Hija irreverente de la oligarquía argentina, Silvina Ocampo concibió obras de genio. Pero lo hizo siguiendo una pista invisible, que no fue, efectivamente, la más complaciente.
Fue la menor de una familia de cuatro hermanas (una quinta falleció de pequeña), motivo por el cual afirmó que llegó a sentirse la última de un “largo etcétera”. Y su posición frente al mundo la llevó a afirmar: “no soy sociable, soy íntima”. Gozaba de un temperamento personalísimo y me atrevería a afirmar que en un punto fue transgresor y extravagante. Esa circunstancia era un rasgo perceptible también en la clase de figuras de las cuales se rodeó.
En coautoría con Juan Rodolfo Wilcock, otro de sus amigos más próximos (y uno de los creadores y traductores más notables que nuestro país ha conocido, luego radicado en Italia), escribió un drama titulado Los traidores (1956), de enorme jerarquía literaria, ambientado en una Roma Clásica de intrigas palaciegas y gran cantidad de personajes. Nuevamente, al igual que con la novela que escribió con Bioy Casares, Los que aman, odian, denota capacidad de trabajo en coautoría pero también la de encontrar una voz que no es exactamente la suya sin perder ni el encanto ni la frescura de la novedad. Lo cierto es que Silvina Ocampo tanto en el orden de lo literario como en el de la vida cotidiana (como veremos), tendía a ser completamente imprevisible y, por tal motivo, sus obras son de una naturaleza sorprendente.
Realizó numerosas traducciones (latinas, francesas e inglesas) pero considero que la intervención literaria más destacada en el campo intelectual argentino fue sin lugar a dudas la de 596 de los 1775 poemas que se hallaron luego de morir, de la autora estadounidense Emily Dickinson y, entre otros, la traducción de la nouvelle El viajero sobre la tierra de Julien Green para la colección Cuadernos de la Quimera, al cuidado de Eduardo Mallea. Todas innovaciones de Ocampo a destacar en el plano de la difusión de poéticas cosmopolitas, merced a operaciones de mediación que gracias a ella ingresaron a nuestro campo intelectual. Al mismo tiempo, con ellas lo hacían la propuesta de una ideología literaria así como una serie de contenidos que cambiaron por completo, bien mirados, el panorama de las políticas editoriales, del mercado del libro y del sistema lierario. Tres de las notas de su identidad sobresaliente fueron: la concisión, la síntesis y la condensación. El cuento y el poema son formas literarias paradigmáticas en tal sentido.
Cercana naturalmente al grupo Sur (no sin ciertas reticencias), supo sin embargo vincularse a otras figuras literarias de relieve como Manuel Puig, María Elena Walsh, Alejandra Pizarnik (a quien dedicó un libro póstumo singular, Ejércitos de la oscuridad, de 2008, el que ella consideraba el más personal de todos cuantos había escrito) entre otros autores de nota. Todos ellos aplaudieron de forma unánime su talento. También Cortázar y e Italo Calvino, desde Roma, prologó una antología de sus cuentos traducida al italiano.
