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Michele Castelli

Siete inocentes

En las montañas de Abruzzo la lucha es recia entre los partisanos que auspician la patria libre del yugo tiránico, y los nazis que avanzan contrastando a las tropas aliadas. A pesar del número desigual de combatientes, en las cercanías del valle de Sangro comienzan a retroceder los alemanes con la consecuencia nefasta, sin embargo, que todo queda arrasado bajo su bota, todo destruido como cuando Atila pasaba con sus hordas rumbo a Roma. Un reportero de guerra anota puntualmente cada episodio, cada detalle para que no se distorsione la historia. Es casi un jovencito él, y alterna durante el día el cuaderno con el fusil, robado a un soldado enemigo muerto en batalla.

– Cuídate, Gaetano – suele repetirle el Comandante del grupo clandestino cada vez que baja de la montaña para llevar sus artículos al periódico que le da de tiempo hasta las ocho para recibirlos. – Te necesitamos vivo. No te desvíes del sendero entre el boscaje donde vigila nuestra gente. Habrá tiempo para el amor cuando salgamos de este infierno, que será muy pronto.

Le habla de esta manera el hombre porque sabe de sus debilidades por las muchachas de las campiñas aledañas al valle, a quienes con la excusa de verlas a escondidas en los matorrales para recibirles, de regreso de su faena, las porciones de alimentos que las madres preparan para los combatientes, se las pasa a turno aprovechando la oscuridad del sitio. Sólo hacia una, hacia Iolanda, siente un respeto especial pues convencido está de que será, un día, su compañera de vida y la quiere pura la primera noche para escudriñar sin prisa en su cuerpo de bella campesina. Se casan, en efecto, el veinticinco de abril, día glorioso de la Liberación, y el periódico al que el joven le sirve, como regalo de boda lo envía en uno de los tantos barcos dirigidos a América para que al deleite de la luna de miel una lo útil, haciendo un reportaje sobre el cargamento humano que por el hambre huye de la patria.

Casi treinta días pasan en el océano Gaetano y su esposa taciturna, recogiendo historias, amargas unas, más jocosas otras, todas sin embargo melancólicas, llenas de nostalgias, porque si bien el cuerpo quiere huir para buscar mejor camino, el alma tiene raíces y qué difícil es arrancarlas de la tierra atávica. Desembarcan en La Guaira y van rumbo a Caracas para hospedarse en un elegante hotel del centro, al contrario de los otros pasajeros destinados a los “galpones del llanto”, en Maripérez, o dejados a la aventura donde la noche caiga.

– Ya es hora de prepararnos para el regreso al barco – le dice Iolanda a su marido después de cuatro días de intenso caminar por la ciudad en busca de italianos para escribir también sobre aquellos que desde hace algún tiempo viven en el espejismo de El Dorado.

– Yo no sé qué fuerza rara me obliga a decirte que me quedo, que para mí no hay vuelta atrás – le contesta a la joven como un autómata, como un alucinado. – Si tú quieres te vas sola, pero yo me quedo. ¿No viste cómo maltratan a esa gente en la Plaza Bolívar, cuándo los buscan para con- tratarlos? ¡Parece un mercado de esclavos en donde se subasta al brazo más robusto, al pecho más velludo! ¡Pobres hombres desamparados! Ah, pero hasta aquí. Porque ya oirán mi voz los miserables, los mercaderes del sudor ajeno, los capataces que venden a sus hermanos por un plato de lentejas. Lo he decidido, Iolanda. Voy a fundar un periódico que sea la voz de los humildes, de los italianos vejados, de todos aquellos que soportan impotentes los abusos físicos y mentales. ¿Cómo lo voy a hacer? No tengo idea. Pero algo saldrá, estoy seguro.

Las semanas siguientes transcurren frenéticas como cuando el lobo se mueve en las montañas, de invierno, en busca del sustento para él y sus cachorros. Por acá. Por allá. A ver cómo se hace para montar el taller. A ver si se consigue un mecenas para financiar el papel.

– Hay que apurarse porque el tiempo apremia – se dice a sí mismo consciente de que se están agotando las liras que lleva en el bolsillo, y que por ende tendrá que abandonar el hotel donde está alojado.

Lo logra, al fin. Un joven pregonero, un domingo, casi al caer del día, carga su fajo de papel en la cabeza y grita como un desalmado: “¡La vocha!…, ¡La vocha!… – ay de él, ha ensayado tanto tiempo con Gaetano pero no logra decir bien la palabrita – ¡Italiano, compra La vocha de Italia que ya está aquí para defender tus intereses! ¡Si no tienes dinero no importa! ¡Por hoy, que se inaugura, te la regalamos!…”

Se agota en un momento, tanto que un grupo numeroso se agolpa en la puerta del taller, muy cerca de la Plaza, y produce un tumulto que la policía reprime, pensando en que se trata de una protesta por algún motivo grave.

