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Sin garantías

Avanza la élite en Venezuela, sin miedo, o sin pudor, asumiendo que es el monstruo que es. Por eso revive el caso de la juez Afiuni y la condena injustamente. Por eso arresta al abogado Marrero, hombre de confianza del presidente Juan Guaidó, y también a Juan Antonio Planchart. La élite busca imponer el miedo, aterrar. Y si para ello debe recurrir a la «habitación 101», lo hará impíamente, porque, no lo dudemos siquiera un instante, este régimen de facto se comporta como ese otro, sombrío y horrendo, descrito por George Orwell en «1984».

Difícil imaginar qué piensa la élite más allá del pánico a perder su único visado: el poder. Ese que ejerce impúdicamente para su propio provecho. Difícil deducir qué supone la élite más allá de la creencia infundada acerca de su robustez para resistir los embates de una marejada mucho más grande que la pequeñez de unos hombres corrompidos como solo corrompe el poder absoluto, aquí tanto como en ese reducto de indignidad gubernamental que es el régimen cubano.

No cede, no rinde su empeño por aferrarse al poder. Tal vez porque está al tanto que sus oponentes, un liderazgo formado bajo las reglas del modelo democrático que imperó en Venezuela hasta la llegada del proyecto revolucionario en 1999, no sabe cómo enfrentar a un régimen autoritario, a un régimen perverso y maligno como Satán. Creen algunos – que hacen de tontos útiles, ciertamente, bien por soberbios o bien porque en efecto, son tontos – que no es la élite, y en especial Maduro, lo suficientemente despiadada y cruel para importarle muy poco la desgracia de millones de ciudadanos. Él es, y me refiero a Maduro, el peón de un gobierno de ocupación que a todas luces no puede darse el lujo de perder la millonada que expolia a los venezolanos con la venia de una élite traidora. Maduro encabeza nuestro «gobierno de Vichy», y sin las glorias del mariscal Henri Philippe Petain, enfrenta un destino similar.

Tantea qué tan lejos va a llegar el gobierno de Washington. Si el presidente Donald Trump está realmente dispuesto a apostar duro no tanto en la demolición de un gobierno cruel y corrupto, sino en la extirpación de ese tumor maligno que infecta a las Américas como lo es el gobierno comunista de La Habana. Se vale de la inoperatividad instituida en la Fuerza Armada por Chávez para anular el tutelaje castrense que sobre los gobiernos venezolanos ejerció en el pasado.

Impone el hambre y la miseria como política de Estado para reducir a la sociedad a una condición mendaz y de ese modo, forzarla a ocupar su tiempo en la búsqueda desesperada de soluciones a su precariedad inmediata. Mientras busca comida y medicinas, le gente no solo va perdiendo la emoción inicial y apaga la llama libertaria que representan la Asamblea Nacional y el presidente Guaidó, sino que va aceptando su sumisión al déspota como un hado ineluctable.

Chávez y sus conmilitones dedicaron 20 años (o más) a crear, nutrir y avivar el odio de un sector del país hacia el otro. Su discurso goebeliano envenenó a millones y hoy, de algún modo, sirve a su causa. No nos engañemos, no son mayoría pero sí son un número importante los que creen en ese discurso resentido, y en las políticas delirantes que la élite ha ejecutado durante dos décadas. Ni tampoco carece esta de dinero suficiente para pagar mercenarios y palangristas que justifiquen lo injustificable, aunque sus más notorios voceros estén por ahora mudos.

No puedo afirmar que la libertad de Venezuela esté garantizada. Nadie puede. Hay, sin lugar a dudas, una debilidad evidente del régimen de Maduro. Son muchos hechos los que evidencian esta realidad pero, si creemos lo dicho por Carlos Malo de Molina (señalado en un artículo de El Nacional), «están aterrados y buscan una negociación diplomática» como vía de escape ante una escalada de sanciones que además de despojarles del poder, le despoje de sus caudales personales. No hay, sin embargo, un manual para escapar de este horror. Por ello, urge que, en lugar de encerrarnos en islas ególatras, sumemos voluntades para que más pronto que tarde, Juan Guaidó asuma plenamente la presidencia.

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