Algunos de sus inspiradísimos cuentos, como los incluidos en los libros Los días de la noche, Autobiografía de Irene, Las invitadas, y los sutiles de Cornelia frente al espejo (cuyo cuento homónimo fue llevado al cine en 2012), al igual que otra colección, titulada Y así sucesivamente, dan cuenta de una autora que a partir de matices sumamente renovadores, en ocasiones acude a relecturas de la tradición maravillosa, en otras a resoluciones del fantástico, al humor, al ridículo hasta alcanzar incluso el mismo absurdo. Se permite la maldad y hasta la crueldad más despiadada en su narrativa. Muchas piezas rozan la prosa poética, habiendo incluso casos que llegan al colmo de cuentos escritos en verso. O bien variantes de cuentos escritos tanto en verso en algunas versiones como en prosa en otras con el mismo título y narrando la misma trama. Hay otros en que existen dos cuentos o poemas con el mismo título. Y sabemos que esa circunstancia en una escritora todo menos ingenua como Ocampo no podía tratarse de distracción ni de error. En el caso de obras bajo un mismo título en prosa y en verso asistimos a versiones a una misma fábula según discursos distintos, si seguimos la conocida división que los formalistas rusos hicieran célebre. Una historia desplegada en la prosa permitía contar. Una historia desplegada en verso, también, permitía cantar. Siempre mantuvo una intensa relación con el mundo de la naturaleza y con los animales (de hecho con Bioy fue conocida la relación que estableció con una serie de mastines y perros más pequeños a los que solían bautizar con nombres literarios, como “Áyax”). Su captación del mundo, además, podría decirse que se establece a partir de sensaciones plásticas y sensoriales. Todo ello quedó plasmado en su poética desde figuraciones concretas hasta imágenes, rasgo más perceptible en algunos libros que en otros. Y muy en particular en su lírica, profusa. En uno de ellos, Enumeración de la patria, (1942) precisamente acude a este procedimiento. Trabajando con una poesía más concreta, más tradicional y recurrente, procede a una acumulación de objetos, animales, espacios, ámbitos, una tipología de personas y figuras de su entorno no necesariamente privadas pero sí que le resultan familiares. A partir de este libro, los lectores argentinos entran en sintonía con esta forma según la cual se yuxtaponen elementos ejemplares de nuestra nación.
Se publicó una vez fallecida un libro de entrevistas, prólogos, narraciones evocativas y ensayos titulados El dibujo del tiempo (2014), bajo el cuidado de Ernesto Montequin, responsable también del Prólogo del libro. En este libro, mediante la compilación de un conjunto de textos muy heterogéneos asistimos a la construcción de una imagen de autora que, si bien a las claras resulta profesional, no parece atenta ni dispuesta a la promoción. Esquiva frente a las entrevistas, diera toda la impresión de ser ella quien mantiene el verdadero poder de conducción durante el transcurso de los diálogos, descolocando a los entrevistadores quienes suelen o quedar profundamente desconcertados u hondamente seducidos por sus rasgos de carácter. El libro se titula de ese modo porque una suerte de narración evocativa en la que ella se refiere a un retrato que pintó y frente al cual quedó decepcionada su modelo, su madre a su vez la desautorizó, haciéndola experimentar una amarga emoción de desconsuelo. Lo cierto es que “El dibujo del tiempo”, esa narración del libro, condensa la idea (y la ilustra) que consiste en que los objetos, las ideas, las personas pueden ser perfeccionadas con el transcurso de la temporalidad histórica y no ser, contra todo lo que podría pensarse, deteriorados por ella. En este libro damos con entrevistas éditas e inéditas, cuestionarios respondidos por escrito o desgrabados, discursos en ocasión de recibir premios por su obra, un texto epistolar de carácter particular en el que responde a un cuestionario, estudios preliminares a selecciones poéticas o prólogos de su pluma a libros propios o ajenos. Como puede apreciarse, una variedad textual tan amplia que permite, precisamente, dibujar las facciones de un rostro que el tiempo ha contribuido a enriquecer producto, si acudimos a una metaforización, a revalorizar su poética por parte de la crítica especializada y de lectores profanos que se acercan a ellas desde la curiosidad más alentadora. Esta caja de Pandora que han abierto los inéditos de Silvina Ocampo, ahora publicados en forma póstuma, muestran a una escritora mucho más interesante aún de la que creíamos era, además de con más matices. Alumbramos en ella descubrimientos insospechados, nos topamos con obras inclasificables o directamente sin antecedentes en la literatura argentina. Y escasamente en la mundial.
La primera vocación de Silvina Ocampo fueron el dibujo y la pintura, habiendo tomado clases, entre otros, con los pintores y maestros Férnand Léger y el italiano Giorgio de Chirico, dos figuras destacadísimas de las artes plásticas europeas. Realizó largos viajes con su familia por Europa, incluso uno que duró dos años, hospedándose en un lujoso hotel de París. Conocía a la perfección los idiomas francés e inglés (también el latín), porque los había estudiado primero con gobernantas e institutrices y más tarde perfeccionado en los países que visitó de adulta con asiduidad, especialmente del continente europeo. Pero no desdeñemos tampoco sus lecturas en otras lenguas y sus traducciones, que fueron profusas.
