si finalmente se emprende la batalla y queda perdida, vale precisar que el triunfo sostenible es vencer ese temor, pues este se devela como una opresora desidia contra uno mismo, pues se suele caer en el ignominioso flagelo de apagar las ráfagas del goce, por ese infausto miedo a perderlo; además, esto sucede por ese deseo de poseer la piel plácida de la vida, en vez de contemplarla.
Asimismo, el momento de mayor inquietud es el que nos vuelve peligrosos, pues se termina obedeciendo, quizá inconscientemente, a los estímulos que han levantado los barrotes en los que constantemente se involuciona. No obstante, en la contracara se forjan respuestas reactivas a los viciosos dolores que se heredan, en la mayoría de ocasiones, desde la infancia, hasta el punto de que un nombre, un olor, una canción particulares nos imprimen la fotografía en que posa la angustia en primer plano.
Otra orilla desde la que se puede abordar el tema es desde la rúbrica roja del peligro y, si bien este —al comprender bajo el concepto blando de la precaución— es válido concebirlo como una forma de evitar el mal previsible, también es veraz que, en vez de elucubrar y desgastarse en lo que no sucede aún y no se sabe si sucederá, es mejor prepararse para el terraplén de lo inminente; y no es que instancias como la muerte tengan un manual para afrontarlas, pero sí es preciso arar, en lo posible, la paleta multicolor de las emociones, y esta secuencia se puede denotar desde el progresivo silogismo: precaución-peligro-miedo.
Uno comprende, aunque no justifica del todo, que las sociedades perezcan en los mismos círculos que los oprimen, y llegan los sofismas a inundar la mentalidad y quedan en una mentirosa comodidad que nublan los resultados de un cambio e, incluso, cuando por fin prorrumpen los giros cuando un pueblo está cansado de lo mismo, nota que —como es apenas esperable— no se obtienen los resultados inmediatos, más aún cuando no se tiene claro, a ciencia cierta, el puerto en el que se quiere anclar. Sin embargo, el cambio no siempre alude a una evolución.
Bajo este enfermo marasmo, muchos gobiernos prometen transformaciones apoyadas en la queja colectiva, pero terminan empleando, muchas veces, las mismas fórmulas que es apenas natural que engrosen la línea del círculo. Asimismo, acuden al miedo, como estrategia de dominio, y este factor se apoya en la gran dificultad que suscita romper el statu quo. Por eso, la disposición hacia la ruptura de lo paradigmático no suele llevarse bien con los códigos en que la identidad individual y la personalidad han edificado a cada sujeto social; así, una manera más concisa de comprender el miedo es admitir que este es el reflejo de las frustraciones, las mismas que nos reclinan hacia los vicios en que hemos tejido la idea fragmentada del ser.
Más allá de este cuadro, tampoco hay que caer en la autoflagelación, toda vez que hay personas que han utilizado nuestros miedos para arrebatarnos infinidad de cosas valiosas. Ante esto, resulta necesario que las vulnerabilidades no siempre sean desnudadas, pues una sola de estas puede derrumbar toda una construcción ontológica que se ha hecho a pulso de resistencia y en la que se ha tejido la virtud. Pregúntenle a Aquiles sobre esto. Quienes hacen daño se aposentan, valga la redundancia, en los capiteles de la crueldad, que siempre se reconoce por su creatividad para observar nuestros flancos más débiles; sin embargo, quien pretende el dolor del otro y tiene como cábala imprimir temor, muchas veces, lo hace para rehuir sus propios miedos, tal como postula el dramaturgo romano Publio Siro: «El que es temido por muchos debe temer a muchos».
En definitiva, no hay nada tangible y absoluto que nos exonere del miedo; por tanto, no tiene sentido seguir en el carrusel y, si bien el miedo puede albergar una innegable estética, la oscuridad, en todos sus horizontes hermenéuticos, debería traducirse en la mejor plataforma para la batalla; quizá, así, la noche deje ya de ser un sudario de lágrimas invisibles y se transforme en lo que debe ser: un escenario para interpretar la belleza y quebrar, de una vez, la criptonita.