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Arturo Serna
Photo Credits: Minas Stratigos ©

Silencio y farsa

Escribió Wittgenstein: «de lo que no se puede hablar es mejor callarse». Como si fuera la respuesta dislocada en un diálogo de sordos, Beckett escribió: «no hay nada que decir, pero es necesario seguir hablando».

En el primer caso, Wittgenstein sostiene que es mejor callar sobre los problemas propios de la metafísica. Es decir, sobre si el alma existe, si Dios existe, si somos inmortales, sobre esos asuntos es mejor callar ya que si hablamos lo que haremos es escupir absurdos o palabras vacías sin fundamento racional: meras frases inútiles sin contenido.

Beckett, en cambio, propone otra cosa. Frente al absurdo, frente al sinsentido, es necesario seguir hablando. Como si fuera nuestro imperativo categórico, debemos hablar para tapar el vacío, para tapar el sinsentido, el tremendo cero de la existencia.

Wittgenstein propone dejar de hablar. Para el filósofo es mejor callar. Es mejor el silencio. En el caso de Wittgenstein estamos ante una actitud vital que parte de una filosofía del lenguaje y de la lógica. Frente a un límite cognoscitivo y epistemológico es mejor quedarse en silencio. Su posición es, sobre todo, epistemológica. Wittgenstein no parte de la vida, como diría Husserl, no parte del mundo de la vida sino de la concepción lógica del mundo. Wittgenstein parte de una idea de filosofía ligada a la ciencia y a la filosofía del lenguaje.

En cambio, Beckett supone que el mundo es un absurdo, que el sinsentido del mundo es un dato de la experiencia. La experiencia vital tiene como punto de partida el absurdo existencial. En ese caso, piensa Beckett, es necesario, para «sobrevivir», para pasar mejor la farsa, seguir hablando. Es mejor hacer mímicas y muecas, como los actores o los farsantes.

Entre Wittgenstein y Beckett hay dos maneras de ver el conocimiento y la vida. Si nos paramos en la vida desde el saber científico, las cuestiones metafísicas son asuntos privados y de fe personal. Si aceptamos el ateísmo o la caída de los valores superiores (según Nietzsche), lo que queda es actuar para vivir, vivir el absurdo para sobrevivir en el teatro del dolor, como diría Schopenhauer.

Si ha existido el horror del holocausto, Dios no existe, dijo Primo Levi en una entrevista. Según Levi, no puede haber dos absolutos. Si el holocausto es el mal real, Dios es el bien absoluto. Los maniqueos son los únicos que creen en la coexistencia de dos absolutos. Ni los cristianos ni los judíos pueden soportar la idea de un Dios débil frente a un mal tan poderoso como Dios. Este ha sido el gran dilema de los cristianos frente al problema del mal.

Si el mal es real, en ese caso Dios no existe (no puede haber dos absolutos) y lo que queda es parlotear un poco para que la farsa sea una fiesta (falsa) y el mundo sea menos atroz.


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