Amiga íntima de Borges, como lo recordé, junto con él y Bioy Casares compilaron la mítica y formidable Antología de la literatura fantástica (1940), que sentaría un precedente inaugural para senderos insospechados del curso futuro de la literatura argentina en adelante con repercusiones que alcanzan ecos en este mismo presente histórico que habitamos. Probablemente también en el continental. Ellos iban a confirmar en principio ese territorio con poéticas claramente dispares pero que al mismo tiempo en un punto tenían zonas indudablemente afines. En esa antología figuran nombres célebres que desde Kafka hasta Macedonio Fernández, entre otros argentinos o autores universales, como Cortázar, Borges, Santiago Davobe, Poe o el mismo Bioy, conforman un corpus heterogéneo pero de pareja calidad. Se suman a esta constelación de escritores la literatura del ya citado Juan Rodolfo Wilcock y la de José Bianco, a mi juicio las plumas más virtuosas del grupo Sur.
Los círculos literarios cosmopolitas porteños solían adoptar la forma de ghettos en los que ingresaban unos pocos elegidos. Todos se conocían en esos contextos. Si bien no era condición indispensable pertenecer al patriciado, éste sí era un rasgo de inclusión importante porque podía (en algunos casos al menos) garantizar el acceso a una abundancia de capital simbólico y cierta clase de socialización singular, junto con un determinado status. El sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu lo llamaría “habitus de clase”.
Se suma a la plástica una fuerte inclinación por la música (confesaba una especial inclinación por Brahms y Schubert). Silvina Ocampo era ante todo una mujer cultivada en todas las artes, habiendo desarrollado un excepcional sentido de la sensibilidad pero jamás se consagró a la crítica literaria de modo profesional (salvo de modo esporádico e insular como queda dicho) porque evidentemente primaba en ella más la imaginación creativa de la actividad literaria que la del pensamiento razonado, al menos en el plano de la escritura y también probablemente de la lectura.
Teniendo en cuenta que no había accedido a una educación formal, mediante ciertas astucias y privilegios alcanzó un nivel de formación superlativo que para las mujeres de su tiempo resultaba infrecuente. Jamás fue frívola y tuvo un talante visionario excepcional. Si bien sus orígenes de clase resultan inocultables, por escenarios, vestuarios, paisajes y escenografías por los que transitan, deambulan o se relacionan sus personajes, hay siempre toma de distancia pero que no llega sin embargo jamás al repudio. Más bien la posición fue la de beneficiarse de lo mejor que esa clase podía brindarle desde el orden de la incorporación del capital simbólico, facilidades, ocio productivo y ella a cambio retomar representaciones de esa clase bajo una imagen en ocasiones crítica, severa o bien pintando el fresco de ese patriciado, acaso en términos ridículos o bien caricaturescos. En otros simplemente de tierna comprensión.
En sus cuentos es posible apreciar también a veces el falso buen gusto, lo que se ha dado en llamar kitsch o bien la cursilería deliberada, si bien estas son tan solo dos de las vertientes que trabajó. Hay fuertes transgresiones en el orden de la representación literaria en los roles de género, categoría que desde su dimensión normativa (zona problematizada una vez más y de modo insistente) tiende a movilizar y en su autobiografía en verso póstuma, Invenciones del recuerdo (2011), revela ciertas tramas del dolor, con algunas constantes a lo largo de toda su obra: la atracción por los pordioseros (y la filantropía que para el personal de servicio resultaba repudiable tanto como inexplicable), el terror cuando su madre se marchaba al teatro o la dejaba a solas, expresando una sensación de pérdida u orfandad estremecedoras, así como la de desamparo en tales circunstancias. También es propio de Silvina Ocampo una curiosidad y un trato asiduo, además de una profunda afinidad con el personal de la servidumbre: los ámbitos por los que circulaban, los vínculos con las criadas, mayordomos y choferes, la estadía en sus ámbitos de trabajo. Precisamente ese será (al menos narrado en su autobiografía en verso), uno de los puntos del pánico, la culpa y padecimiento que sufrirá de pequeña producto de un abuso sexual por parte de un miembro de la servidumbre que la hace objeto de su acoso. Entre la incomprensión y los titubeos, Silvina Ocampo (lo repito, según el testimonio de esa autobiografía en verso) es objeto de esa práctica pedófila que “termina con su infancia”.