– ¡Uno per me, paisano!…

– ¡Per favore, amigo, regálame La Voce! Es casi un año que vivo en esta tierra, y no sé nada de mi Calabria bella…

En fin, un exitazo. El periódico se convierte con el tiempo en un santuario. Cualquier reclamo encuentra allí su eco. La pluma ácida del Director fustiga sin piedad. Por fin un suspiro para el desposeído, una referencia en donde vomitar su ira cuando en el Consulado es maltratado. O cuando el patrono inventa triquiñuelas para no pagar completo el sobretiempo.

El temple de Gaetano, sin embargo, se pone a prueba un día del mes de marzo. La ciudad amanece tomada por el ejército, armado hasta los dientes. Las radios, todas, transmiten “extras” entre una canción y otra.

– ¡Se ha frustrado el magnicidio en contra del Presidente! – repiten a cada rato. – ¡En pocas horas se atraparán a los terroristas para que paguen la osadía en un calabozo oscuro, allá en los sótanos donde se purgan los pecados!

La sorpresa, en la noche, es que en vez de las caras tenebrosas, como la gente se imaginaba a los pistoleros, aparecen en las pantallas de la televisión, esposados unos a otros, siete italianos asustados hasta los huesos culpables, según declara el jefe de la policía, del atentado que por una nadita se lleva al otro mundo al General.

– No puede ser – se dice a sí mismo Gaetano cuando se entera del asunto. – ¡Qué locura es ésta! Quién puede creer que estos paisanos semianalfabetos, trabajadores sin descanso cuya preocupación mayor es la remesa para acelerar el retorno a casa, hayan podido tener la osadía de querer asesinar al Presidente. Algo no funciona en esta historia. ¡Hay que averiguarlo!

Y lo hace, de hecho. A partir de ese instante comienza a buscar los cabos sueltos para reconstruir la trama. Se entera, así, sobornando a un esbirro de la Seguridad Nacional, que los culpables verdaderos han logrado eludir el cerco policial escapándose hacia las montañas sin ninguna posibilidad de ser atrapados.

– ¿Cómo es, entonces, que comprometen a estos pobres hombres, a estos trabajadores honestos que sólo buscan el pan para aliviar el hambre de sus seres queridos allá en Sicilia, de donde vinieron cargados de ilusiones? – le pregunta el periodista con un dejo de tristeza en las palabras.

– Una espía, por cierto paisana suya, nos ha hecho saber que ellos no son amigos del gobierno. Son comunistas que se la pasan hablando mal del General, insinuando que presta apoyo a los ricos constructores que hacen sus negocios sin escrúpulos – contesta el hombre abierto a la confidencia. – Por eso, acusarlos a ellos, no sólo le da veracidad al asunto, sino que deja bien parada a la policía que antes de que huyeran los verdaderos culpables ya había anunciado el total esclarecimiento de este caso.

El fulano impostor que se embolsilla el dinero ofrecido por Gaetano, en ese mismo día se reúne en el Comando con otros esbirros de su misma vil calaña, y comenta que el periodista italiano de La Voce está detrás de la pista de los siete arrestados, muy cerca de la verdad.

– Implementen, pues, de inmediato, el Plan Eclipse – ordena calmado el Jefe, aspirando el negro humo de su costoso “puro” cubano.

En la mañana siguiente la noticia se difunde con la rapidez del rayo. Las radios no paran de informar que los siete prisioneros italianos que atentaron contra el Presidente, fugados de los sótanos por complicidad de un guardia, fueron abatidos cerca de El Junquito cuando se resistieron a la voz de alto.

Gaetano, impotente, llora de tristeza. De nada valen sus gritos en la Embajada, sus golpes de puños en la mesa para que por lo menos se reclamen los cadáveres.

– Lo hemos intentado. Imposible, sin embargo, insistir con este asunto. Comprenderás que no se pueden dañar las relaciones con un gobierno amigo que tanto nos beneficia – es el comentario final que no admite más preguntas.

El valiente periodista no se rinde. Sigue con su pesquisa terca hasta acumular las pruebas irrefutables de inocencia en un voluminoso expediente que entrega en los tribunales.

Allí están todavía los papeles. Para que algún día se limpie ante la historia el honor de siete inmigrantes muertos por la barbarie, que al igual que muchos otros vinieron a esta tierra con sus maletas rotas, pero llenas de ilusiones.


Photo Credits: Dave Herholz

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