De modo que, desdibujada por su bajo perfil y por las personalidades literarias que la rodearon, Silvina Ocampo comenzó a cobrar notoriedad y su ficción a reconocerse como prestigiosa de modo más generalizado a mi juicio póstumamente. Es cierto. Hubo juicios ponderativos por parte de expertos o colegas calificados durante su vida, como lo dije. Pero también esos eran síntomas que la disimulaban u opacaban más aún porque quienes se pronunciaban acerca de ella eran las verdaderas estrellas. Aquellas quienes enjuiciaban, aceptaban o rechazaban como un jurado a sus colegas.
Estamos asistiendo desde hace algunos años a una moderada revisión crítica mediante nuevas lecturas académicas de su obra y un impulso editorial (se creó una Colección Silvina Ocampo en una editorial española con distribución en Argentina) reveladores de la importancia de su poética (también a la aparición de alguna biografía, como la de Mariana Enríquez) y de la capacidad del pulso creativo de alguien capaz de escribir libros solo afrontados por figuras sin precedentes, como sus libros Ejércitos de la oscuridad, suerte de cuaderno de notas en el que registra sueños, monólogos de animales, argumentos de sueños que no escribió ni probablemente escriba, alguna escena autobiográfica, epigramas, sentencias, citas de libros en otros idiomas, entre otros componentes. En Invenciones del recuerdo o “autobiografía prenatal”, tal como la denominó ella, registra sus primeras experiencias de infancia mediante la escritura en verso libre.
Pluralidad de lectorados, condensación y síntesis en sus operaciones poéticas, más sobresalientes salvo, como hemos visto, el caso de las dos novelas que, no obstante, reconoce en uno de los casos algunas excepciones a la regla de lo que suele ser una novela tradicional, como veremos próximamente, una rotunda originalidad que destroza la mirada estereotípica sobre el mundo (que destroza también la mirada estereotípica sobre su clase, con la que evidentemente manifestó zonas de desacuerdo), distancia de la literatura escrita por mujeres con la exclusividad de atención a temas del universo de femenino, juegos con toda clase de registro, transgresión y subversión en distintos planos y categorías. Cuestionamiento de la economía de la representación en todos los planos, desde el formal hasta el de los contenidos, desde el retórico hasta el del mestizaje entre lo oral y los cultismos. Cosmopolitismo y un profundo arraigo a Buenos Aires y a la zona rural argentina, más concretamente a Rincón Viejo, Pardo, Provincia de Buenos Aires, donde los Bioy tenían una estancia. En estos términos definiría en pocas líneas la ficción y la imagen de autora, así como a la tradición en la que se inscribe la ficción ocampiana que no deja de resultar sorprendente aun cuando ya estemos familiarizados con su poética. Regresaremos a sus libros con el mismo asombro de los primeros porque nos encontraremos de modo fecundo frente a la ferocidad de una poética que nos recibe con un aparente candor pero que automáticamente nos desconcierta y nos deja fuera de lugar. Su poética desafiante, insólita, indómita, como afirma Ernesto Montequin, atenta contra cualquiera que no esté dispuesto a aceptar sus premisas y a plegarse a su juego: ese juego peligroso que de un modo cómplice asume riesgos. Una estética que auténticamente derriba toda certeza y nos sume en la más absoluta, de las perturbaciones, incluso, de las que nos resultan ominosas pero, en un punto, no pierden su atractivo. El mundo de Silvina Ocampo, efectivamente, aún el infantil, resulta inquietante. Entre la vacilación y la seguridad nos moviliza y nos sumerge en estados estremecedores que se manifiestan en un temblor asociado o no al desasosiego, pero en el que siempre sentimos, que Silvina Ocampo de modo contundente pero sutil está jugando con nosotros. Jugando en serio.